Cultura

«No es ingenuo pensar que la cultura puede cambiar el mundo»

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01
febrero
2024

A veces se puede comenzar la casa por el tejado y que la obra resulte un éxito. El cineasta Luis López Carrasco estaba trabajando en la biblioteca de Marqués de Vadillo, en Madrid, cuando se le vino a la cabeza una imagen y decidió escribirla. Era el último párrafo de ‘El desierto blanco’ (Anagrama, 2023), la novela distópica que le ha hecho ganar el premio Herralde. A partir de ahí, fue estructurando un libro que dibuja el mapa de la España posterior a la crisis financiera de 2008. Usando la voz de tres narradores que despliegan relatos personales y colectivos, López Carrasco retrata el desencanto general, el hastío de una juventud precaria y los primeros coletazos de un apocalipsis climático que irrumpe con absoluta normalidad. La trama, que arranca en el año del 15M, llegará hasta un futuro distópico en el que la humanidad tiene que colonizar el espacio para salvarse de un planeta Tierra en decadencia.


Ha escrito una novela donde el protagonista no puede volver a los lugares de los que habla, ni temporal ni físicamente. ¿El relato distópico favorece una mirada más lúcida?

Hay elementos distópicos y rasgos de la ciencia ficción, pero no me planteé la novela como distópica. De hecho, creo que las posibilidades que ofrezco en el libro son más bien realistas si observamos el mundo en el que vivimos. He jugado con elementos temporales porque me interesaba tener la distancia justa que me permitiera hablar de una época en la que ya sabes lo que ha ocurrido, y por lo tanto puedes fijarte en cosas a las que no prestaste atención en su momento. El tema del futuro también tiene que ver con mi obsesión por preguntarme qué pensará la gente de nuestra sociedad en 200 años. Me pregunto si les parecerá raro cómo buscábamos empleo y cómo podíamos perderlo, cómo funcionaban los contratos de prácticas en las universidades, si les resultará arbitrario cómo funcionaba nuestro mundo.

El libro comienza con nueve desconocidos discutiendo sobre su supervivencia para lograr un trabajo temporal y mal pagado. Pese a la oscuridad, hay escenas como esa que provocan risa.

Últimamente tengo la sensación de que se pone mucho el foco en la parte más sombría, así que agradezco que destaques esos momentos cómicos. Cuando escribí el libro quería que el proceso de lectura fuera ágil, que las escenas te fueran llevando de unas a otras y hubiera momentos humorísticos, porque esa dinámica de grupo la viví yo hace tiempo y es disparatada. Puede resultar cómico, pero debajo hay mucha rabia y hartazgo. La dificultad para pensar en cualquier porvenir y no poder hacer ningún plan con tu vida es una sensación de desmoronamiento tremenda, y era la tónica habitual en 2011.

Precisamente la rabia es un eje de la novela. Llama la atención una frase que dice un personaje: «Estamos gobernados, dirigidos y empleados por imbéciles». ¿Estamos inmersos en un momento de desencanto y podría ser esa una herramienta para activarse políticamente?

Creo que en el 15M hubo un momento de apertura que ahora ya no existe. Vivimos en un mundo que no nos ofrece respuestas concretas a nuestro dolor, entonces buscamos formas de salirnos de una realidad frustrante, pero no encontramos fórmulas satisfactorias. La rabia que Aitana tiene en 2011 y que expresa en esa frase, termina convirtiéndose más adelante en resignación. Ese personaje está claudicando, es consciente y le molesta. Mi apuesta está al final del libro con la situación del hermano que se pone en marcha. Pese a sufrir una enorme tristeza por la lejanía con Carlos, se abre a hacer cosas con sus vecinos. Cada lector juzgará si la rabia sirve para activarse políticamente, pero a mí me parece clave no quedarse paralizado o carcomido por la compasión, darte de que tienes que salir de casa para que te pasen cosas e interactuar con tu entorno.

«Cada lector juzgará si la rabia sirve para activarse políticamente, pero a mí me parece clave no quedarse paralizado»

Si algo destaca en la novela es el gusto por compartir las historias, por narrar. De hecho, algunos capítulos podrían ser relatos sueltos.

No busqué que fuera fragmentario, pero sí está el gusto de narrar. Siempre hay gente contando lo que le ocurre, los narradores reflexionan a menudo sobre los espacios que les rodean, los recuerdos y los temores que tienen… De hecho, en la parte final del libro hay un deseo de que la vida esté repleta de las aventuras y las fábulas de la infancia, y de ahí surge una gran frustración porque parece que los protagonistas ya no pueden conectar con eso. La única forma de pasear por espacios del pasado es jugando a videojuegos, y esa tensión entre el gusto por lo fabulador y las servidumbres de la realidad es uno de las conflictos que hay en el libro.

La frustración en el presente conduce a menudo a pensar que todo tiempo pasado fue mejor, y sus personajes echan continuamente de menos cosas. ¿Diría que ha planteado una historia nostálgica?

Me gusta diferenciar entre melancolía y nostalgia, y en el libro un personaje plantea quién puede permitirse caer en la melancolía. Yo me considero nostálgico, pero lo que me preocupa de la nostalgia es que implica una idealización y se relaciona con un pasado clausurado. El libro plantea hasta qué punto puedes quedarte enganchado a esa nostalgia y convertirte en un adicto a estar triste por algo que has perdido. Una memoria histórica y crítica siempre está en contra de la idealización.

¿La nostalgia podría ser un elemento reaccionario?

No creo que la nostalgia sea reaccionaria por sí sola, pero sí veo que en el ámbito progresista se busca recuperar recetas nacionalfamiliares de antes, como si no hubiéramos avanzado nada y el mundo siguiera igual. De hecho, hay toda una industria de la nostalgia que no tiene capacidad crítica. Es legítimo echar de menos un sueldo estable y ser capaz de organizar tu vida y hacer proyectos a largo plazo. Todo eso se nos ha arrebatado y querer que vuelva es normal, pero hay que tener cuidado con la forma en la que intentamos recuperarlo. Me parece reaccionario idealizar épocas pasadas, como los ochenta. Es peligroso entender la nostalgia de ese modo, porque creo que es muy desmovilizador. 

La idealización conecta con los fantasmas que uno proyecta, modificando el pasado y rellenando vacíos. ¿Le interesa ese concepto fantasmal?

No lo había pensado, pero sí me resulta interesante cómo una persona zombi recorre un itinerario al pasado. Al final de mi película El año del descubrimiento, uno de los trabajadores de la fundición Santa Lucía habla de cómo inconscientemente no podía parar de volver a las ruinas de la fábrica, como si se le hubiera quedado un trozo dentro. Esto le pasa mucho a las personas que han vivido procesos en la reconversión industrial. Hay un libro muy bonito sobre Confecciones Gijón que se llama Retales de la reconversión donde la autora explica que las mujeres que trabajaban allí y no solo perdieron su trabajo, sino que perdieron la posibilidad de volver trabajar y tuvieron que ser amas de casa, se despertaban sonámbulas en las ruinas de la fábrica. Quizá un fantasma es eso, alguien que inconscientemente está atrapado en el pasado, y eso conecta en la novela con el personaje del hermano del protagonista. Se ve claramente que estar apegado a la pérdida te incapacita para tener proyectos nuevos.

El malestar general es algo que es palpable en varias generaciones, no solo en los jóvenes. ¿Había una voluntad por poner en diálogo a diferentes generaciones?

Sí, porque creo que el desencanto y el malestar no solo es propio de mi generación. El propio 15M fue un fenómeno intergeneracional, no solo reflejaba el cansancio juvenil. Cuando planteo el éxodo juvenil y sus consecuencias de desarraigo, también hay frustración en las generaciones posteriores, en quienes eran jóvenes en la Transición y tienen que ver cómo sus hijos se ven obligados a marcharse fuera para desarrollar un proyecto de vida que no pueden tener en España.

Plantea la cuestión de la emigración de jóvenes que se veían forzados a buscarse la vida fuera, como el fenómeno de Berlín. ¿Ese contexto ha hecho que los vínculos se rompan y fomenten un desapego social?

Creo que ha habido varios fenómenos, no solo la emigración, que han desarticulado grupos. En un capítulo del libro se ve cómo una serie de personas que son muy importantes las unas para las otras, ya solo pueden verse una noche al año. Esa ruptura de tejidos de amistad existe, y tiene que ver con las condiciones materiales. Si no puedes arraigarte en un barrio porque te suben el alquiler y cada tres años tienes que cambiar de piso, es difícil tejer redes de apoyo. Los procesos de desigualdad nos van a ir dejando más solos y más desconectados.

«Los procesos de desigualdad nos van a ir dejando más solos y más desconectados»

De hecho, la relación de la pareja de narradores está condicionada por el contexto económico.

La novela está completamente atravesada acerca de cómo las circunstancias macro afectan a las relaciones personales. No solo está la parte material, también afectiva y familiar, como conocer a la familia política y todo lo que implica. Mi hermano sociólogo me suele repetir que los problemas en el trabajo los paga siempre la pareja y la familia. Cuando uno sufre mucho malestar y no puede canalizarlo en el trabajo por miedo al despido, y además la vida sindical ya no opera como antes, vuelca esa angustia en casa. En el caso de los narradores, me parecía importante hablar de lo que supone la emigración de la pareja a un lugar lejano del que quizá no pueda volver, todas las dudas y la inseguridad que implica esa decisión.

Otro aspecto clave es el conflicto de clase, especialmente cuando dos personas tienen una relación amorosa pero provienen de mundos distintos. ¿Ha querido reflejar esa brecha social?

Claro, uno viene de una clase privilegiada y la otra no, y eso es una fuente de fricción y de insatisfacción muy fuerte. El amor no lo puede todo, no es una energía renovable, por desgracia. A veces se gasta, o a veces las circunstancias externas minan la relación. De todos modos, la desigualdad no solo tiene que ver con la relación de pareja. A mí me preocupa mucho que la producción cultural provenga siempre de las mismas clases sociales. Yo soy de clase media alta, y la crisis me hizo darme cuenta que de repente se había vuelto a abrir una brecha cada vez más fuerte entre las personas de mi alrededor que no pertenecían a un entorno tan seguro como el mío. Me chocó ver a personas cercanas pasándolo realmente mal, cuando justo antes parecía que todos pertenecíamos a la misma clase social. Eso no lo veo en las novelas y en las películas, porque apenas se habla de clases sociales, no se visibiliza. Parece que todo el mundo es clase media en España.

«El amor no lo puede todo, no es una energía renovable, por desgracia»

¿Dirías que hay cierto elitismo en la cultura que se produce en España?

La pregunta es quién puede permitirse el lujo de dedicarse a oficios artísticos como el cine o la literatura y vivir de ellos, y eso se nota en la producción cultural. Basta con ver las ficciones burguesas donde todo el mundo tiene un chalet y una segunda residencia. Es importante que las diferencias de clase, de raza y de género se hagan patentes en la ficción, y esa también es una batalla ideológica. Si tenemos una cultura homogénea que nos hace creer con sus obras que todo el mundo tiene las mismas preocupaciones y que la clase media es la clase universal en la que todos estamos metidos, estás escamoteando un montón de realidades sociales diversas que están viviendo la vida desde otras circunstancias. Por eso también creo que son tan importantes las políticas culturales, porque velan por la pluralidad y evitan que haya una clase dominante aglutine todos los productos culturales.

Otra faceta de la producción actual es el consumo rápido y la sobreabundancia de oferta. En un contexto como el actual, ¿la cultura puede modificar la realidad?

Creo que la cultura tiene que dar cuenta de la realidad social y hacerlo sin reforzar estereotipos, dando cuenta de la complejidad del mundo. Mi amigo Xandru Fernández dice que la cultura quizá no cambie la realidad, pero sí modifica las subjetividades que podrían cambiarla, porque puede obligarnos a hacernos preguntas que nunca antes nos habíamos hecho. No es ingenuo pensar que la cultura puede cambiar el mundo, y lo digo porque hay muchas personas que se dedican al entretenimiento e insisten en que lo que hacen no es político. A mí esto me sorprende porque no puedes no responsabilizarte de los trabajos creativos que haces.

«La cultura quizá no cambie la realidad, pero sí modifica las subjetividades que podrían cambiarla»

¿Lo cultural siempre debe ser político?

Cualquier producto cultural habla del mundo y selecciona cosas concretas de él, entonces no puedes desentenderte diciendo que la cultura no es política. A la gente que piensa eso le viene muy bien considerar que la cultura no puede cambiar las condiciones de vida. Cuando tú das una visión del mundo, eso tiene efectos. Es interesante saber qué hace la gente con la cultura que consume. A mí me resulta interesante que puedas utilizarla en términos de emancipación, para ser más autónomo con tu vida y poder cambiar aspectos de ella.

¿Le cansa ver que etiquetan su novela como relato generacional?

Era muy reticente con que pusieran en la contra del libro algo así como «memoria generacional». Evidentemente lo es, pero nunca lo concebí como un libro que tenga que apelar necesariamente a mi generación. La historia está atravesada por otras preocupaciones y otros intereses que van mucho más allá de eso. Entre otras cosas, me interesaba escribir un libro acerca de cómo las nuevas tecnologías o el ecosistema de medios de comunicación nos ha llevado a relacionarnos con el mundo y con la realidad de una manera muy concreta. Me parece clave plantear cómo influye eso con el modo en que percibimos el espacio y la posibilidad de imaginar mundos alternativos, pero también cómo debatimos en la conversación pública.

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