Cultura

Madres, hijos y rabinos

¿Qué significan la pertenencia y la transmisión? La escritora, filósofa y rabina Delphine Horvilleur reflexiona sobre ello en un ensayo donde se apoya en referencias como Émile Ajar, Amos Oz, el Géneis y el Talmud.

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17
octubre
2024
Portada de ‘Madres, hijos y Rabinos’ (Libros del Asteroide).

Ya desde las primeras líneas de su novela, Romain Gary bajo el pseudónimo de Émile Ajar lleva al paroxismo lo que fue su intento de ser otro en la escritura.

El protagonista de Pseudo, escritor excéntrico con múltiples identidades, deplora la imposibilidad de la autogénesis. El ser humano comienza siempre en otra parte, a partir de otros, de los que está irremediablemente contaminado. Pero ¿cómo romper esos vínculos que encadenan y aprisionan? ¿Cómo dejar atrás la filiación que Ajar denomina «pertenencia»? A lo largo de la novela se busca unos padres nuevos y hasta se proyecta fuera de sí mismo, más allá de la especie humana, con el fin de soslayar cualquier nexo plausible. «Entonces me convierto en pitón, en ratón casero, en perro, en lo que sea con tal de demostrar que no estoy vinculado a nada».

Lo que sea con tal de construirse sin ataduras, ni familia, ni pueblo, ni especie.

A su manera, nuestra época es heredera de los fantasmas de Gary. A las primeras de cambio se denuncian las alienaciones, en particular las relativas a la familia, y se ensalza el principio de liberación del individuo en nombre del derecho que cada cual tiene, desde la infancia, a la autodeterminación, a liberarse del yugo impuesto por el nacimiento.

¿A quién pertenece el niño? «A nadie salvo a sí mismo», según afirma la Declaración de los Derechos del Niño. En nombre de esta autodeterminación se pretende proteger a los más pequeños de las creencias de sus padres o madres, muy especialmente cuando estos desean «marcarlos» con una señal religiosa física o verbal (circuncisión, bautismo…). Habría, pues, que protegerlos en aras de un «dejemos que tomen sus propias decisiones a su debido tiempo».

La paradoja de esta proclamada preocupación por la infancia es que socava una realidad del desarrollo psíquico de cualquier ser humano: nadie es capaz de evolucionar sin anclajes culturales, ya sean estos sensoriales, lingüísticos o relacionales. Dichos lazos representan unas trabas descomunales para el potencial infinito de una persona. Como si se tratara de una célula madre todopoderosa que deja de serlo al diferenciarse, restringiendo así definitivamente el campo de sus posibilidades, el niño encuentra obstáculos que se convierten en impedimentos para su ascenso.

La paradoja de esta proclamada preocupación por la infancia es que socava una realidad del desarrollo psíquico de cualquier ser humano

Sin anclajes, el niño en desarrollo no posee futuro alguno. Debe saber que forma parte de un «nosotros» mucho antes de poder decir «yo». De hecho, para él esta huella es la condición para acceder al lenguaje.

Lo que caracteriza al ser humano no es su lenguaje, una capacidad significativamente extendida en el mundo animal, sino el hecho de que necesita a otro congénere para adquirirlo.

La paradoja de la condición humana radica en que solo podemos llegar a ser nosotros mismos bajo influencia de otros. Boris Cyrulnik lo plantea en estos términos: «El niño de nadie será nadie. Necesita a alguien para ser alguien. Un recién nacido sin pertenencia está condenado a morir o a un mal desarrollo. Pero un niño con pertenencia está condenado a dejarse moldear por aquellos a quienes pertenece».

Es la ambigüedad de la transmisión: la no pertenencia condena a muerte, y el exceso de pertenencia, a no ser jamás uno mismo. La conciencia de una pertenencia puede crear un sentimiento de continuidad y de vínculo entre generaciones, pero también puede pesar demasiado e impedir el surgimiento de un individuo abrumado por el peso de su herencia.

Frente a la fantasía de no pertenencia de algunos existe otra que hoy en día amenaza nuestra sociedad: la del repliegue identitario y su obsesión por lo colectivo, con el comunitarismo y el nacionalismo como hijos legítimos y formulados en primera persona del plural, como un «nosotros» generalmente enunciado en contra de un «ellos». En la asfixia del «yo», las raíces y las herencias colectivas se convierten en la única definición del individuo.

Aun siendo nuestras afiliaciones proteiformes y complejas, de pronto algunos ya solo son franceses «de pura cepa», musulmanes, judíos u homosexuales, identidades casi exclusivas o, en todo caso, sumamente prioritarias y monolíticas.

Rechazo a la pertenencia o exceso identitario. ¿Y si ambos fenómenos fuesen en el fondo dos caras de una misma moneda? El sociólogo JeanClaude Kaufmann observa dos consecuencias en el potente individualismo de nuestras sociedades. El individuo, dueño de su destino, padece una paradójica vulnerabilidad debido al alcance de las posibilidades.


Este texto es un fragmento de ‘Madres, hijos y Rabinos’ (Libros del Asteroide, 2024), de Delphine Horvilleur. 

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