Opinión

Hablas tan bien que parece que tienes razón

La tertulia alcanza su verdad como arte cuando los tertulianos se fijan en lo que dicen los otros y contraargumentan. Ojalá mucha más gente supiera discutir. Ojalá este gusto tan ibérico por la tertulia se tradujese en una sociedad más proclive a la conversación y menos a la consigna.

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08
marzo
2024

Es costumbre en España que los halagos se expresen como reproches, y viceversa. Por eso, algunos de los cumplidos más bonitos que colecciono en mi carrera han sido involuntarios y tenían un ánimo de injuria. Guardo con cariño uno sucedido en una tertulia de radio, en la que yo participaba como invitado circunstancial. Una de las participantes, que lo era por activista y no tenía muchas tablas en los medios, me dio una réplica maravillosa, más dirigida al vacío y hacia sí misma que hacia mí: «Es que Sergio habla tan bien que parece que tiene razón».

La literatura y la mitología están llenas de embaucadores. El mejor consejo contra ellos es no escucharlos, como Ulises hizo con las sirenas. Desconfiad de los elocuentes y de los verbosos, pues a veces consiguen haceros cambiar de opinión y desviaros de la doctrina recta, esto es, la ortodoxia, para caer en opiniones torcidas o heterodoxas. El buen feligrés se comporta como el buen tuitero y no atiende a las palabras que pueden llevarle a dudar de sí mismo. Por eso las fábulas y los cuentos ponen a los charlatanes al lado de las bestias y los lobos: son peligros que acechan fuera de casa, donde todo es sencillo y los malos se distinguen de los buenos.

Me halagó mucho que aquella contertulia me relacionase con los secuestradores de niños, las sirenas y los nigromantes, pues nada le gusta más al discutidor que les reconozcan poderes mágicos y peligrosos a sus palabras, pero también me entristeció (es lo que tienen los reproches, que llevan su poquito de veneno y siempre hace algún efecto), porque me colocó en un lugar muy solitario. Yo había ido a la tertulia a discutir, y como siempre concedo con largura el beneficio de la duda, creía que los demás también habían ido a discutir. Una vez más me equivocaba: casi todos iban a tener razón. El único discutidor con ánimo polemista era yo, y eso me dejó discutiendo conmigo mismo.

Desconfiad de los elocuentes y de los verbosos, pues a veces consiguen haceros cambiar de opinión

Me gano parte del jornal discutiendo. Casi siempre en la radio, pero también en escenarios con público en directo, en eso que llaman mesas redondas y otros sitios análogos. No se me debe de dar del todo mal porque ya soy casi veterano y el de discutir es un negocio muy competitivo en el que pocos se jubilan: hay muy pocos gallineros y muchísimos gallos, por lo que no es fácil aguantar cacareando. En cuanto te relajas, otro gallo más joven y saleroso te saca del corral. Pero con los años he descubierto que todo ese ruido induce a engaño y, en el fondo, no hay tanta competencia como parece. Discutir, lo que se dice discutir, discutimos unos pocos.

Aunque la tertulia sea el género dominante de la radio y de la tele (también del podcast, donde la conversación reina sobre el documental o la ficción) y las redes sociales avienten el espejismo de que vivimos en una conversación total y cósmica (y un cuerno: allí llaman réplica al salivazo, y libertad de expresión, al acoso y al amedrantamiento), son muy pocos los que aprecian de verdad la discusión. A la mayoría de la gente le sucede como a la tertuliana que me reprochaba hablar bien: no salen a escena a discutir, sino a tener razón. No les gusta conversar, sino monologar por turnos. Encontrarse con un oponente que se lo pone difícil, que les señala sus contradicciones o desarma sus argumentos, lejos de estimularles y animarlos a discutir mejor, les irrita.

Esto sucede porque traen las tesis cerradas de casa y aspiran a exponerlas sin enmiendas, como el frutero que trae un cargamento de alcachofas de Tudela. De ahí salen tertulias insufribles para el público —pero estupendas para el hooligan, que es la parte más corrupta y despreciable del público, esa a la que debería prohibírsele la entrada—, pues en lugar de una discusión presencian una reiteración cansina de consignas impermeables las unas a las otras. El tertuliano A, significado partidario del partido X, dice X todo el rato, y el tertuliano B, significado partidario del partido Y, dice Y todo el rato, pero las líneas X e Y no se tocan nunca y salen de la tertulia como entraron.

Me gano parte del jornal discutiendo; casi siempre en la radio, pero también en eso que llaman mesas redondas y otros sitios análogos

Una conversación se parece a una narración en tanto que tiene arcos y se construye mientras sucede. La tertulia alcanza su verdad como arte cuando los tertulianos se fijan en lo que dicen los otros y contraargumentan. No se trae la razón de casa, sino que se gana en la arena, como en cualquier otro combate. Da lo mismo que tú te creas portavoz de la opinión recta: si no sabes defenderla, la pierdes. Nadie tiene razón a priori en una tertulia, todo se decide en el lance. Y bien saben los que se han enfrentado a discutidores profesionales que no es fácil salir victorioso frente a ellos. Yo he visto balbucear a sabios, incapaces de articular nada inteligente ante campeones del tertulianaje. Luego te los encuentras en la escalera, poseídos por el espíritu de la ídem, dándose cabezazos contra todas las réplicas elocuentes que no supieron decir en antena.

El buen tertuliano no solo tiene talento para la conversación, sino un entrenamiento olímpico que le hace temible para cualquiera que no tenga sus horas de cháchara. De la misma forma que ningún futbolista aficionado aspiraría a meterle un gol al Real Madrid, ningún amateur de sobremesa de casino debería confiarse en una tertulia de profesionales. A veces es doloroso verlos correr por el campo, sin atinar a ningún balón, intentando entender por dónde va el juego y cómo les han regateado.

¿Por qué acuden al martirio, pues? Si los ciclistas domingueros no aspiran a correr el Tour ni los músicos de las bandas municipales de pueblo, a tocar en la Filarmónica de Berlín, ¿por qué hay tanta gente sin experiencia ni dotes que se cree capaz de medirse con los virtuosos de la conversación?

Pues por la misma razón por la que hay tantísimos escritores inéditos que creen que pueden ganar el Nobel, porque no entienden el poder de la palabra. No han hecho caso de los cuentos infantiles, no les enseñaron a desconfiar de los brujos y los sofistas. El lenguaje, tanto el escrito como el oral, es la moneda más devaluada de estos tiempos. No siempre fue así: ha habido civilizaciones que lo apreciaban más que el oro. La China de los mandarines, el Egipto de los faraones o la Atenas del ágora divinizaban el lenguaje y concedían grandes poderes a quienes dominaban sus secretos. Hoy el lenguaje parece tan asequible y abunda tanto que cualquiera se cree capaz de rebatir a Cicerón. Basta con ponerle un comentario en Facebook.

Discutir, lo que se dice discutir, discutimos unos pocos

De ahí que la figura del tertuliano no se eleve por encima de su parodia, que muchas veces es merecida. El tertuliano, para muchos, es un pobrecito hablador que despacha los asuntos con un catálogo de lugares comunes y muletillas intercambiables. La politización y la puesta en escena de discusiones que en verdad son monólogos sucesivos (y el hecho de que muchos tertulianos sean políticos aspiracionales o recolocados tras su caída) ha creado la ilusión de que discutir está al alcance del más gritón. Ha cundido la especie de que el matón de la clase, el más tonto, puede imponerse con unos cuantos zascas, pero cuando la discusión se plantea en los términos ideales, los alborotadores se dan cuenta de que quienes dominan el arte de la polémica son los empollones gafotas, y que hacen falta una finura y una inteligencia que casi ningún gritón posee.

Como tengo la suerte de discutir cada semana con algunos de los mejores discutidores de España he aprendido a apreciar su arte. Como los nadadores con el mar, sé que hay que tenerles respeto, pero no miedo. Quien minusvalora al tertuliano porque se cree mejor que él es el primero que cae ante sus artes, enredado en unas contradicciones y unos argumentos mal expresados que luego no sabe cómo desenredar.

Ojalá mucha más gente supiera discutir. Ojalá este gusto tan ibérico por la tertulia se tradujese en una sociedad más proclive a la conversación y menos a la consigna. Ojalá aprendiéramos en la escuela las armas retóricas del lugar común (que, en la oratoria clásica, no era un cliché de charlatanes, sino una herramienta del buen constructor de discursos, que permitía memorizar grandes parlamentos sin recurrir a textos), pero también las de la escucha, pues solo escuchando atentamente al otro se le puede rebatir. Así no tendríamos este bosque de monólogos sordos y la propia discusión nos llevaría a sitios interesantes e incluso placenteros. Ojalá no creyéramos que tenemos razón antes de salir de casa, sino que saliéramos con la voluntad de defenderla y la disposición generosa para perderla si otros son capaces de quitárnosla.

 

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