Sociedad

Escribir para superar el dolor

Escribir puede salvar el alma. El neurólogo Boris Cyrulnik repasa en ‘Escribí soles de noche: literatura y resiliencia’ (Gedisa) el testimonio de escritores famosos y personas desconocidas para demostrar cómo las palabras escritas representan un posible camino para transformar y superar el trauma, el dolor o la pérdida.

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19
abril
2021

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Puedo entender el mundo mental de Jean Genet y de su hermana Lucie Wirtz, ya que yo también viví, antes de la guerra, una situación análoga. De hecho, no hay dos situaciones análogas, sólo hay situaciones comparables pero distintas. Yo también fui un niño sin familia. Mis padres desaparecieron al principio de la guerra, mi padre alistado en el regimiento de voluntarios extranjeros en 1939, mi madre detenida por la Gestapo en 1942 y el resto de mi familia evaporada quién sabe dónde.

Estoy convencido de que durante los primeros meses de mi vida estuve bien cuidado. Probablemente me beneficié de un nicho sensorial estable y acogedor. En mi memoria quedan algunas imágenes en las que veo, al final del pasillo, una habitación bien iluminada que mi padre había transformado en taller de carpintería. Recuerdo también otra habitación más oscura con un montón de carbón en un rincón. Allí comíamos. Veo a mi padre, leyendo un gran periódico y diciendo: «Ay, ay, ay…». Recuerdo una carrera alrededor de la mesa huyendo de mi padre, que me quería dar un azote por una tontería que había hecho pero que no recuerdo. Me sentí orgulloso de haberme escapado de él. Recuerdo, tras una pelea con un amiguito de la calle de la Rousselle, en Burdeos, que acudí corriendo a mi padre para pedirle que lo matara. En mi memoria conservo la imagen de mis padres hablándose cariñosamente, también de que se ponían serios cuando comentaban lo que decía el periódico.

Hoy pienso que la persecución unió a la pareja que formaban. Yo no sabía que éramos judíos, esta palabra nunca había sido pronunciada. Mis padres jugaban conmigo y luego hablaban en voz baja tomándose de la mano. Me sentía protegido por su proximidad afectiva. Tenía dos años. No podía entender que aquel apego que me tranquilizaba se debía a la amenaza de muerte que se cernía sobre nuestras cabezas. En un contexto de paz en el que cada uno hubiera podido actuar a su manera, ¿no hubieran tenido discusiones? Esto me habría hecho sentir inseguro.

Lucie Wirtz, la hermana de leche de Jean Genet, ya había adquirido el gusto por un mundo lleno de calidez cuando fue acogida por la familia Regnier. De inmediato experimentó la amabilidad de M. Regnier, la ternura de su mujer y el amor fraternal de sus dos hijos biológicos. Probablemente, Jean Genet no contó desde el principio con esta base, con ese punto de amarre que da a un niño un lugar al que aferrarse. Probablemente padeció privación sensorial durante los primeros meses de su vida. Ningún estímulo que despertara su alma. Nada.

El vacío a su alrededor indujo el vacío en su interior, como vemos a menudo en los recién nacidos aislados. El mundo mental del niño sólo se puede llenar de aquello que los otros ponen en él: sus sonrisas, sus enfados, su ternura y sus cuidados. Cuando no hay nadie alrededor de un niño, el único objeto exterior consiste en sus propias manos, cuyo movimiento observa; sus pies, que no para de agitar; o los movimientos de péndulo que hacen surgir en su interior un vago sentimiento de existir, un acontecimiento pobre. Un niño sin Otro no puede construir su propia intimidad, ya que nada se inscribe en su memoria. Cuando el entorno está vacío, es un rastro de vacío lo que impregna su alma, no un recuerdo.

«El niño es portador de una marca amnésica de la privación pasada: por eso, hay familias de acogidas muy buenas que no consiguen despertar respuestas afectivas»

Los bebés abandonados, sensorialmente aislados, acaban quedando inmóviles, con los ojos mirando al vacío, sin gestos ni balbuceos, inertes, separados del mundo real. En un entorno sin vida, los bebés se dejan arrastrar a la muerte, ya que tampoco es muy distinta de lo que viven. Pero cuando una estimulación física los mantiene vivos, conservan una marca duradera de esa privación afectiva. Hoy en día sabemos fotografiar esa marca del vacío, estigma de la ausencia de estímulos precoces. El ordenador muestra en colores la emanación de calor producida por las zonas cerebrales que consumen glucosa al trabajar. La imagen del cerebro de un niño en un entorno empobrecido es azul y verde, mostrando así una desaceleración metabólica. Cuanto más intensa y duradera es la privación, menos reacciona el cerebro. Las familias de acogida tienen problemas para volver a activarlo.

Pero cuando la carencia ha sido menos intensa o menos prolongada, el entorno afectivo devuelve al niño el calor. La neuroimagen muestra entonces un cerebro amarillo y rojo, prueba de la resiliencia neuronal. La energía reaparece sobre todo en las zonas medias que constituyen la base neurológica de la memoria y de las emociones. El mundo íntimo del niño puede de nuevo llenarse de recuerdos. Mientras el pequeño no habla, expresa las emociones mediante la conducta, los gestos, balbuceos y brincos que estructuran las interacciones con los cuidadores. Más tarde, cuando habla, tendrá algo que decir para alimentar las relaciones: «Fui a pescar contigo…te quiero…en la escuela Nadine es mala».¿Significa esto que basta devolver el calor a un niño abandonado proponiéndole un nuevo nicho afectivo para que todo vuelva a funcionar como antes? La neuroimagen muestra que es necesario animar a un bebé para que su cerebro vuelva a vibrar, pero no es suficiente. El niño es portador de una marca amnésica de la privación pasada. Por este motivo hay familias de acogida muy buenas que no consiguen despertar las respuestas afectivas de un niño entumecido por una larga privación.

Un niño así ha adquirido una apariencia anhedónica. Precozmente aislado durante un período sensible de su desarrollo, sus neuronas no estimuladas no se han podido ramificar para enviar centenares de miles de conexiones por minuto y así establecer los circuitos neuronales de un cerebro sano en un entorno sano. Las neuronas están ahí, pero no están conectadas y ya no transmiten información. El niño precozmente aislado ha perdido su capacidad de sentir placer. El niño carenciado establece sus nuevas relaciones con un estilo de apego entumecido por la privación afectiva anterior.

«El más mínimo gesto del otro o la más mínima palabra mal dicha son experimentadas como una violencia por el niño»

Probablemente Jean Genet había adquirido ya un temperamento así cuando fue acogido por la familia Regnier. Acabó amándolos como quien ama a su hotelero: «La casa de mi familia de acogida», decía hablando de su generosa familia. Lucie, su hermana de leche, sintió por aquella misma familia impulsos afectuosos: «Mi padre, el hombre más amable […], mi madre querida y mis hermanos amigables». No es infrecuente que el aislamiento precoz altere en primer lugar el funcionamiento de las neuronas prefrontales, que al no ser estimuladas parecen atrofiarse. La función del cerebro anterior es anticipar una situación y frenar las reacciones de la amígdala rinencefálica, base neuronal de las emociones insoportables. Cuando este grupo de neuronas es afectado por un tumor, un absceso o una herida accidental, el sujeto sufre angustia, terror o cólera incontrolable.

El más mínimo gesto del otro, la más mínima palabra mal dicha, la más pequeña de las frustraciones son experimentadas como una violencia. El niño moldeado de esta forma ha adquirido una vulnerabilidad neuroemocional. El más mínimo problema relacional causa reacciones emocionales insoportables. El sujeto estructurado de esta forma por un comienzo empobrecido de su vida da a su desesperación la forma de ideas suicidas. En este caso, la neuroimagen muestra que las partes profunda y mediana del cerebro, la zona de la amígdala, adquieren un color rojo, muestra de que, herido por un comentario sin importancia, no consigue controlar sus reacciones emocionales. Nada puede frenar los lóbulos prefrontales: ni la palabra, que el niño no sabe usar, ni los lugares culturales en los que podría haber aprendido a establecer relaciones. Un sujeto así, moldeado por el empobrecimiento de su entorno precoz, no puede gobernar sus relaciones. Pasa al acto, eso es todo, sin que haya tiempo de imaginar las consecuencias.

Recuerdo a una enfermera que adoptó a un niño de diez meses. El niño fue fácil de criar, era muy tranquilo, demasiado seguramente. No protestaba cuando le dejaban en la guardería. En la escuela nadie se daba cuenta de que estaba ahí. En el fondo de la clase, sin decir nada, aprendía silenciosamente, no jugaba, no hacía tonterías; un «niño fácil», decían. Hasta el día en que todo cambió: a los quince años la policía visitó a la madre para decirle que su hijo había sido detenido por intentar un atraco. ¡Increíble! Era imposible prever un comportamiento así… ¡Era un niño que se portaba tan bien! Durante el interrogatorio no dijo ni una palabra, él también era incapaz de explicar su propia conducta.

«André se tranquilizó convirtiéndose en un vagabundo, liberándose así de las normas sociales, sintiéndose liberado de las cadenas»

No sabíamos nada de los primeros meses de su vida. ¿Era un aislamiento precoz lo que había impregnado en su memoria un temperamento entumecido, interpretado por los adultos con las palabras «niño tranquilo»? ¿Por qué pasó al acto con una agresión así? ¿Para salir de su ensimismamiento necesitó un estímulo violento, el estrés intenso de un atraco?

He conocido a varios niños que han tenido recorridos semejantes. Recuerdo a André, buen alumno, tranquilo, aislado, cenizo, que no podía ir al instituto sin corbata. Sus compañeros, burlones, preferían los cuellos abiertos y los vaqueros raídos a consciencia. Su conformismo divertía a sus padres, pero no les inquietaba. Pero llegó el día en que André, que había ido a pasear por la playa de Sablettes por la tarde, decidió no volver a casa y pasar la noche tendido en la arena. Al día siguiente, al despertarse, ya no sentía angustia. Era libre, a pecho descubierto, por fin respiraba a cielo abierto. El lastre de su normalidad excesiva mostraba la lucha contra una angustia de la que se había deshecho mediante una «descarga emocional brusca e imprevisible». André se tranquilizó convirtiéndose en un vagabundo, liberándose así de las normas sociales y los códigos de vestimenta; él, antes sumiso, de pronto no quería volver a casa de sus padres, ni al instituto que para él era una prisión. Al rebelarse contra las normas, se sintió liberado de las cadenas, dejó corbata, familia y escuela para dormir en la calle o en estaciones donde podía encontrarse con otros vagabundos, libres como él.

¿Por qué estos dos niños, el delincuente y el vagabundo, no tenían ninguna vida imaginaria? Se podrían haber refugiado en ella para sentir el placer de vivir, algo que la realidad lo les proporcionaba. Muy al contrario, necesitaron un estímulo intenso, una transgresión para salir de su embotamiento y rebelarse contra el ahogo de la vida cotidiana: nada de horarios para estructurar el día, ni límites ritualizados, ni vestimenta socialmente impuesta. No querían lavarse siquiera; «estar sin cuerpo» era su libertad. Entonces se vestían con cualquier cosa, no se lavaban los dientes, ni las uñas, ni las llagas que dejaban que se infectaran. De esta forma se sentían liberados.


Este es un fragmento de ‘Escribí soles de noche: literatura y resiliencia’ (Gedisa), por Boris Cyrulnik.

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