Sociedad

Cómo nos convenció Freud de que nuestros problemas se deben al sexo

Sigmund Freud dedicó su vida a desentrañar los oscuros secretos de la mente humana y sentar las bases del psicoanálisis, una tarea compleja en el cisma político y social de la Europa de los siglos XX y XXI. Sin embargo, sus aportaciones no pueden ser entendidas sin analizar su oscura relación con la cocaína, el incesto y la castidad.

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21
abril
2022

Sigmund Freud fue el mayor de seis hermanos –sin contar con dos hermanastros más de un matrimonio anterior de su padre– y, aunque creció en el seno de una familia judía, él mismo reconoció que fue educado sin religión, permaneciendo escéptico ante las influencias de la fe. Sin embargo, sí que se identificaba enormemente con su cultura: pese a que su familia era de origen humilde, decidieron otorgarle una buena educación. En 1873, un joven Freud de 17 años comenzaba a estudiar medicina en la Universidad de Viena, que albergaba un ambiente crecientemente antisemita. Fue entonces cuando se desató el desarrollo intelectual de una de las figuras más influyentes de la filosofía, la sociología y, por supuesto, la psicología.

Aunque asociamos a Freud con el psicoanálisis –no es para menos, él lo engendró–, al comienzo de su carrera el neurólogo se dedicó a analizar las propiedades terapéuticas de la cocaína. En el Hospital General de Viena, utilizó esta sustancia como estimulante y analgésico para realizar un gran trabajo de investigación al respecto que resumió en la publicación Über Coca. En ella analizaba sus propiedades etnobotánicas, así como sus efectos positivos, entre los que destacó la sensación de optimismo y ligereza, la euforia o la hiposomnia. Finalmente, proponía una serie de problemáticas para las que la cocaína era la solución: adicción a la morfina, alcoholismo, tratamiento del asma, anestésico y sustancia afrodisiaca.

Aunque Freud nunca lo admitió, durante el inicio de su carrera indujo una adicción en centenares de pacientes, incluido su buen amigo Ernst von Fleischl-Marxow, filósofo y médico, que falleció precisamente por los problemas de drogodependencia. Pero ¿cómo iba a reconocer que la cocaína era un problema si el mismo la consumía? El padre del psicoanálisis no solo esnifaba en eventos lúdicos –eran bien conocidas las reuniones de figuras masculinas importantes en las que las drogas corrían libremente–, sino que arrastró la adicción a su vida cotidiana hasta que a la edad de 40 abandonara la sustancia, ya que sufría taquicardias y deterioro cognitivo.

Sigmund Freud decidió romper con la aproximación biologicista y comenzó a utilizar los ‘estudios de caso único’

Algo antes, en 1886, Freud contraía matrimonio con Martha Bernays y abría una clínica privada especializada en neurosis, término que por aquel entonces hacía referencia a «un trastorno de los nervios». Decidió romper con la aproximación biologicista a este tipo de problemas y comenzó a utilizar otros métodos, destacando el catártico, desarrollado por el médico, fisiólogo y psicólogo Josef Breuer. Lo cierto es que, en aquella época, la emergente psicología carecía de método científico por lo que los avances se basaban en los ahora llamados ‘estudios de caso único’.

En otras palabras, se estudiaba a fondo a un paciente generalizando los resultados al resto. Eso fue lo que ocurrió con el método catártico, que surge del tratamiento de la paciente Bertha Pappenheim. Más conocida por el pseudónimo Anna O. Bertha, fue una mujer de 21 años con inquietudes sociales y abiertamente feminista, el perfil ideal para ser diagnosticada de histérica en la Europa del siglo XX.

Bertha sufría tos intensa, cansancio, dolores de cabeza, parálisis, mudez, ceguera y alucinaciones, utilizándose este último síntoma como un eufemismo de su «mal comportamiento» y su tendencia pasajera a insultar o arrojar almohadas a la gente que la visitaba en su dormitorio. Breuer, el encargado de tratarla, interpretó la sintomatología como resultado del contexto familiar, ya que años atrás habían fallecido dos hermanas, durante la terapia su padre había enfermado gravemente (y fallecería en cuestión de meses) y, además, habían obligado a la joven a abandonar la escuela para poder cuidar de su familia mientras que su hermano Wilhelm continuaba estudiando.

Sin embargo, años más tarde Freud revisó el caso a fondo encontrando una causa que no se había contemplado: la sexual. El padre del psicoanálisis llegó a afirmar que Breuer se avergonzaba de no haberse dado cuenta e incluso sugirió que la relación terapéutica con connotación erótica había influido en la decisión de la familia Breuer de tener otro hijo. Esto provocó un distanciamiento entre ambos médicos.

Todo está en el deseo (sexual)

Al margen de la polémica y las discrepancias entre ambos autores, esta afirmación puso en relieve el papel de la sexualidad en la teoría freudiana, una sexualidad basada en estereotipos carentes de sentido bajo la perspectiva actual. Por ejemplo, Freud afirmaba que las mujeres tienen una capacidad innata para la limpieza derivada de la suciedad inherente a los órganos genitales femeninos. Abrillantaban las vajillas, barrían el suelo y fregaban hasta dejarlo todo reluciente para compensar el complejo de suciedad vaginal. Si bien este ejemplo es meramente anecdótico, podemos encontrar en las aportaciones teóricas de Freud un sinfín de afirmaciones relacionadas con la sexualidad humana como causante de los problemas psicológicos: el complejo de Edipo no resuelto en varones –que se debe a un deseo hacia la madre y una hostilidad hacia el padre– o la envidia de pene en las mujeres, que deriva en el deseo intenso de poseer un pene dentro o bien gestando un hijo, o bien durante el coito.

También destaca la teoría de la sexualidad humana, influyente en la psicología contemporánea, que defiende que los humanos atravesamos cinco etapas durante nuestra infancia que posibilitan una personalidad sana. En primer lugar, la fase oral, durante el primer año de vida, que concentra el placer sexual a la cavidad bucal, lo que se traduce en la lactancia materna. Durante la fase anal, entre el año y los tres años, el infante obtiene satisfacción a través del control de los esfínteres. Posteriormente, en la fase fálica, comienza la manipulación de los genitales –y aquí es donde se debe resolver el complejo de Edipo–. A los seis años se produce una latencia, y el niño debe centrarse en lo académico y lo social en vez de en lo genital. Es a los doce años, finalmente, cuando se produce la pubertad y la fase final o genital.

El joven Freud dedicó su carrera más temprana a estudiar los ‘beneficios’ de la cocaína

Si bien lo idóneo es que se resuelvan todos los conflictos inherentes a cada etapa, no es lo que siempre ocurre según Freud. Todo lo contrario: es habitual que se produzcan fijaciones concretas en una etapa, bien por una frustración en la gratificación o bien por un exceso. También se pueden dar regresiones causadas por traumas o cuando el menor no está preparado para las demandas de la siguiente etapa.

A esto le sumamos otro concepto muy relevante para el psicoanálisis ortodoxo: la segunda tópica de Freud, que divide la psique humana en tres estructuras. Son el Ello, que alberga los impulsos sexuales inconscientes; el Super Yo, relacionado con las normas culturales y los valores paternos –que no maternos– y el Yo, un mediador entre los anteriores.

Así, combinar la teoría de la sexualidad humana y la segunda tópica nos da como resultado la histeria, el trastorno por antonomasia de la sociedad sexista y elitista de finales del siglo XX y comienzos del siglo XXI. Un trauma, una regresión a las primeras etapas del desarrollo e impulsos sexuales relacionados con el incesto derivan en aquella enfermedad cuyo nombre bebe del griego hysteron, que significa útero.

Como ocurrió con Bertha Pappenheim, a veces el proceso de diagnóstico en esa época tenía lugar dentro de una consulta y con la comodidad del diván. Pero también era muy frecuente que se celebrasen círculos de expertos donde médicos, psicólogos y filósofos se reunían para debatir sus casos clínicos, presentando a la paciente como si de un animal de circo se tratase. Era entonces cuando bajo la atenta mirada de una veintena de hombres, las mujeres comenzaban a manifestar los síntomas clave de la histeria: se quedaban sin voz, les temblaban las piernas, la vista se volvía borrosa, sufrían acúfenos y ,en casos extremos, se desmayaban. A ninguno de los presentes se les ocurría pensar que era un síncope provocado por la presión de ser observada, y todos concluían que era otro caso más de histeria femenina.

Pese a la mirada constante sobre las mujeres, especialmente aquellas que habían sufrido violencia o se les había quitado su voz, Freud nunca hizo autocrítica de sus propias carencias afectivosexuales, aunque eran vox pópuli. A día de hoy es conocida la relación emocionalmente intensa, dependiente y con fantasías incestuosas que mantenía con Amalia Nathansohn, su madre. También sus problemas de impotencia tardía y el celibato voluntario al que decidió recurrir cuando con 39 años tuvo a su sexta y última hija, Anna Freud (negándose a utilizar los métodos anticonceptivos de la época). Eso no le impidió mantener relaciones extramatrimoniales tres años más tarde con Minna Bernays, su cuñada, algo que dio pie a los números sueños eróticos que analizó de forma privada y que se prolongaron hasta que con 60 años decidió retomar la sexualidad fracasando en el intento. Al fin y al cabo, si la sexualidad frustrada protagonizó su vida, ¿cómo no iba a protagonizar su obra?

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