Sólo se escribe desde la incomodidad
Los escritores guapos siempre me han provocado desconfianza: ¿para qué carajos va a escribir un guapo? Y si es atlético, ya ni te cuento. ¿De dónde van a sacar el ansia de escribir la reina del baile y el capitán del equipo de fútbol americano?
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No muy lejos de donde unos meses antes había conocido a Marina Perezagua –ella, sevillana; yo, zaragozano, y fuimos a conocernos en Perú–, peroré sobre la identidad y mi sensación de extranjería e intrusismo. Era una tarde espesa, como muchas que tenemos los escritores, en que intentamos explicar con mala oratoria lo que ya hemos puesto medio bien en la prosa, sin tantas perífrasis ni darnos importancia. Hablé un par de minutos que me parecieron horas en los que dije, en esencia, que casi siempre me sentía un bicho raro, que desde chiquito el mundo me parecía una cosa hostil, gritona y fea, que detesto las fiestas y las liturgias colectivas y que sólo me siento a gusto en compañía de otros raros como yo y en pequeñas dosis, sin efusiones masivas. De hecho –concluí–, la sensación de extranjería sólo se me pasaba cuando escribía.
Alonso Cueto, que es un escritor antañón –en el mejor y más prestigioso sentido de la palabra–, compartía aquella mesa redonda conmigo, y tras mirarme con media sonrisa, se acercó al micro y dijo: «Es que esa es la condición de todos los escritores. Si no te sintieses intruso, raro, el patito feo, el que no baila, no llegarías jamás a ser escritor, pues no verías nunca el mundo con ese desapego que la literatura necesita. El extrañamiento es una característica común a todos los escritores».
Qué vergüenza, pensé, y cuantísima razón. Uno se pone a presumir de bicho raro cuando está rodeado de bichos tan raros como él. O más. Qué torpeza. Recordé mis diatribas contra los escritores guapos (y las escritoras guapas), que siempre me han provocado desconfianza: ¿para qué carajos va a escribir un guapo? Y si es atlético, ya ni te cuento. ¿De dónde van a sacar el ansia de escribir la reina del baile y el capitán del equipo de fútbol americano?
«Los escritores guapos (y las escritoras guapas) siempre me han provocado desconfianza: ¿para qué carajos va a escribir un guapo?»
Unos dirán que se escribe desde la herida. Yo prefiero decir que se escribe desde la incomodidad. A menudo, lo incómodo adopta la forma de lo perplejo. Lo que a un alma candorosa le lleva a arrodillarse y rogar a dios, a otros –quizá más escépticos, quizá más complejos–, los lleva a escribir. No se trata de comprender el mundo, sino de habitarlo. A veces, escribir no es más que constatar la propia vida, un palparse los contornos del cuerpo para comprobar que los átomos no se han dispersado en el caos que se percibe alrededor. No se busca consuelo, ni epifanía, ni curación, ni explicación.
Todas las formas y estrategias literarias sirven para habitar ese hueco, pero la confesión autobiográfica es la más esencial y quizá una de las más difíciles, pues presenta al escritor desnudo y sin recursos. Como un actor ante el escenario sin música, reparto, decorado o ropa: sólo su cuerpo y su voz. La confesión, tan denostada por los fariseos literarios, es la renuncia expresa al repertorio de trucos que la tradición y la vanguardia ponen al servicio del escritor. Por eso es tan fácil fracasar, y por eso, quien triunfa en ese registro demuestra una maestría grandiosa. Los lectores idiotas (entre los que se encuentran no pocos críticos y prescriptores) creen que el talento de un narrador se mide en la novela de ficción. Yo sé que el escritor prueba su grandeza en el vacío abismal de la confesión. Una novela está al alcance de muchos. Una confesión sublime, al de muy pocos.
«El escritor prueba su grandeza en el vacío abismal de la confesión»
Marina Perezagua, a quien no he citado al azar en la primera frase, es una grandísima escritora que ha escrito una confesión salvaje. La playa no es su primer libro. Perezagua es poeta, cuentista y novelista de largo alcance, firmante de una obra singular que no se parece a ninguna y en la que yo escucho ecos profundos de la mejor tradición castellana (algo muy raro en los escritores de mi generación, tan americanos casi todos). Si de rarezas, extranjerías, dislocaciones e incomodidades se trata, Perezagua escribe desde todas las afueras posibles. En un panorama narrativo tan gregario y de capillitas, Marina va rotundamente por libre y le importa un carajo ir a favor o en contra de la corriente: ella nada en diagonal o hacia el fondo.
La playa es una crónica dislocada, elusiva, poética, hermosa y a veces desconcertante de una experiencia límite: el nacimiento de una hija hiperprematura. La mayor parte del libro son apuntes sueltos y medio ordenados que parecen escritos en el hospital, mientras los médicos de Nueva York salvan la vida de su hija, nacida a las veinticinco semanas y con 625 gramos. En medio está la vida entera, con una madre (la de la narradora) a la que se odia y de la que se cuentan historias espantosas (alguna cosa sabíamos del padre en otros libros). Salpicándolo todo, como espejos que centellean en los corredores, hay lecturas, personajes y noticias, el paisaje de una mujer perpleja y doliente que no puede dejar de dolerse mientras escribe su relación.
Hay algo mamífero, supurante, húmedo y corporal en la prosa de Perezagua en La playa. Su inteligencia poética me llevaba a cavernas goteantes, a vísceras que laten, a flujos genitales, a líquidos amnióticos. Y de ahí, a la playa, donde lo líquido y lo cálido salen del cuerpo para volverse cuerpo universal.
«Hay algo mamífero, supurante, húmedo y corporal en la prosa de Perezagua en ‘La playa’»
Vuelvo a Perú, donde hice aquel ridículo y conocí a Marina antes de leer La playa (que no se había publicado aún). En el Museo Larco de Lima hay unas salas dedicadas al arte erótico de la cultura mochica, que dominó el norte del actual Perú entre los siglos I y VIII de nuestra era. De los yacimientos han salido miles de objetos pornográficos muy explícitos, que asustaron a los arqueólogos de los siglos XIX y XX y que pintaron a aquellos antiguos peruanos como depravados. Hoy son una colección encantadora de penes, vaginas y estatuillas que se masturban mutuamente y follan de mil maneras distintas, formando una especie de diorama en terracota del Kama Sutra. La mayoría de esas estatuillas son en realidad vasijas, jarritas y vasos. Se cree que los mochicas bebían refrescos, infusiones y alcoholes en aquellos recipientes porque los fluidos los conectaban con la naturaleza. El sexo era húmedo, como húmedos eran el mar, la tierra fértil, la selva del interior y los ríos que les daban la vida. Todo el mundo era una circulación constante de líquidos (entre los que también estaba la sangre) que conectaba a los seres vivos con la tierra.
Algo de ese espíritu he encontrado en la prosa bella de Marina Perezagua, que es una gran nadadora y sabe mucho de mareas y corrientes. Y supongo que lo habría encontrado igual si hubiera decidido emboscar su dolor en una ficción codificada, en la que los escenarios y los personajes estuvieran transformados. Pero nos lo da a beber en vasijas explícitas y desnudas, como las figurillas mochicas del Museo Larco, y servido así tiene mucho más valor, pues la escritora solo dispone de sus palabras desnudas. No puede descansar en voces de otros ni liberarse del juicio cruel del lector detrás de un decorado o un vestuario con velos. La incomodidad tiembla con toda su fuerza y quienes leemos la sentimos con la perturbación que provoca siempre la verdad. No todo el mundo sabe hacer eso. No todo el mundo quiere pasar por eso, llevando la incomodidad de vivir a la escritura, en vez de usar la escritura como una manera de mitigarla y darle forma.
Yo lo sé bien, porque algo así he hecho en algún libro. Y lo agradezco cuando lo leo en otros.
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