«Cada vez se habla más de sostenibilidad y cada vez somos menos sostenibles»
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COLABORA2024
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En ‘Planeta invernadero’ (Alianza Editorial, 2024), Rafael Navarro de Castro (Lorca, 1968) se adentra en lo que ocurre bajo los mares de plástico. En su novela, la protagonista, una ingeniera agrónoma que trabaja en la industria de los grandes invernaderos agrícolas de la costa andaluza, se plantea si es posible renunciar a las tomateras que dan fruto varias veces al año. En otras palabras: si un mundo distinto es posible.
En el despertar de Sara, la protagonista, la palabra sostenibilidad importa. Se da cuenta en una conferencia de que está por todas partes y de que se ha convertido en un término vacío. Ya sé que una cosa es la voz narrativa y otra la del autor, pero ¿tú también lo ves? ¿Crees que hemos usado la sostenibilidad como palabra clave hasta el aburrimiento?
No diría que estoy de acuerdo con todo lo que opina Sara en la novela, porque opina de demasiadas cosas, pero estoy de acuerdo con ella. Ella sufre una evolución a lo largo de la novela que es muy importante. Empieza formando parte del mundo industrial, tecnológico, donde todo es producción y crecimiento, y va cambiando su forma de ver la sostenibilidad a lo largo del libro. A mí me parece clarísimo que cada vez se habla más de sostenibilidad y cada vez somos menos sostenibles. Piensa ya no en la agricultura, en el turismo. Si seguimos [recibiendo] más y más millones de turistas, ¿dónde está la sostenibilidad? Es imposible. Se pueden tomar pequeñas medidas, pero si llegamos a los 100 millones de turistas, será más insostenible que antes.
Ahí está el eterno debate. ¿Es casi una cuestión más macro que micro?
Hay problemas de conciencia. Sara vive estas contradicciones que vivimos todos. Todos sabemos que no podemos consumir tanto o más, que no podemos viajar como viajamos, pero seguimos haciéndolo. Esta disonancia cognitiva se tiene que resolver de alguna manera. La gente se tranquiliza porque «yo reciclo, tengo un coche eléctrico». Pero son medidas que no están sirviendo. Fíjate en el plástico, en las medidas del supermercado que aparecen en la novela. Está muy bien que pongamos precio a las bolsas de plástico y reduzcamos el uso, pero la producción mundial de plásticos no hace más que aumentar.
«En pro del desarrollo nuestro cuerpo está lleno de sustancias químicas variadas»
Conectado con esto, Martín, el ex de Sara, se ríe al ver llorar de frustración al portavoz de la COP. ¿Es esta reacción un símbolo de cómo vivimos estas cuestiones como sociedad?
Refleja un poco quizá la insensibilidad y el embrutecido. Todos sabemos cuáles son los problemas —el daño que le estamos causando a la tierra, al clima, los acuíferos— y esto forma parte también de esta coraza que nos montamos. Yo vi esa escena —por eso sale en el libro— en un telediario y me quedé destrozado. Es decir, ¿cómo va a contar este hombre el fruto de sus investigaciones, que realmente adonde nos llevan es a saber que la Tierra está condenada, sin conmoverse, sin llorar?
Los invernaderos son una pieza esencial de esta historia. Una de las cosas que aprendemos leyéndola es que tienen un coste increíble y su producción tampoco es gran cosa en calidad. Teniendo en cuenta que tienes un conocimiento directo sobre este tema, ¿por qué nos empeñamos en seguir cultivando de esta manera? ¿Por qué seguir haciendo un esfuerzo tan elevado?
Pues por dinero. Por lo que se hace todo, por dinero. El invernadero para mí es una metáfora. No es que quiera meterme con los invernaderos ni con la agricultura intensiva. Tienen sus problemáticas, pero no son distintas a la de la industria textil, por ejemplo, o de la industria automovilística. Esto no es un problema de una zona que está llena de invernaderos, esto es un problema planetario, por eso lo llamo Planeta invernadero. Todos vivimos en un invernadero, la Tierra es un invernadero. Ahí es adonde yo quería llegar. Esto no es un problema de Huelva o Almería, o de Holanda, California o Israel, que también están llenos de invernaderos. Es un problema del planeta, donde a través de la tecnología, de la química y de la ciencia buscan la máxima producción al mínimo coste para ganar más dinero y el crecimiento ilimitado. La producción, las exportaciones y el ingreso de divisas crecen. Es genial, ¿no? Si vas allí y ves las condiciones laborales de la gente… Si producimos más y ganamos más, ¿por qué la gente trabaja en esas condiciones? Esto pasa en el sector turístico también. Crecemos y crecemos y crecemos, pero la vida de los trabajadores no mejora mucho y el daño medioambiental es un desastre. Incluso denuncio el daño para la salud de todos nosotros, que aceptemos que en pro del desarrollo nuestro cuerpo esté lleno de sustancias químicas variadas.
«Si producimos más y ganamos más, ¿por qué la gente trabaja en esas condiciones?»
En la novela, el jefe de Sara no es experto en agricultura, es un marketero. ¿Qué parte del problema es que la gestión esté en manos de quienes no saben exactamente sobre estos temas?
Lo que manda de verdad es el dinero, el gran capital y las multinacionales. Pablo, que es el gerente de una cooperativa y que efectivamente no sabe nada de agricultura, es un administrador de empresas. Podría administrar cualquier otra. Su función es hacerla más eficiente, aumentar los beneficios. Pero un personaje como Pablo no es decisivo, son decisivas empresas muchísimo más grandes. En la agricultura, los fabricantes de semillas y productos químicos son los que controlan realmente el negocio. Ellos son los que deciden lo que se va a cultivar. Y después hasta el mercado, donde también son las grandes cadenas de distribución que deciden los precios. Entre estos dos polos, oprimido, está el agricultor. Por un lado, le ponen una forma de producción con unos costes elevadísimos. Por otro lado, le imponen unos precios a la baja. Es esta dinámica perversa la que sostiene la rueda.
En la novela varios personajes expresan dudas, otros recuerdan que de esa agricultura en invernaderos vive mucha gente. No se puede encontrar una solución de la noche a la mañana, ¿no?
Claro que no. Yo la verdad es que soy bastante pesimista al respecto. Lo que planteaba en la novela es un cambio de mentalidad, la toma de conciencia de Sara, la protagonista. Ella decide escalar su vida y vivir más de acorde con la naturaleza, con la salud y con los demás. Pero claro, estos son soluciones individuales. Estaría genial que todos tomásemos conciencia. Y no solo eso, sino que tomásemos medidas.
Pero al mismo tiempo el paso que da Sara [que se va a vivir al campo lejos de los invernaderos] es una suerte de privilegio. No todo el mundo puede dejarlo todo y empezar de cero, más en estos momentos.
Sí y no. Yo lo he hecho igual que lo hace ahora en el libro Sara. Yo me vine al campo en el año 2000. Tenía una buhardilla de 30 metros en Malasaña y la vendí y me compré un terreno y una casa en la montaña. Tienes que asumir el cambio, que ya se puede hacer todas las cosas que en Madrid. Tienes que vivir sin dinero. ¿Se puede, lo puede hacer todo el mundo? Probablemente no todo el mundo, pero sí muchísima más gente de lo que nos creemos. Hay que decidir como Sara: voy a trabajar aquí y ver de qué sobreviviré.
«En la agricultura, los fabricantes de semillas y productos químicos son los que controlan realmente el negocio»
Durante la pandemia la idea se puso muy de moda. Tú, que tienes experiencia de primera mano, ¿no crees que nos pasamos un poco a veces de romantización? Porque las personas que viven en el campo muchas veces te dicen que querrían que hablásemos de los problemas que tienen, como la falta de servicios.
Creo que hay las dos visiones. Hay una visión demasiado romántica, que se cree que venirse al campo es como venirse al paraíso de vacaciones y que todo es genial. Y luego está la visión demasiado tremendista. Hay que encontrar un término medio entre los dos extremos. Lo que está claro es que no te puedes ir al campo pensando que vas a vivir como si estuvieses en Madrid. Ahí es donde yo te hablo de renuncias. Efectivamente, vienes al campo, pues probablemente tendrás el médico o el colegio lejos. No tienes servicios, no tienes muchas cosas. O sea, que efectivamente hay una dificultad. Yo lo que digo siempre es que el que se venga al campo tiene que venir al campo y amar la naturaleza. Si te vienes al campo para vivir como en la ciudad, pues quédate en tu barrio. Y luego está el tema social. Se dibuja muchas veces el campo como un sitio hostil, donde la gente es muy cerrada y te reciben y te tratan mal. Esta realidad existe, pero también existe la contraria. Y yo cuando me vine al campo me recibieron muy bien y la conclusión a la que llego es que te reciben como llegues tú. Si tú te adaptas porque tú quieres formar parte del campo, enseguida te acogen.
Sara se va a la montaña y se encuentra lo que ella llama una pequeña ONU de alemanes, ingleses… ¿Estamos encontrando expats en el campo? ¿Lo estamos gentrificando?
Sara se va a la Alpujarra y el pueblo que describo se basa en mi pueblo, donde efectivamente hay en unos 1.000 habitantes 30 nacionalidades distintas. El Colegio parece la ONU. Tienen su lado bueno y su lado malo. El lado bueno es que habitamos un lugar que estaba vacío. El lado malo es que no somos suficientemente campesinos, es decir, que toda esta gente que llega de fuera no somos capaces de sostener el territorio y el valle tal como estaba antes, es decir, tal como lo conservaban los campesinos. No se abandona el territorio, pero nos falta ser capaces de conservarlo.
«Si te vienes al campo para vivir como en la ciudad, pues quédate en tu barrio»
Además que tampoco se puede caer en la nostalgia de ese mundo ideal pasado, pues los lugares fluctúan y cambian…
Claro. Y, respecto a la gentrificación, efectivamente en la Alpujarra hay zonas turísticas. Hay muchos pueblos, pero hay unos cuantos que ya son turismo 100%. O sea, ya no queda nada de pueblo. Es todo tiendas de souvenirs, restaurantes y turistas. Tampoco ese es el plan. Igual idealizo mucho porque en mi valle y mi pueblo, que son un privilegio porque todavía no tenemos masificación, sí tenemos vida cultural —que generamos nosotros mismos— y tenemos una ciudad como Granada a media hora.
Además tendemos a hablar del rural de España, como si todos los rurales fuesen iguales. Y nunca lo fueron y no lo son ahora.
Claro. De La tierra desnuda me preguntaban siempre por la España vaciada. Y yo decía: pero qué tiene que ver un pueblo de Burgos con un pueblo de Sierra Nevada. No tiene nada que ver. El rural es muy diverso y variable. De todas maneras, siempre he tenido la idea de hablar en positivo de los pueblos. Hablar en negativo ya se ha hecho muchísimo: la literatura lo hizo durante muchos años.
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