Opinión

Sobre el padre autoritario

El padre que exige se presenta como un simulacro iniciático de lo que habrá de llegar después, de la vida misma, del mundo exterior. Y es que, en inglés, los niños mimados son llamados ‘spoiled children’, literalmente, niños «estropeados» o «echados a perder».

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31
octubre
2023

Oficial y caballero (1983) es un clásico de los años ochenta. Trata de un joven (interpretado por Richard Gere) que, debido a las pocas oportunidades con las que cuenta en su vida, decide meterse en el ejército para tratar de convertirse en oficial. En el proceso, vive una serie de experiencias que lo llevarán a madurar y enamorarse. No obstante, el significado oculto o subliminal de la película es otro. La moral del asunto va por otro lado. Podríamos decir que dicha historia es una condena indirecta de la figura del niño mimado, una llamada a la búsqueda del padre autoritario que sirve de base a un desarrollo personal y psicológico óptimo. Al menos esa es la interpretación que hace de la película el escritor Chuck Palahniuk, según afirmó en una entrevista con Joe Rogan, el podcaster número uno del mundo en la actualidad.

La película se inicia con la niñez de Zack Mayo en un país del sudeste asiático, junto a un padre golfo y vividor. En una de las escenas iniciales, Mayo se despierta en la cama con su padre y dos mujeres. Gere se levanta hasta el baño y comienza a pensar. Es en ese momento cuando decide meterse al ejército. No quiere seguir con ese tipo de vida. Será ahí donde se encuentre con el sargento Foley, interpretado por Louis Gosset Jr., un personaje agresivo y sumamente exigente. Lo cierto es que el padre biológico de Mayo se conduce más como un amiguete que como un padre: se va de juerga con su hijo y es su compañero de tropelías. Mayo necesita un padre de verdad, o alguien que ejerza ese rol para él. Dicha figura será, en este caso, el tiránico sargento Foley. Nada satisface al referido mando militar, que es despectivo e implacable con sus hombres, particularmente con Mayo, quien, inicialmente, se muestra rebelde, como lo haría un hijo con su padre.

En un momento dado, Mayo y Foley luchan físicamente entre sí, como representación edípica de la muerte del padre a manos de su hijo, aunque en este caso vence Foley, reafirmando su autoridad sobre su vástago simbólico. El hecho de que finalmente Mayo logre graduarse simboliza su maduración, una maduración exitosa tras superar una prueba iniciática representada por el servicio militar prestado. Todos sabemos que la mili era uno de los últimos ritos de iniciación a la vida adulta que quedaban en Occidente (rito hoy desaparecido).

La figura parental tradicionalmente cuenta con esa función que hoy a muchos parece inadecuada. Dicho esto, y a pesar de la apariencia inmediata y superficial, esa función es sumamente importante para que una persona madure adecuadamente. ¿A qué se debe esto? El padre que exige es como un muro contra el que choca su retoño una y otra vez. De alguna manera, ese tipo de padre es un simulacro iniciático de lo que habrá de llegar después, de la vida misma; del mundo exterior, real. Tales padres sirven para replicar el mundo de los hechos con los que habrá de lidiar todo ser humano en su vida posterior. Nadie regala nada y la existencia adulta se asemeja al acometimiento de una muralla que habrá de ser superada o atravesada a un alto precio. El mundo no se adapta a nuestras necesidades, sino más bien al revés. En el caso contrario, el de un padre apocado y «amigo» de sus hijos (amigo en el peor sentido de la palabra), este sirve de germen al niño mimado, una persona, en muchos casos, destruida.

El mundo no se adapta a nuestras necesidades, sino más bien al revés

Este tipo de niños mimados, por otro lado, son el fruto del narcisismo paterno, que solo puede aceptar la excelencia innata de alguien con quien se identifica (los padres tradicionales establecían una mayor distancia entre su identidad y la de sus hijos, siendo, además, muchísimo menos narcisistas que los padres actuales). La mente del padre narcisista razona como sigue: «Si es mi hijo, entonces debe ser un Mozart o un Shakespeare. Cualquiera que cuestione los talentos y voluntad de mi vástago le ofende y, por ende, a mí también».

En inglés tales niños son llamados spoiled children, y con toda razón. Hablaríamos literalmente de niños «estropeados» o «echados a perder». Alguien que se atreve a gritar y lanzar órdenes a sus padres, junto con los invitados de este, en el salón de la casa familiar (cosa que he podido contemplar personalmente hasta en dos casos diferentes), cuenta con un futuro tenebroso por delante. Las prácticas a las que se ha ido acostumbrando tal individuo en el seno de su propio hogar le garantizan una total falta de éxito fuera del mismo. Nadie puede, por ejemplo, conducirse de ese modo en el mundo laboral sin recibir una sanción ejemplarizante. Yo me he topado con gente cuyos padres preferían pagar un sueldo a sus hijos antes de que trabajasen por 15 euros la hora. Por lo visto, dicha tarifa no estaba a la altura del talento de su hijo, por lo que hoy en día este (que tiene cuarenta y tantos años) no trabaja y arrastra una depresión al sentirse una nulidad social: nadie quiere contratarlo, lo que expresa simbólicamente su total falta de valor laboral y personal.

Todos sabemos, que en el mundo capitalista nuestro valor humano está particularmente asociado a nuestro desempeño profesional. Como dijo en algún momento el psicólogo Jordan Peterson: «Tener depresión y verse en la situación de ser el último mono social son dos situaciones que generan sensaciones subjetivas prácticamente idénticas». Aquel que mima a sus hijos, arruina su vida. Quien es exigente con ellos, prepara a estos para lo que habrá de venir, al igual que un simulador de vuelo prepara a los pilotos para volar.

Mimar (y minar) a los hijos es una práctica cotidiana, extraordinariamente común y nociva

Se puede decir, que este mimar (y minar) a los hijos es una práctica cotidiana, extraordinariamente común y nociva. Ya Ortega habló de ello, aunque en el plano extrafamiliar de la propia estructura social (más rica y boyante en los años veinte del siglo pasado de lo que había sido hasta entonces): «Esto nos lleva a apuntar en el diagrama psicológico del hombre-masa», dice, «dos primeros rasgos: la libre expansión de sus deseos vitales, por tanto, de su persona, y la radical ingratitud hacia cuanto ha hecho posible la facilidad de su existencia. Uno y otro rasgo componen la conocida psicología del niño mimado. Y, en efecto, no erraría quien utilice esta como una cuadrícula para mirar a su través el alma de las masas actuales […] La criatura sometida a este régimen no tiene la experiencia de sus propios confines […] se acostumbra a no contar con nadie como superior a él […] Así se explica y define el absurdo estado de ánimo que esas masas revelan: no les preocupa más que su bienestar y al mismo tiempo son insolidarias de las causas de ese bienestar».

De este estado de cosas, incrementado de modo manifiesto con el paso del tiempo (este texto de Ortega fue publicado en 1927, hace casi cien años), deriva la mentalidad nihilista, narcisista, cínica y extremadamente utilitarista e interesada del ciudadano actual. Siendo testigo de su propia degradación radical, la persona que así se conduce en su vida aspira a compensar tal caída por medio de un artificial y exacerbado moralismo que ha de hacer bien visible a otros para poder creerlo él mismo (el neopuritanismo del que todos hablan y que algunos se empeñan en negar).

Por otra parte, este moralismo ejerce otra función, pues sirve para dar rienda suelta a los apetitos destructivos del niño mimado: su sadismo animal, su maldad intrínseca, su frustración (fruto de su falta de exigencia para consigo mismo) y su descontento, puesto que su falsa indignación moral (sus boicots, sus cancelaciones y agresiones digitales) siempre va dirigida contra otros. De ahí emana, en gran medida, la radical mojigatería de las masas contemporáneas.

El mimar a los descendientes no solo es nocivo para ellos sino para la sociedad como un todo, y ello por múltiples razones. Por algo afirma la sabiduría popular que «quien bien te quiere, te hará llorar», puesto que el amor o cariño verdadero consiste en corregir los errores de la persona amada, no en adular la vanidad de esta.

 

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