Economía, elecciones y rendición de cuentas en la era de las identidades
Nuestras democracias liberales sobreviven en el marco de un tenso equilibrio entre sus tres pilares: emitir un mandato representativo, hacer que los representantes rindan cuentas y la separación de poderes.
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COLABORA2024
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Nuestras democracias liberales sobreviven en el marco de un tenso equilibrio entre sus tres pilares: la posibilidad de emitir un mandato representativo, la capacidad de hacer que los representantes rindan cuentas por ese mandato y la separación de poderes. El llamado voto económico siempre fue, en este sentido, la manera más intuitiva de hacer gala de ese segundo pilar. Se asumía que, al acudir a las urnas, los votantes examinarían el desempeño del gobierno de turno y decidirían si darle continuidad o reemplazarlo: ¿acaso fomentó el crecimiento económico? ¿Creó empleo? ¿Consiguió frenar la presión inflacionaria? Así, los ciudadanos premiarían a los gobiernos que gestionan bien la economía y castigarían a aquellos que lo hacen mal o no cumplen con sus expectativas. Esta lógica conductual tan simple daba sentido no solo al voto como mecanismo de rendición de cuentas, sino también a esa concepción tan ilustrada y extendida de la democracia según la cual somos capaces de evaluar objetivamente los resultados de un gobierno y actuar en consecuencia.
¿Pero somos capaces en realidad? Los profesores estadounidenses Achen y Bartels ya anticiparon que no en su Democracia para realistas. Por un lado, existe evidencia de que las personas solo logramos recordar los últimos meses de actividad política y, por tanto, somos incapaces de estimar con precisión el desempeño de un gobierno a lo largo de un mandato de cuatro años. En el mejor de los casos, el votante medio se guía por sus circunstancias personales, castigando al gobernante cuando la economía empeora y recompensándolo cuando mejora, si bien eso no implica que preste atención a las medidas específicas que toman los políticos para influir en la economía. En su libro, por ejemplo, Achen y Bartels demostraban que la aplastante victoria de Franklin D. Roosevelt en 1936 no tuvo nada que ver con su New Deal, sino con la ligera recuperación económica de los Estados Unidos en los meses previos a las elecciones.
Por otro lado, sabemos que hay factores externos y shocks exógenos que escapan el control de cualquier político y que, sin embargo, distorsionan los resultados electorales, ejerciendo una influencia mayor que la de cualquier valoración económica. Es el caso de los desastres naturales, las sequías, los incendios o las inundaciones, que a menudo invitan a los votantes a culpar al gobernante. Achen y Bartels daban cuenta de ello con un ejemplo interesante: los autores probaron que una desgraciada sucesión de ataques mortales de tiburones en las playas de Nueva Jersey en el verano de 1916 provocó una disminución de más del 10% del apoyo a Woodrow Wilson en las presidenciales de noviembre de ese año. Es como tener un mal día de trabajo y pagarlo con nuestro mejor amigo respondiéndole groseramente.
Somos, pues, sencillamente incapaces de supeditar nuestro voto a la evaluación objetiva del desempeño (económico) del gobierno. ¿Quiere decir esto que la economía es irrelevante? En absoluto. Por un lado, porque, como decía, la economía sí tiene a veces un impacto decisivo en el voto; lo que resulta más difícil es que lo tengan las decisiones concretas que los políticos toman sobre la evolución de la economía. Por otro, porque en ocasiones sí intentamos comportarnos como votantes racionales que acuden a las urnas para premiar o penalizar la política económica de nuestros representantes; contamos con evidencia, de hecho, de que esta disposición ha condicionado los resultados de numerosas elecciones, sobre todo en el pasado. No obstante, en la actual era de las identidades, marcada por el tribalismo, la polarización y las lealtades partidistas, cuando intentamos adoptar la figura de ese votante ilustrado, acaba ocurriendo algo muy curioso.
Se percibe que la economía va bien tan solo cuando gobierna «tu» partido, y viceversa
Lo vimos la semana pasada en la reciente elección de Trump como nuevo presidente de los Estados Unidos. Y pasó en nuestro país antes de las elecciones del 23 de julio del año pasado. Vean las Figuras 1 y 2, respectivamente: se percibe que la economía va bien tan solo cuando gobierna «tu» partido, y viceversa. O, dicho de otro modo, también la valoración de la economía se procesa desde la identidad política. Como se observa en los gráficos, los votantes demócratas (EEUU) e izquierdistas (España) han valorado positivamente la situación de la economía de forma mayoritaria cuando sus partidos han ocupado el gobierno, y al revés. Y exactamente lo mismo ocurre con los votantes republicanos (EEUU) y de derechas (España). Lejos de consideraciones más o menos objetivas, la evaluación de la situación económica es producto de la subjetividad de la percepción, es decir, de la subjetividad de un proceso cognitivo donde el partidismo desempeña un papel muy influyente.
Así pues, no es que la economía no importe, es que las propias percepciones de la economía están polarizadas: hace poco más de un año, la mitad de la izquierda española creía que la situación económica de nuestro país era buena, pero solo el 20% de la derecha pensaba lo mismo.
La economía podría seguir siendo un condicionante del voto esencial, pero el modo en que los ciudadanos se aproximan a ella y la utilizan para emitir ciertos juicios se encuentra cada vez más mediado por las identidades políticas que profesan. De este modo, dos votantes que se identifican con dos partidos políticos diferentes podrían interpretar los mismos datos económicos de manera radicalmente distinta. Rara vez votará alguien, por tanto, «a pesar de» una situación económica favorable, sino que lo hará precisamente «motivado por» su percepción desfavorable de la misma.
Y es que, en realidad, no solemos utilizar la información que consumimos para desafiar nuestras propias opiniones, sino para racionalizarlas. Con el fin de minimizar la disonancia cognitiva, somos capaces de ajustar nuestras posiciones e incluso nuestra percepción de los elementos más básicos de la realidad para que se alineen con las del partido al que apoyamos. ¿Acaso le chirría algo de esto al lector, que llevará un tiempo siendo testigo privilegiado del proceso de tribalización de nuestra vida pública? Cada vez tomamos más decisiones en función de quiénes somos, y no en función de lo que pensamos. Nuestro comportamiento político refleja nuestra membresía en tal o cual grupo; es una expresión de nuestra identidad social. Optamos por líderes y partidos que hacen gala de representar a nuestra comunidad y nos mantenemos fieles a ellos, a nuestra tribu, incluso después de que hayan dejado de servir nuestros intereses. En la era de las identidades, el votante se ha convertido en hincha.
En la era de las identidades, el votante se ha convertido en hincha
Nada de esto deja en buen lugar la salud de la rendición de cuentas de nuestras democracias. Si hasta los datos económicos objetivos son interpretados a través del prisma de la identidad, nuestra capacidad para exigir cuentas a los gobiernos de manera imparcial queda debilitada. De hecho, cuando la rendición de cuentas depende más de percepciones subjetivas que de datos objetivos, el control que ejercemos sobre nuestros gobernantes se vuelve ficticio, y el resultado ya lo estamos viendo: una democracia cada vez menos efectiva y más vulnerable a manipulaciones. Si aspiramos a consolidar una democracia funcional y vibrante, es imperativo reflexionar sobre cómo reconstruir mecanismos de evaluación objetiva que permitan a los ciudadanos ejercer un verdadero control sobre sus representantes. De no hacerlo, la democracia y las elecciones se convertirán en un mero ritual de reafirmación identitaria, si es que no lo son ya.
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