Si me etiquetas, me niegas
Las etiquetas, en ocasiones necesarias para atajar el lenguaje, suelen tener un efecto nocivo para el ánimo reflexivo: quien se acostumbra a etiquetar niega y limita su comprensión del mundo.
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Pensar es desafiar, abrir la cáscara de la apariencia para encontrar el fruto de la esencia. En esa pugna, sean ustedes filósofos o no, nos vemos sumergidos por necesidad. Nuestra naturaleza humana exige hacer uso de la intrínseca capacidad de reflexión para distinguir las cosas y los acontecimientos que nos rodean. Aún equivocados, necesitamos definir y llenar nuestra mente de alguna clase de contenido. Pueden ser las explicaciones de nuestros semejantes o conclusiones a las que hayamos llegado por nuestra propia cuenta. La única diferencia entre saciar este vacío original de nuestra mente mediante conocimiento verdadero o una falsa explicación que pueda parecernos plausible se produce en el ánimo por la distinción. Y como toda clase de ejercicio, el compromiso heurístico requiere esfuerzo, tenacidad y, por supuesto, persistencia. Como en el éxito con la dieta para adelgazar o con las tablas de ejercicios para fortalecer los músculos.
Pero todo esfuerzo termina por resultar agotador más temprano que tarde. La manera que tenemos los seres humanos de reducir conceptos complejos en una sola palabra es creando etiquetas. Por esta razón nos encanta etiquetar. Los atajos semánticos nos ahorran tiempo y, ante todo, energía, sintetizan ideas complejas y permiten avanzar a la filosofía y la ciencia. Con ellas creamos mapas conceptuales muy útiles en la comunicación. Sin embargo, la etiqueta, si bien ayuda a economizar el lenguaje, trae consigo dos consecuencias nefastas para quien abusa de ellas.
«Si me nombras, me niegas. Al darme un nombre, una etiqueta, niegas las otras posibilidades que podría ser», escribió en sus diarios el primer filósofo existencialista de occidente, Søren Kierkegaard. Con este aforismo, el danés hace referencia a una discusión académica todavía en vigor: ¿podemos describir la esencia completa de las cosas mediante el lenguaje?Así, Kierkegaard subraya la incapacidad humana para reflejar la totalidad de la naturaleza de lo existente.
La manera que tenemos los seres humanos de reducir conceptos complejos en una sola palabra es creando etiquetas
Pero más allá de entrar en esta cuestión, cuando reducimos definiciones complejas a una sola palabra o expresión para crear una etiqueta estamos cometiendo un acto egoísta o malvado, salvo que expliquemos con vehemencia lo que queremos reflejar de manera exacta. Quizá nosotros sepamos a qué nos referimos cuando creamos la etiqueta, pero si no conservamos la oportunidad de definirla con meticulosa pulcritud, al lector le pesará más el significado habitual de la palabra escogida que el concepto que pretende atajarse. Dicho en otras palabras: es probable que facilitemos nuestra comunicación, pero si el término se populariza o su significado no queda demasiado claro lo que provocaremos es confusión y deformación en el pensamiento de los demás.
También en el nuestro, si nos dedicamos a usar atajos lingüísticos a modo de etiqueta. Es lo que sucede, por ejemplo, al adjetivar continuamente. Por ejemplo, usando palabras malsonantes a modo de resumen, como es el caso de «mierda» para describir algo que no nos gusta o que no nos parece adecuado. Cuando decimos «la comida me ha parecido una mierda» o «la fiesta es asquerosa» nos estamos negando, a menudo, la posibilidad de reflexionar sobre los detalles que nos han repugnado. De forma abstracta creemos conocerlos. Sin embargo, esa inconcreción nos conduce habitualmente a un sentimiento irreflexivo. Lo mismo sucede con los atajos descriptivos positivos: cuando cualquier distinción se reduce a que es «genial», «maravilloso» o cualquiera de sus sinónimos no estamos diciendo nada. Es como cuando Homer Simpson escribió su primera columna gastronómica describiendo de «guau» el plato por indicación de su perro.
Pero hay otros usos más perversos de la obsesión por etiquetar. Cuando algunos conceptos se popularizan, estos se degradan mediante su uso por distintas personas con diferentes intenciones. Un buen ejemplo es cuando se asocian unos rasgos determinados a las generaciones con la evidente pretensión de que las personas encasilladas en cada una de ellas se sientan reflejado. Es una profecía autocumplida, como los horóscopos de relleno: siempre habrá quienes se sientan interpelados y otros más que asumen el reflejo impuesto, reproduciéndolo. Lo mismo sucede con quienes describen ciertas actitudes de sus hijos, amigos o pareja a modo de reproche. Si a una persona la reducimos al cliché de ser muy «inteligente», «vago», «pesado» o cualquier otro adjetivo imaginable, hay posibilidad de que, a través de la continua repetición y de la autoridad que deposita en sus seres queridos acabe por asumir la etiqueta como una descripción fiel de sí mismos. Si lo hace, estará destruyendo la percepción de su identidad. Esta negación de la verdadera naturaleza de las cosas nos empobrece intelectualmente, además de dejarnos a merced de la manipulación ajena, caso habitual en sociedades complejas y de la información como la de nuestro tiempo.
No obstante, si hay que salvar el etiquetado, que sea, al menos, por fines estéticos. Como en todo juego de palabras, cuando la inteligencia y la imaginación se combinan con cierta elegancia y sofisticación pueden surgir etiquetas repletas de humor y juegos semánticos. Sin embargo, la belleza no es habitual entre las etiquetas. Lo frecuente, en cambio, son los anglicismos que se cuelan en el español –hípster, friki, crush, hater, etc.– y que no tienen mayor intención que importar la enésima definición de moda a las sociedades hispanohablantes. Ahora bien, como sucede con todas las modas, su vida útil es limitada: tan pronto se popularizan como desaparecen del lenguaje cotidiano al cabo de unos cuantos años abriendo nuevas oportunidades a la imaginación o al marketing.
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