«No estamos blindados contra la desgracia»
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COLABORA2024
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Durante un año, el periodista Jorge Bustos ha convivido con la realidad de las personas sin hogar en las calles y centros de acogida de Madrid. El resultado de las conversaciones con indigentes, trabajadores sociales y voluntarios es ‘Casi. Una crónica del desamparo’ (Libros del Asteroide), un reportaje narrado en primera persona que nos acerca al drama del sinhogarismo. «Casi» es el acrónimo con el que se conoce al Centro de Acogida San Isidro, el más grande y antiguo de España, que lleva más de 80 años dando cobijo, comida y servicios a personas sin hogar. Hablamos con él en la misma calle que une su casa y el centro de acogida mientras observamos el ir y venir de los usuarios de este recurso asistencial.
¿Cómo se te ocurrió la idea de hacer un libro sobre las personas sin hogar?
A fuerza de encontrarme por la calle a las personas que pernoctaban en el Casi me di cuenta de que había una historia que contar. Ante esta realidad, yo podía hacer dos cosas: pasar de largo y tratar de que me importunaran lo menos posible o dejarme interpelar por sus vidas. No hace falta una enorme sensibilidad para escoger la segunda, tan solo una mínima curiosidad, incluso periodística. Me di cuenta de que ahí había una historia que desbordaba las páginas del reportaje de un diario, que era necesario escribir un libro. Me planteé si era capaz de sostener la mirada ante una realidad que al principio me generaba rechazo. Mi primer objetivo era un ajuste de cuentas con mi propia indiferencia.
¿Qué has encontrado en el Casi y en los otros centros de acogida?
El Casi es un recurso municipal consagrado a paliar el dolor. Todo allí está orientado a que estas personas que sufren puedan salir adelante y recuperar su autonomía. En el centro conviven 300 residentes de 90 nacionalidades diferentes, entre los que hay gente muy dañada física y psíquicamente. Como es lógico hay conflictos y a veces brota la violencia y la maldad, pero también he encontrado personas que se desviven por los demás, que se desprenden de algo de lo poco que tienen para dárselo a alguien que tiene menos todavía. Es una concentración de humanidad al extremo. Hay de todo, pero hay suficiente bondad como para que el balance merezca la pena.
«No hay una cronología de la pérdida de la dignidad perfectamente tasada, cada persona tiene un nivel diferente de resistencia»
Los protagonistas del libro son las personas sin hogar, pero también los profesionales y voluntarios que les acompañan.
Ver todos los días cómo actuaban los trabajadores sociales, las religiosas, los voluntarios, fue algo muy inspirador. Me volvía a casa pensando: «Hay gente muy buena en este mundo, gente que no sale en los periódicos, que no protagoniza las grandes historias, pero que está ahí todos los días luchando para mejorar la vida de los demás». Este libro pretende testimoniar el trabajo tan increíble que hacen estas personas que, para mí, son héroes civiles.
También describes el proceso de deterioro que supone para cualquier persona vivir en la calle, cómo pierde la salud física, la cordura, la dignidad…
No hay una cronología de la pérdida de la dignidad perfectamente tasada. Cada persona tiene un nivel diferente de resistencia. Jesús, uno de los protagonistas del libro, estuvo ocho años en la calle. Lo normal es que no hubiera salido nunca. Hoy vive en un piso, se vale por sí mismo, vende sus cuadros en Instagram y lleva dos años sin probar la bebida cuando era alcohólico desde los 12 años. Los milagros suceden, pero hay que empujarlos. Jesús hizo un juramento de honor con su propia dignidad. No dormía en el suelo ni apoyado en la pared, sino en las marquesinas de los autobuses, iba todos los días a asearse a los baños públicos. Se puso unos límites para intentar mantener la dignidad y le funcionó. Esas líneas rojas le ayudaron cuando se le planteó la disyuntiva de dejarse arrastrar por la corriente del delirium tremens o rebotar y salir a la superficie.
¿Te ha costado encontrar el grado de implicación y el tono adecuado para escribir sobre la vida de estas personas sin caer en la sensiblería o en el tremendismo?
Ese es el principal desafío al que me enfrentaba. No quería un libro gritón, dramático ni lacrimógeno, sino un libro honesto con sus protagonistas y conmigo mismo. El libro está escrito en primera persona porque yo formo parte de este experimento, mi mirada hace de pasarela al lector, pero quería que los protagonistas fueran las personas sin hogar y los trabajadores sociales. Hay que tratarlos desde la igualdad, sin condescendencia, sin paternalismo, sin posar como solidario, porque yo no soy ningún modelo de compromiso social, únicamente he estado un año investigando sobre este asunto. Por eso el tono debía ser sobrio, con el mejor estilo literario posible pero sin adornos. Solo hace falta contar los hechos como los ves y las historias de sus propias vidas para producir un impacto en el lector. Cuando una verdad es suficientemente expresiva por sí misma no hace falta adornarla.
¿Qué es lo que ha cambiado en ti a raíz de hacer este libro?
Quiero pensar que leemos y escribimos para cambiar y yo he hecho un pequeño viaje interior desde la indiferencia hasta la humildad. Cuando conocí a estas personas intuí que este libro debía ser una especie de aldabonazo para darme cuenta de que no estamos blindados contra la desgracia, de que hay que ser humildes con nuestros éxitos porque no son solo el producto de nuestras decisiones, sino que existe la suerte, la genética, la educación y un entorno que ha permitido que nos vaya bien en la vida. Este trabajo me ha enseñado a tener una mirada de humildad hacia mis propios éxitos, a relativizar los problemas y a no quejarme. Escribiendo este libro he conocido la verdadera desgracia, el verdadero dolor. Y, en comparación con este sufrimiento, nuestras pequeñas incomodidades del día a día son ridículas. Seguramente volveré a quejarme y a ser soberbio, pero este libro me recuerda que debo tomar conciencia de mi fragilidad y estar agradecido por la vida que tengo, así como mirar con empatía el dolor ajeno.
««Los pobres son exactamente como nosotros después de haber recibido muchos palos de la vida»
En el libro, criticas la compasión como sentimiento, pero también hablas del arte de la compasión como una virtud. ¿Puedes explicar la diferencia?
Ante todo, yo concibo la compasión como un sentimiento ambiguo, incluso peligroso, porque una persona que compadece a alguien se coloca en una posición de superioridad con respecto al compadecido. Esa forma de compasión es más bien condescendencia, paternalismo y lavado de conciencia. Es lo que hace quien arroja una moneda a un mendigo, pero no le saluda, no le mira, no le acompaña… Es más valioso el tiempo que el dinero, esto te lo dicen todas las personas sin hogar. Cuando digo que es un arte, me refiero a que hace falta cultivarlo hasta que se convierte en un trato igualitario. Es así como los trabajadores sociales tratan a estas personas y yo me fijaba en ellos para tratar de encontrar el tono del libro. No los tratan desde la superioridad, sino que los aúpan hasta su posición. Bromean con los indigentes, les preguntan cómo están, conocen sus historias… hay un trato natural. Los atendidos dependen de los trabajadores sociales para todo, pero este trato les hace olvidar que son dependientes. Es la diferencia entre un sentimiento y una virtud.
El título del último capítulo es provocador: «¿Para qué sirven los pobres?». ¿Con qué intención lo elegiste?
Parafraseo una frase de Óscar Wilde que dice: «Si las clases humildes no sirven para dar ejemplo a las clases dominantes, ¿para qué sirven?». En una sociedad utilitarista en la que todo se basa en el interés, la posición o el dinero es fácil preguntarse: «¿Qué beneficio me proporciona la relación con el otro?». Cuando Adela Cortina habla de aporofobia la define como «el rechazo a aquel del que solo cabe esperar problemas». Los pobres no tienen ninguna rentabilidad: no dan votos, no hacen que un medio tenga más audiencia… Entonces… ¿qué son los pobres? Son nosotros. Los pobres son exactamente como nosotros después de haber recibido muchos palos de la vida. Y para darme cuenta de eso he tenido que hablar con ellos y que me cuenten que fueron catedráticos de Arte o que firmaron en mi periódico. El 15% son licenciados. La barrera entre el nosotros y el ellos es ficticia. Algunos son víctimas de sí mismos y sus malas decisiones, otras fueron niñas violadas desde pequeñas, otros son alcohólicos porque su padre lo era y recibían palizas a los 10 años. Cuando uno conoce todo esto, la mirada se va transformando y se da cuenta de que no es quien para juzgar a nadie.
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