Sociedad

Einstein en tiempo y espacio

Samuel Graydon arroja luz sobre aspectos poco conocidos de la vida del físico más célebre de la historia en su libro ‘Einstein en tiempo y espacio’ (Rosamerón, 2024), donde encontramos detalles sobre su relación con el FBI o su correspondencia con Freud.

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14
marzo
2024

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Einstein no tenía en gran estima al psicoanálisis que como ciencia le parecía un método cuestionable, incluso fraudulento. Había conocido a Sigmund Freud, con quien coincidió en una cena en Berlín en 1927, y le pareció una persona agradable, pero aunque en todo momento procuró observar la debida cortesía, los argumentos del padre del psicoanálisis no lograron convencerlo. Cuando Freud le escribió una carta por su quincuagésimo cumpleaños, felicitándolo por su fortuna y felicidad, Einstein le envió una respuesta sorprendentemente beligerante: «Me sorprende que recalque usted mi buena fortuna. Aunque se haya puesto usted en la piel de tanta gente —de la humanidad entera, de hecho—, me temo que apenas ha tenido oportunidad de hurgar en la mía».

En 1932, el Instituto Internacional de Cooperación Intelectual, predecesor de la actual UNESCO, preguntó a Einstein si le gustaría intercambiar cartas con un destinatario de su elección, para discutir sobre algún tema relacionado con la política y la guerra. Einstein eligió a Freud como su corresponsal, y empezó por formularle una pregunta de amplio calado: «¿Existe algún modo de liberar a la humanidad de la amenaza de la guerra?». A continuación, procedió a exponer una posible respuesta, que involucraba el establecimiento, con el consentimiento internacional, de «un cuerpo legislativo y judicial facultado para resolver los conflictos que puedan surgir entre naciones». Todos los países tendrían que aceptar y acatar las órdenes de aquel organismo. Él era consciente, por supuesto, de que tal sistema tenía sus inconvenientes. «En ese sentido — admitió—, nos encontramos desde el principio con una dificultad: derecho y poder van inevitablemente siempre de la mano».

Cuando Freud le escribió una carta por su quincuagésimo cumpleaños, Einstein le envió una respuesta sorprendentemente beligerante

Que tras la Primera Guerra Mundial no se hubiera establecido un organismo de ese tipo en el período posterior, Einstein lo atribuyó a «fuertes factores psicológicos» que paralizaban los esfuerzos bien intencionados. En particular, culpó al «anhelo de poder que caracteriza a la clase gobernante de todas las naciones», la cual es «hostil a cualquier limitación de la soberanía nacional». ¿Cómo era posible, preguntó a Freud, «que esta pequeña camarilla sea capaz de doblegar la voluntad de la mayoría, a pesar de que esta última se vea perjudicada y sufra por un estado de guerra al servicio de las ambiciones de aquella?».

Cierto que tenían bajo su control las escuelas, la prensa y generalmente la Iglesia; sin embargo, Einstein se preguntaba cómo esta influencia omnipresente lograba animar a las personas a apoyar la guerra con tanto fervor, hasta el punto de sacrificar sus propias vidas. «Solo hay una respuesta posible: que el ser humano lleve en su seno una atracción lujuriosa por el odio y la destrucción. En tiempos normales, esta pasión existe en estado latente. Solo emerge en circunstancias inusuales, pero invocarla y elevarla al poder de una psicosis colectiva parece una tarea relativamente fácil».

La respuesta de Freud fue larga e intrincada, y tomó como punto de partida una amplia historia general del desarrollo de la sociedad humana. En su mayor parte, estaba de acuerdo con Einstein, con quien compartía el mismo tono pesimista. Para poner fin a la guerra, dijo, era preciso un control central que tuviera «la última palabra en cada conflicto de intereses». Tal organismo sería impotente sin una fuerza ejecutiva a su disposición, pero Freud no tenía muchas esperanzas en el establecimiento de tal fuerza. Luego, comentó las tentativas con el psicoanálisis de su colega científico.

Le sorprende lo fácil que resulta infectar a los hombres con la fiebre de la guerra, y supone que el ser humano lleva en sí un instinto activo de odio y destrucción, susceptible a tales estímulos. Estoy totalmente de acuerdo en ese punto […].

Suponemos que los instintos humanos son de dos tipos: por un lado, aquellos que conservan y unifican, a los que llamamos «eróticos» (en el sentido que Platón da a Eros en su Simposio) o también «sexuales» (extendiendo explícitamente las connotaciones populares de la palabra «sexo»), y, por otro lado, los instintos de destruir y matar, que asimilamos como los instintos agresivos o destructivos. Estos son, como usted percibe, los conocidos opuestos, Amor y Odio, transformados en entidades teóricas […]

Cuando se llama a una nación a participar en la guerra, existe toda una gama de motivos humanos que puede responder a este llamado; motivos bajos y elevados, algunos abiertamente declarados, otros ocultos. El deseo de agresión y destrucción ciertamente se incluye entre ellos; las innumerables crueldades que salpican tanto la historia de la humanidad como su día a día confirman su prevalencia y su fuerza. El estímulo de estos impulsos destructivos a través de llamamientos al idealismo y al instinto erótico facilitan su liberación de forma natural.

Aunque no había «ninguna probabilidad de suprimir las tendencias agresivas de la humanidad», Freud encontraba cierta esperanza en su análisis. A partir de esta «mitología», escribió, era fácil deducir un modo indirecto de acabar con la guerra: «Si la propensión a la guerra se debe al instinto destructivo, siempre tenemos a nuestro alcance su contraparte, Eros». En otras palabras: «Todo lo que produce vínculos sentimentales entre personas debe servirnos como antídoto de la guerra».

El desarrollo cultural de la humanidad, razonaba, actuaba en contra de nuestra disposición hacia la guerra. Con el crecimiento de la civilización, más personas se convertirían en pacifistas. Sin embargo, su conclusión ante la pregunta de Einstein era que no, no es posible liberar a la humanidad de la amenaza de la guerra. Freud bromeó diciendo que aquellas cartas no le darían el Nobel de la Paz a ninguno de los dos.

En cualquier caso, el intercambio epistolar entre ambos pronto quedó restringido a un ámbito estrictamente académico e irrelevante ante los movimientos de la historia. Cuando fue publicado, en 1933, Hitler había tomado el poder en Alemania.


Este texto es un fragmento de ‘Einstein en tiempo y espacio’ (Rosamerón, 2024), de Samuel Graydon. 

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