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Inteligencia en mayúsculas

En tiempos donde la inteligencia parece haberse expandido a rincones muchas veces incomprensibles, la inteligencia humana emerge con el distintivo de contar con el factor «experiencia» en su definición.

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Tendemos a magnificar lo nuevo. Si, además, esta novedad viene del ámbito tecnológico, nos volvemos completamente fanáticos del nuevo invento o, por el contrario, nos proclamamos fervientes soldados que lucharán para evitar la destrucción del mundo tal como lo conocemos. Umberto Eco escribió un libro fantástico titulado Apocalípticos e integrados que me ayuda a escenificar perfectamente entre qué dos mundos nos movemos cuando hablamos de la penúltima innovación tecnológica: la inteligencia artificial.

El año pasado terminé un curso de experto en Estudios de Futuros donde aprendíamos a diferenciar entre los futuros probables y los futuros posibles. Lo que antes llamábamos simplemente prospectiva, hoy es estudiar los futuros. Es curioso que estudiemos el futuro que está por hacer y desdeñemos comprender el pasado como legado para interpretar el presente. Permítanme una idea tonta: el futuro no se estudia, se lidera. El mundo lo haces o te lo hacen y, entonces, te conviertes en un actor (o actriz) secundario de una obra que nunca llegarás a entender.

Uno de estos ejercicios que aprendimos para ayudarnos a definir escenarios de futuros (ficticios, pero probables) es lo que se denomina el diagrama de ejes de Schwartz. Es una herramienta tremendamente sencilla. Seleccionas dos variables que forman una cruz y colocas, en los dos polos de cada uno de los ejes, sus antagónicos para que te permita identificar los cuatro escenarios de futuros que se dan en el cruce de estas dos variables.

Hoy podemos comprobar cómo a nuestro alrededor los algoritmos, como dice Jorge Drexler, ya saben más de nosotros que nosotros mismos

Para realizar este ejercicio, nos permitieron escribir ficción, así que me planteé un relato centrado en cómo las personas pasamos de un escenario a otro para terminar en el principio. Mi relato, pura fantasía, se centraba en cruzar dos modelos de personas enfrentándose a la tecnología (analógicos y digitales) con las consecuencias de la utilización de la inteligencia artificial (sometimiento o libertad). No les voy a aburrir con toda la argumentación, pero sí les contaré el final distópico al que llegaba mi personaje: la inteligencia artificial estará al servicio de la inteligencia humana.

Dicen, los que saben de procesos de adaptación psicológica, que las personas pasamos por tres estadios cuando nos enfrentamos a las «nuevas tecnologías» (esas que pasan a ser obsoletas a golpe de una nueva innovación mensual que cambiará de nuevo el mundo): excitación, miedo y aceptación. No seré yo quien ponga en duda esta investigación. Hoy podemos comprobar cómo a nuestro alrededor los algoritmos, como dice Jorge Drexler, ya saben más de nosotros que nosotros mismos.

Daniel Kahneman, en su libro Piensa rápido, piensa despacio, explica las diferencias entre los dos sistemas que operan en nuestro cerebro. El sistema uno hace las tareas rutinarias sin pensar, es decir, de manera rápida, intuitiva y emocional. El sistema dos pone en marcha todos los mecanismos necesarios para pensar y, por lo tanto, es más lento, deliberativo y lógico. La inteligencia artificial ha pasado de jugar a sustituir a nuestro sistema uno (con aquellas cosas automáticas que antes tanto nos molestaban), y ahora va de camino a colonizar nuestro sistema dos (pensar por nosotros).   

La experiencia es más que una acumulación de datos y rutinas

Cuando en el Laboratorio de Ideas «Temas de nuestro tiempo» empezamos  a trabajar sobre el concepto de inteligencia (humana, artificial y colectiva), hice algo nada innovador, pero que me sirvió para no perder la perspectiva y la base fundamental del estudio en el que nos embarcamos: ir al diccionario. Ni qué decir tiene que de las cinco acepciones que el diccionario nos proporciona del concepto «inteligencia», todas son aplicables a cada una de las inteligencias de las que hemos hablado, incluso diría que en alguna de ellas la inteligencia artificial gana con diferencia. Todas menos una, curiosamente la última palabra de la quinta acepción: «experiencia».

La experiencia es más que una acumulación de datos y rutinas o una mejora infinita de la capacidad para resolver problemas ya acontecidos. La experiencia no es un conjunto de datos que pueden ser procesados, es algo más, exige lo corpóreo, lo sentimental y, por supuesto, lo cognitivo. La experiencia requiere el simple hecho de haber vivido y de vivir.

Dice Cristina Monge que lo más inteligente es trabajar con la inteligencia artificial y no contra ella. Nada más que añadir. Completamente de acuerdo; eso sí: no seamos tan catetos de obnubilarnos con el nuevo juguete, de hacer de ello el invento en mayúsculas que convierta en minúscula nuestra habilidad, destreza y experiencia como seres Inteligentes Individual y Colectivamente.

Federico Buyolo García, director cultural de la Fundación Ortega-Marañón.

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