Cultura

«De mayor quiero ser como mi hijo pequeño»

Fotografía

Rodrigo Valero
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07
marzo
2024

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Rodrigo Valero

Libros de cuentos, poesía, ensayo, aforismos, un diccionario satírico, un diario de viaje y, por supuesto, novelas, como la premiada ‘El viajero del siglo’ (2009, Premio Alfaguara y Premio de la Crítica). El dominio del lenguaje de Andrés Neuman (Buenos Aires, 1977) queda patente en todas sus obras, traducidas a veinticinco lenguas. Aprovechando la presentación en Madrid de su último libro, ‘Pequeño hablante’ (Alfaguara, 2024), nos citamos en la cafetería de un hotel donde las conversaciones ajenas inundan el espacio. Pero eso no impide que, a través de su discurso pausado, nos haga profundizar en su visión sobre las relaciones familiares, el lenguaje y, en general, el amor paternofilial.


Publicas este libro tras el éxito de Umbilical (2022) y tu experiencia como padre. Sin embargo, ya habías mostrado tu sensibilidad hacia la paternidad en textos anteriores, como Alumbramiento o Palabras a una hija que no tengo. El hecho de escribir para tu hijo real, ¿cambia tu percepción sobre la paternidad?

Qué difícil dar una respuesta honesta. Habría tantos motivos para responder una cosa y la contraria… Por un lado, estaríamos tentados de decir cómo no va a cambiar la perspectiva cuando tienes la vivencia cotidiana, física, familiar, de iniciarte en la crianza y el amor paternofilial de un modo pleno. Y, por otro lado, sin embargo, no puedo evitar pensar en hasta qué punto es cierto que nos convertimos en otras personas al iniciarnos en la mater/paternidad o se activan todas nuestras fibras simultáneamente y todo lo que hemos ido aprendiendo, todo lo que arrastramos en nuestra mochila y toda la luz y los hallazgos que hayamos ido recolectando en nuestro camino se ponen sobre la mesa. En mi caso, he sentido que era una mezcla de consumar muchas de las cosas que había imaginado, deseado y temido y, a la vez, una refutación gloriosa de muchas de las advertencias, tópicos y consejitos que recibes cuando te conviertes en madre o en padre. Algunos de esos tópicos que se me fueron cayendo están muy arraigados en mi educación como varón. Y con los mensajes, digamos, subliminales que fui recibiendo al respecto desde que nací. No acudimos a la mater/paternidad en blanco, y esto las mujeres lo saben mejor que nadie, con el mandato de ser madre, de serlo de determinada manera… la opresión hagas lo que hagas.

¿Ese mandato cultural es muy diferente a la hora de abordar la paternidad o la maternidad?

Todos estos mandatos o expectativas que recibimos los hombres promedio, digamos, de la clase media masculina de Occidente, por generalizar groseramente… Se nos persuade de que la biología es un abismo en el vínculo con nuestras criaturas. Que, si eres, de entrada, un ser humano incapaz de gestar, alumbrar y amamantar estás a años luz de conocer un vínculo de la profundidad atávica de la maternidad, que estarás muy en segundo lugar en cuanto a la capacidad de amar y de cuidar, de empatizar y de estar cerca. Te convencen emocionalmente de que no sabrás, no podrás y, por tanto, no querrás vincularte y cuidar a fondo, de cuerpo entero. Todo conspira para que antes de ser padre ya estés completamente convencido de que algo mal o algo de menos harás en tanto padre, por el mero hecho de serlo.

«No acudimos a la ‘mater/paternidad’ en blanco»

¿Se ha reflejado en la literatura un rol de padre que no coincide con la realidad?

Toda la historia del arte y de la ficción ha construido una imagen no diría que falsa, pero sí limitada y sumamente restrictiva de las posibilidades de las paternidades. Lo que puebla nuestro imaginario paterno son, por un lado, las paternidades violentas o terribles, el padre como el individuo que encarna la ley e imparte el castigo. Es el padre de Kafka, del que se habla en un momento del libro. Por otro lado, está el padre ausente, que es el complementario del padre violento: el padre violento daña con sus actos y el padre ausente daña por omisión. Y después está el padre heroico, que todo lo puede, el padre omnipotente que, bajo la apariencia un poco más amable que los otros dos modelos, no deja de encarnar el superpoder masculino en el patriarcado: provee, te salva, garantiza…

Y con tu libro querías mostrar otro tipo de paternidad.

Efectivamente. Me pongo a repasar los arquetipos paternos con los que me he criado y educado como lector, como cinéfilo, como melómano, y me cuesta mucho encontrar ejemplos de canciones o de música compuesta desde la emoción de paternar. Pienso en mis poetas hombres favoritos –porque si son poetas mujeres, te puedo hablar de un montón que me interesan, que han contado su embarazo, su aborto, su lactancia, su arduo maternar, ensayos de compañeras que hablan de otras maternidades o de negarse a ser madres o de odiar la maternidad–. Tenemos en nuestras bibliotecas, por suerte, estos recursos de resistencia política ante la inercia cultural de nuestra educación de género. Pero yo cierro los ojos, me concentro en mis poetas favoritos y me cuesta mucho invocar un poema sobre un hombre cambiando pañales, paseando a una hija en un carrito, alimentando a una criatura, cortándole las uñas…

¿Crees que ahora hay un boom de «literatura de la paternidad»? ¿Era necesaria esta conversación colectiva sobre la paternidad?

De nuevo, mi oficio es la contradicción: sí y no. Nos fijamos en esos ejemplos porque siento que hacía mucha falta, pero no hay un boom o una moda. Lo que creo más bien es que hay una especie de incipiente escucha colectiva e interés. Y como esto está en el radar, de pronto aparecen algunos libros ahí. Yo invito a cualquiera que piense que esto es una moda a que me diga cuántos libros de thriller y de terror hay y cuántos libros sobre crianzas diarias desde la paternidad, que comparemos números y veamos qué es y qué no es una moda. Son muy pocos libros aún, sobre todo comparado con el modo en que la realidad de las familias ha ido cambiando en los últimos tiempos. No está suficientemente representado en lo cuantitativo.

«Todo conspira para que antes de ser padre ya estés completamente convencido de que algo mal o algo de menos harás»

En la última línea de Umbilical ya intuías: «Siento que algo va a pasar». ¿Puede considerarse Pequeño hablante como la continuación? ¿Qué tienen en común los dos libros?

Tienen en común varias cosas, y se complementan de un modo un poco misterioso, porque, a pesar de que ahora los veo como un díptico, yo ni siquiera sabía que iba a escribir ninguno de los dos. Fueron sucediendo. Cuando terminé Umbilical intenté dedicarme a otra cosa, pero mi hijo tuvo esta ocurrencia antropológica de empezar a hablar y me sentí literaria, filológica y amorosamente impelido a escribir. Umbilical empieza en la primera ecografía y finaliza justo al borde del bipedismo y el balbuceo. Pequeño hablante cubre el primer desarrollo gramatical en nuestra infancia, cuando se despliega poco a poco todo el dispositivo de la lengua. Son complementarios de algún modo, aunque fueron concebidos por separado y no tienen por qué leerse uno a continuación del otro. Cubren una edad que es un ángulo ciego, una laguna colectiva desde todos los ángulos. Es la parte de nuestra infancia que nunca recordaremos. La memoria más nítida de la mayoría de las personas empieza justo después del final de Pequeño hablante. Por otro lado, es una laguna incluso en el sistema educativo, porque de 0 a 3 años es precisamente la franja que está permanentemente en disputa de la política, de las familias y del feminismo hace mucho tiempo, y no casualmente es la edad que abarcan los dos libros. De 0 a 3 es una etapa neurológicamente casi invisible, pero políticamente invisibilizada también. Y tienen en común, por supuesto, a nivel más personal, que ambos quisieran ser un regalo y una bienvenida a la vida de mi hijo. Una especie de laboratorio de emociones paternas que me permitían también a mí hacerme cargo y entender mejor lo que yo iba sintiendo.

En el libro vas acompañando a tu hijo en el descubrimiento del lenguaje, en un camino que tú también vas disfrutando al tiempo que, le dices, «me enseñas a ser el aprendiz de mis limitaciones». ¿En qué medida es un aprendizaje mutuo?

Es absolutamente un aprendizaje mutuo y yo sospecho seriamente que somos los padres y las madres quienes aprendemos más. O sea, es evidente que nosotros cuidamos a nuestras criaturas y que somos responsables de su bienestar. En ese sentido, no es una relación simétrica, pero sí es recíproca. A mí tampoco me habían contado o yo no había sabido atender al hecho de que muy lejos de ser su maestro, su referente y todo esto que se supone que es la figura totémica de un padre, yo me siento profundamente discípulo de mi hijo, lo admiro muchísimo. Me gusta su vínculo con el presente, su modo de emocionarse con lo pequeño, su capacidad de observación, el desborde del marco del juego, que coincide exactamente con el de la vida, su creatividad, su desprejuicio, su sentido del humor… Es decir, yo de mayor quiero ser como mi hijo pequeño.

«El lenguaje es tan ambivalente y claroscuro como la comunidad que lo habla»

¿El lenguaje empodera o es una limitación porque no termina de abarcar todo lo que uno quiere contar?

Es así de ambiguo el lenguaje, porque es una herramienta que te capacita para nombrar la realidad y que también la reduce. Es una herramienta emancipatoria y también puede ser un instrumento de opresión. El lenguaje es tan ambivalente y claroscuro como la comunidad que lo habla. En esta edad de iniciarse en el habla, lejos de ser algo que pareciera empoderar a mi hijo, hubo un periodo en que yo veía claramente la frustración de que era solamente un principiante en la lengua y que estaba permanentemente en desventaja. Tengo la sensación de que muchas de las rabietas de los 2 años tienen que ver con que se está formando ya la noción en la conciencia de los pequeños hablantes de que hay una lengua que no dominan y su entorno sí; un problema que de bebés no tenían, porque simplemente saltan por encima del verbo. Pueden recibir palabras, pero manejan otro código, de lo sensorial, de lo físico, de lo intuitivo. Luego, cuando sigue desplegándose la lengua ya hay un momento de una complicidad y una precisión brutal en el vínculo, a medida que la gramática se despliega. El libro va tratando de narrar las consecuencias afectivas y existenciales de estar en el mundo que tiene cada pequeño progreso lingüístico. ¿Qué implica conquistar el adjetivo? ¿Y tantear la sintaxis, al menos a través del descubrimiento de las preposiciones, esos misteriosos puentes o tuercas o conectores entre esa sopa de sustantivos?

Ha tenido que ser divertido, como «trabajador del lenguaje», observar cómo un pequeño humano va aprendiendo a usar las palabras. ¿Qué te ha hecho descubrir?

Recuerdo como si fuese un gran acontecimiento en mi vida personal el primer día que escuché conjugar en pretérito a nuestro hijo. Me hace muy feliz pensar que recuerdo ese día, igual que recuerdo la primera vez que dormí a mi hijo hablándole y no cantándole; pasar de la música al idioma. Recuerdo muy bien esa noche y el asombro que me produjo. Primero ver que la música no funciona y después que el habla le hipnotizaba por primera vez: era la primera vez que dormía a un hablante y no a un bebé. Y recuerdo una tarde que estábamos jugando en su cuarto. Ahí, sobre la alfombra, tirados en el suelo. Y se escuchó el ruido de un motor pasando junto a la ventana, que mi hijo pareció ignorar por completo. Y al cabo del rato, cuando ya había vuelto el silencio, se escucha su vocecita que dice: «Papá, pasó coche». Y a mí se me llenaron los ojos de lágrimas –cosa que desde que soy padre me ocurre con mucha facilidad– y antes no. (Y también me pregunto por qué no me ocurrió antes, cuánto tiempo perdido por la mala gestión de las emociones). El caso es que se me llenan los ojos de lágrimas, y entonces tomo conciencia de que no lo había escuchado nunca conjugar en pretérito. En ese mismo instante –y de ahí el llanto–, no solamente nacía un hablante, sino que moría el bebé, un ser compuesto 100% de presente. Un bebé es un «monstruo» del aquí y el ahora. Sentí que ese «papá, pasó coche» era nuestro pequeño ritual de tránsito de la edad bebé a la edad infante. Además, pensé, esta frase lo engloba todo, porque «pasó coche», «pasó bebé», «pasará papá y todo pasará, incluyéndolo a él». Lo escuché como una especie de declaración intuitiva de lo efímero, de lo real y de quien lo nombra, y me conmovió muchísimo.

 «Todo amor genuino tiene un componente póstumo»

En el libro dices «en ese aquí y ahora que no existe». Entonces, además de ser un alegato a la paternidad, ¿es también un alegato al disfrute de la vida con los presentes, pero también recordando a los ausentes? ¿El amor tiene siempre una parte de despedida?

Sí, yo creo que sí. La parte más profunda del amor tiene que ver con la mortalidad, siempre. La tradición de la poesía amorosa, que tiene que ver con las albadas y con la despedida de los amantes, en ese momento en que se fusionan el éxtasis del aquí y ahora con la irrupción del duelo por la separación o por la pérdida. Creo que en la mater/paternidad hay algo muy similar. Por un lado, hay una consumación del presente total en que vive la infancia y un esfuerzo que hacemos las madres y los padres por estar aquí y ahora con nuestras criaturas, pero la razón por la que lo hacemos es porque sabemos perfectamente que moriremos pronto. Hay esta especie de melancolía alegre o de réquiem dulcísimo de quien está dándole la bienvenida a todo, que es la criatura, y tú que acompañas ese descubrimiento mientras en el fondo te estás despidiendo de todo eso por si acaso. Y desde ese punto de vista todo amor genuino tiene un componente póstumo. Igual que no terminamos de dialogar con nuestras madres y nuestros padres hasta que mueren, y entonces hay un amor o un vínculo póstumo nuevo. Creo que hay una especie de amor póstumo anticipado en todo lo que hacemos con y por nuestras criaturas. Y esa mezcla extrañísima de bienvenida y despedida, que se llama amor en general, y crianza en particular, te pone en un estado de hipersensibilidad permanente que supongo que a muchas personas nos pasa.

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