Sociedad

«Abogo por sacar el deseo de lo penal»

Fotografía

Johanna Marghella
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06
marzo
2024

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Johanna Marghella

Sostiene la pensadora Geneviève Fraisse que el consentimiento es una bella figura de nuestra complejidad humana, entre sombra y luz. La filósofa Clara Serra (Madrid, 1982), autora de varios libros como ‘Leonas y Zorras’ o ‘Manual ultravioleta’, y actual investigadora en la Universidad de Barcelona, recupera la idea de la intelectual francesa en su último ensayo, ‘El sentido de consentir’, en la colección Nuevos Cuadernos de Anagrama, donde analiza filosóficamente el concepto del consentimiento y cuestiona la asunción del «solo sí es sí» en detrimento del «no es no». Serra, que se trasladó a la ciudad condal tras finalizar su etapa política en la Asamblea de Madrid, invita a los lectores a reflexionar sobre las fisuras y las paradojas del consentimiento. 


En su ensayo defiende que la sexualidad, como el deseo, es un lugar opaco donde existen infinitos matices. ¿Estamos usando el consentimiento como un contrato rígido para solucionar todos los problemas?

El consentimiento es el criterio jurídico que permite delimitar la violencia sexual, ahí no puede haber matices. Lo que defiendo es que un campo penal que garantice la distinción entre la violencia y el sexo se consigue más con un «no» que con un «sí». En un contexto de intimidación, el sí no significa nada y debe ser invalidado. Cuando en un caso mediático como la violación de ‘La Manada’ se utiliza el lema del «solo sí es sí», me parece un error, porque el hecho de que una mujer diga que sí coaccionada por cinco hombres no sirve jurídicamente para delimitar nada. Abogo por sacar el deseo de lo penal para que la justicia proceda con clarificación y para que no penalice a las víctimas. Recuerdo un juicio en el que el juez ponía en duda la violación porque la mujer había lubricado, y otro reciente de un menor en el que se remarcaba que había tenido una erección. Da igual que haya habido deseo si no hay capacidad de consentimiento. Si intentamos clarificar el deseo y meterlo en el terreno penal, enturbiamos todo.

¿El deseo es una noción incómoda para el consentimiento?  

Es importante no mezclar ambos conceptos, porque el deseo excede la lógica del contrato que requiere el consentimiento. Si depositamos demasiadas expectativas en el consentimiento como si este fuera a salvarnos de un sexo incómodo, desagradable o incluso doloroso, estamos idealizando una herramienta que no sirve para eso. Si defiendo el lema del «no es no» es, entre otras cosas, porque resguarda mucho más el deseo. Te permite decir que no a ciertas cosas, pero no te obliga a saber de antemano qué es lo que quieres. Cuando nos obligan a emitir un «sí» alto y claro se nos impone la carga de saber lo que deseamos con exactitud. Hay una idea del deseo muy neoliberal en el hecho de concebir el sexo como un contrato donde ambas partes tienen todo estipulado.

«Un campo penal que garantice la distinción entre la violencia y el sexo se consigue más con un ‘no’ que con un ‘sí’»

¿Considera que la Ley del Solo Sí es Sí, con la que ha sido muy crítica, impone una visión neoliberal del sexo y las relaciones?

Una ley es un texto jurídico complejo, en el libro me centro en la parte filosófica. Creo que la ley, que tiene cosas valiosas y otras mejorables, evidencia una corriente de fondo y una mirada sobre la sexualidad que desborda por completo cualquier texto jurídico. Hoy en día impera un discurso neoliberal sobre el sexo que yo localizaría en la pretensión de garantizar un pacto sexual donde se da por hecho que el sujeto es autosuficiente, porque se conoce a sí mismo, sabe lo que quiere y expresa en todo momento cómo obtener placer, y por lo tanto interactúa con otros de una manera fácil. Esta idea es muy naif, porque el deseo implica inevitablemente una oscuridad y vincularse con alguien supone asumir una incertidumbre. A menudo desconocemos lo que deseamos y lo descubrimos a través del otro, y en esa exploración no podemos recurrir al consentimiento para garantizar que nuestras relaciones sean plenamente deseadas. Una mujer puede consentir y después tener una relación sexual malísima y desagradable.

Esto conecta con la tesis de la psicoanalista y filósofa Clotilde Leguil, que afirma que en todo encuentro sexual estamos expuestos a un trauma o daño, y que debe ser abordable lejos de los tribunales.

Una parte de esos posibles daños tienen que ser competencia del Estado siempre y cuando se atribuyan a la violencia sexual, debemos ser protegidas de ese peligro. Sin embargo, una de las derivas de cierto discurso neoliberal es tratar de asegurarnos que las relaciones sociales pueden estar exentas de cualquier riesgo. Se dice que el amor no debe doler, pero ¿cómo no va a doler? El amor duele, igual que la amistad, porque estamos poniendo en manos de otro una parte importante de nosotros mismos, y ahí el Estado no puede protegernos. Clotilde Leguil es una autora que me gusta porque, como psicoanalista clínica, sabe que muchos de los traumas de sus pacientes nunca serían validados por un tribunal, pero eso no erradica el malestar, la decepción o la angustia. No podemos asumir que todo daño se resuelve con recetas penales, me gustaría que el feminismo recuperase espacios éticos donde abordar estas cuestiones, lugares donde plantearse qué supone la traición o la utilización del otro, sin necesidad de recurrir al Código Penal.

Critica las corrientes puritanas que juzgan el deseo de las mujeres, y pone de ejemplo la frase que se repitió a raíz del caso de La Manada: «Ninguna mujer desearía acostarse con cinco desconocidos en un portal». ¿Se está moralizando el terreno sexual?

Para una parte del feminismo, si una relación es consentida pero no es deseada, deberíamos considerarla agresión sexual, y eso puede empantanar todo. Asumir que el criterio para que algo no sea violencia es que haya sido deseado, le damos al Código Penal la capacidad de acceder a nuestros deseos y nos puede conducir a una deriva peligrosa. Lo feminista no es limitar nuestro deseo, sino permitirnos hablar y escribir de ello sin sentir culpa o vergüenza. Cuando se afirma que el deseo de las mujeres garantiza un límite a la violencia, se presupone la bondad del deseo femenino, como si no pudiera ser igual de agresivo que el del hombre, se nos limita y además se nos impone la obligación de desear bien. Lo más interesante de liberar el deseo de la obligación de ser bueno es precisamente reivindicar que existe también la voluntad. Una mujer adulta debe tener la posibilidad de elegir sin que nadie la juzgue.

«El amor duele, igual que la amistad, porque estamos poniendo en manos de otro una parte importante de nosotros mismos»

Menciona en su ensayo la película Elle, donde una mujer sufre una agresión sexual y posteriormente fantasea con una violación. ¿No es conflictivo que la cultura patriarcal y la desigualdad emerja en la sexualidad?

El deseo está atravesado por el poder, tiene sombras y refleja a veces las dinámicas de poder, por eso no debe de ser el criterio jurídico para juzgar un delito de violencia sexual. En la película queda claro que la protagonista ha sido violada, pero lo interesante es que a medida que avanza la trama, ese sexo violento al que no ha consentido se vuelve deseado por ella. Puede resultar incómodo ver a una mujer independiente y poderosa deseando ser dominada, pero eso no invalida la agresión inicial que ha sufrido. De hecho, cuando elige denunciar a su violador, está anteponiendo a su deseo el hecho de que hayan violado su voluntad. Hay que permitir que las mujeres se enfrenten a sus propias contradicciones, aceptar que pueden tener deseos que conecten con fantasías ocultas que están condicionadas por relaciones de poder, y por tanto darle voz a su voluntad. En un mundo patriarcal, tanto la voluntad como el deseo tienen sombras, pero nadie debe decidir por nosotras. Si queremos conservar la noción jurídica de violación, esta solo puede ser entendida como una vulneración de la voluntad, no una violación del deseo. Lo contrario es invalidar nuestra mayoría de edad.

Últimamente se habla de la relación entre la pornografía y la violencia sexual. ¿Qué opina de la iniciativa del Gobierno para regular el acceso de los menores al porno?

Me preocupa que vayamos a un debate social en el que la cuestión de los menores empiece a ser un argumento para la prohibición del porno también para los mayores de edad. Hay una parte del feminismo que quiere prohibirlo porque le parece que es dañino y que configura una sexualidad violenta, y ahí discrepo. Cuando se aboga por censurar el porno para evitar cualquier violencia, pienso que ese era el argumento por el cual una parte de la izquierda, incluso del feminismo, quiso prohibir el voto a las mujeres. Se decía que las mujeres eran muy conservadoras, que tenían una manera tradicional de mirar al mundo y que votarían lo que les dijera el cura o el marido. Aunque las mujeres voten a la derecha o condicionadas por su entorno, tienen derecho al voto porque nadie puede decidir por ellas. Con el porno sucede lo mismo, un adulto es capaz de distinguir entre realidad y ficción.

¿En este debate tendría que estar más presente la educación sexual?

A veces buscamos arreglar cualquier problema de forma ingenua cuando decimos que con educación sexual se resuelve todo. Me gusta lo que sostiene Agustín Malón, un sexólogo que ha escrito un libro sobre el consentimiento y que ha reflexionado mucho sobre el tema de los menores. Creo que tiene razón cuando dice que no hay una política realmente seria de educación sexual en España y que la izquierda se engaña un poco con esta solución, como si fuéramos a instruir a los jóvenes en la sexualidad sin hacer previamente una selección ética y moral de lo que debe ser un sexo malo y un sexo bueno. ¿Vamos a hablar de sadomasoquismo a los menores de edad? Lo dudo mucho. Hay que tener en cuenta que el sexo también tiene algo de secreto y pudoroso, y es normal no querer hablarlo con tus padres o en clase, y es algo que cada adolescente va conociendo cuando le toca. Tenemos un problema de acceso al porno con los menores, pero hay que preguntarse cómo lo abordamos.

En los últimos años, por cuestiones como la Ley Trans o la prostitución, parece que el movimiento feminista está cada vez más dividido. Sin embargo, si se echa la vista atrás, los debates han existido siempre.

El feminismo siempre ha tenido distintas corrientes que se han enfrentado políticamente, en el tema de la prostitución y en muchísimos más, y me parece que esas peleas han sido fundamentales. Ahora llamamos feministas a señoras que se pelearon hasta el punto de poner en cuestión si había que dar el voto a las mujeres. Lo que veo negativo no es el desacuerdo sino la hostilidad, y esta no la ubicaría en el feminismo sino en un síntoma de nuestra época y nuestra sociedad. Hay una gran polarización y cabreo político que desemboca en linchamientos y descalificaciones que no llevan a ningún lado, pero eso no es causa del feminismo. La sexualidad siempre ha sido un campo de desacuerdo.

«Lo que veo negativo no es el desacuerdo sino la hostilidad, y esta no la ubicaría en el feminismo sino en un síntoma de nuestra época»

¿Diría que el movimiento feminista ha sido instrumentalizado políticamente en los últimos años?

Ha sido secuestrado por un clima político de mucha pelea institucional, y viciado por la derecha y la extrema derecha. Las críticas ultrapunitivas distorsionan el debate y han llevado a la sociedad a creer en la solución de una ley penal dura y con un discurso alarmista. Insisto en que la reflexión es cómo restaurar espacios donde pongamos el foco en lo ético, las demandas feministas no tienen que terminar en una reforma penal. El lema «hermana yo sí te creo» es necesario, pero en un proceso penal no se va a creer a nadie, se va a obligar a todo el mundo a demostrar los hechos y se va a poner en cuestión y en tela de juicio a quien acusa. En una terapia, como afirma Clotilde Leguil, lo que necesita una persona que ha sufrido un trauma sexual es tener delante a alguien que crea su historia, pero en un juicio esto no puede ni debe de ser así. La acusación debe ser sometida a crítica y se va a buscar cualquier debilidad y fallo que sobresalga.

En el ámbito legal, una parte del feminismo critica el machismo que impera en la judicatura y las vías revictimizadoras del sistema penal. El lema «hermana yo sí te creo» pasa por dar credibilidad a la víctima.

El sistema penal no es el lugar donde dirimir este tipo de cuestiones. El código penal está pensado para ver si se mete a un sujeto en la cárcel con todas las garantías, y si la víctima lo pasa mal en el proceso, le da exactamente igual. La jurista Carme Guil, que preside la sección española del Grupo Europeo de Magistrados por la Mediación (GEMME España), promueve, entre otras cosas, la «justicia restaurativa». Muchas veces se pone en cuestión la palabra de las mujeres, y ahí es donde podríamos poner el foco, en crear nuevos espacios de escucha y acompañamiento. Para resolver los prejuicios machistas, creo que la educación es mucho más útil que los delitos penales.

Precisamente, con las acusaciones al director Carlos Vermut, ha habido reacciones que ponían en cuestión la palabra de las denunciantes y se ha criticado que recurran a los medios de comunicación en lugar de a los tribunales. ¿Ve problemática esta elección?

Me pareció interesante un hilo del juez Joaquim Bosch donde explicó que la condena penal no es la única respuesta posible, que una víctima puede preferir simplemente que se conozcan los hechos y se produzca un reproche social, y están en su derecho porque existe en nuestro ordenamiento jurídico la posibilidad de defenderse de una acusación falsa. Sin embargo, la denuncia pública es, a veces, un síntoma de que otras cosas fallan. El Me Too evidencia bien el estallido del resultado de años de silencio, de impunidad y colaboración, y se ve claramente que no han existido los mecanismos para abordar bien la cuestión. Cuando estos casos salen, como el de Vermut, siempre me siento un poco incómoda porque no solo están expuestas las personas a las que se acusa, sino también las que denuncian. Aunque sean anónimas, ellas van a leer lo que la sociedad opina de sus testimonios. Si pensamos a partir de casos particulares de personas con nombres y apellidos, estamos jugando con una materia muy sensible.

«Para resolver los prejuicios machistas, creo que la educación es mucho más útil que los delitos penales»

En el libro menciona el término «cultura de la violación», un concepto que causó polémica cuando lo utilizó la exministra Irene Montero en el Congreso para referirse al PP. ¿Ve problemático el uso del concepto?

Es útil y a la vez problemático cuando se lleva a cierto extremo. Es innegable que existe una cultura donde se legitima la violencia y se vulnera la voluntad de las mujeres, y en ese sentido el uso del concepto es necesario, porque demuestra que estamos ante un problema estructural que tiene que ver con un sistema y con una educación colectiva. El problema es que, si lo llevamos al extremo, asumimos que estamos ante un problema que solo tiene que ver con la estructura social y que el individuo no tiene elección. Hay que colocarse en una posición intermedia, en la que, al mismo tiempo que analizamos esto como un problema estructural, seguimos considerando que el sujeto tiene una elección y por tanto una responsabilidad. En este sentido, el agresor debe responder ante la justicia, pero no vamos a cambiar el mundo llevándole a juicio. Si el problema es estructural, el derecho penal no va a solucionarlo, porque los problemas estructurales no se pueden abordar en un tribunal. Me parece un poco preocupante poner tanto énfasis en que estamos ante un problema cultural y a la vez apostar radicalmente por la solución penal. La solución está esperándonos en otro sitio.

¿Qué soluciones podrían plantearse para paliar la «cultura de la violación»?  

La penal desde luego que no, y creo que volcar todo en los castigos es la constatación de que no la estamos cambiando mucho. El derecho penal individualiza la culpa y la exterioriza con respecto al cuerpo social, por tanto, es ineficaz para combatir las desigualdades de poder. Si estamos ante un problema estructural, creo que en el terreno de la educación o del debate hay muchas más opciones de cambiar la mirada colectiva. La derecha siempre ha defendido que los problemas se solucionan con recetas penales precisamente porque ignora lo estructural y piensa que no hay condiciones que llevan a las personas a hacer ciertas cosas. Siguiendo esta lógica, el individuo que comete delitos es enteramente responsable porque es la causa de esos males. Para la derecha, un robo no tiene nada que ver con la pobreza, simplemente es un suceso aislado. La izquierda entiende que existe la desigualdad económica y el patriarcado, por eso no tiene sentido creer que un problema social puede abordarse en un juzgado. Si el problema es cultural, la solución no puede ser penal.

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