Cultura

«Hay que trabajar mucho, pero hay que gozarlo mucho también»

Fotografía

Tomás López Morales
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10
enero
2024

Fotografía

Tomás López Morales

La historia de una familia, como muchas otras, que construyó una vida en el Getafe de los 80 a base de mucho esfuerzo. La historia de buena parte de una población que, nacida en la pobreza, perseguían la prosperidad para sus hijos e hijas. ‘Los parques de atracciones también cierran’ (Arpa, 2023), debut literario de la periodista Ángeles Caballero (Madrid, 1976), alberga un homenaje a su padre y su madre (Manolo y Juli) y recorre el universo de la enfermedad, los cuidados, los miedos y del disfrute familiar.


¿Por qué elegiste el género de autobiográfico para contar esta historia?

Supongo que es una manera de prolongar mi vertiente como columnista, que es un género muy personal, y un poco narcisista, donde contamos lo que nos pasa, lo que pensamos y opinamos. Hasta el momento no había tenido la oportunidad de escribir algo más allá de los dos folios que suele llevar un artículo o columna. Me parecía que si de algo me podía sentir segura era de mí misma, supongo que vino dado por esos motivos.

En el libro hablas de tu padre y tu madre, pero en el fondo estás hablando de miles de padres y madres a quienes nadie les regaló nada y, sin embargo, lograron generar el tejido de una familia y de un futuro con mucho esfuerzo. ¿Llevaban «la procesión por dentro» y esto les influyó en su carácter?

Sí, yo creo que es una parte de esa generación de españoles y españolas a quienes se les atravesó la guerra –y naciendo, además, en un entorno vulnerable–. Tanto la familia de mi padre como la de mi madre eran pobres, no hay que ponerle eufemismos, con lo cual no solo les atravesó la guerra, sino que cuando acabó nadie les recompensó por aquello. Ha sido todo a base de pico y pala. Esa parte es una procesión que llevaban por dentro, pero al mismo tiempo lo compatibilizaban con el enorme orgullo de saber que lo conseguido era a base del mérito, de trabajar mucho y renunciar también a muchas cosas. Cuando hubo posibilidad de disfrutar, lo disfrutaron y nos permitieron disfrutar como hijas también de lo lindo.

Hay varias generaciones pasadas que, tras haber vivido en la carencia quisieron sacarle jugo a todo lo que tuvieron después. ¿Quisieron resarcirse y «desafiar» la clase social en la que nacieron?

No tengo tan claro que quisieran desafiarla. Por no haber podido ir al colegio ni aspirar a educación primaria siquiera, se fueron impregnando de lo que veían a su alrededor. Crearon una especie de universo aspiracional que veían en televisión, en la radio y en las revistas del corazón. Si alguien recomendaba algo, o si los artistas o cómicos decían que habían estado comiendo en algún sitio, ese era el aval que necesitaban para querer aspirar a ello. Cuando tuvieron posibilidad cumplieron con muchos de los clichés de esa época. En mi casa había mucho Alfredo Landa y muy poco Hollywood, pero había un contexto y un vocabulario del que yo no era consciente, y pensaba que lo que ocurría en mi casa y nuestros referentes estaban en otras casas. Luego me di cuenta de que no.

«En mi casa había mucho Alfredo Landa y muy poco Hollywood»

¿Actualmente sigue esta idea de «prosperar» entre las clases más desfavorecidas y de «permanecer en la cúspide» entre las más pudientes?

Creo que hay una parte que se mantiene, porque mis padres, que llegaron a una clase media, eran muy conscientes –como lo soy yo ahora– de que hay en determinados salones y determinadas fiestas a los que no se nos invita. Ese aterrizaje y ese tener contenido el ego también es importante, al igual que saber hasta dónde se puede llegar. Por eso esto del «si quieres, puedes» es una trampa muy perversa en todos los órdenes de la vida. El hecho de que España haya avanzado en muchas cosas y de que la educación se haya democratizado, o el acceso a la tecnología, han permitido algo aspiracional muy democrático y a veces muy frustrante. Por ejemplo, en la crisis financiera de 2008, muchos hombres y mujeres quisieron subir varios pisos de este ascensor social a través de lo material, y tener casas y coches más grandes, o televisores de más pulgadas, lo cual es perfectamente lícito. Todo eso sigue pasando. Yo veo a muchísima gente en lugares en los que por mis propios prejuicios pienso: «Qué pasta se está gastando esta persona», y luego me digo: «Pues claro que sí, ¿por qué va a ser solo siempre para la misma gente?». Abogo mucho por esa parte de hedonismo controlado, pero creo que hoy está mucho más extendido, por lo menos donde yo me crié, en Getafe, donde muy pocas familias del barrio podían permitirse lo que mi padre y mi padre. Y hay muchos Manolos y Julis con sus estudios y sus carreras universitarias que hacen del carpe diem su filosofía de vida.

«Esto del ‘si quieres, puedes’ es una trampa muy perversa en todos los órdenes de la vida»

Esta madre severa, cerrada y desconfiada que describes en el libro son características extrapolables a las madres de toda una época. ¿De dónde emergen estas personalidades?

Tiene mucho que ver con «lo que pudo haber sido y no fue». Estamos hablando de un país en el que, si aún nos quedan ahora muchas desigualdades por equilibrar, en la década de los 30 en que nacieron mi padre y mi padre, los papeles y nuestros roles en la sociedad estaban bastante encasillados. El hombre trabajaba, las mujeres cuidaban de los hijos. El hecho de nacer en un lugar como Hospitalet de Llobregat, huyendo embarazada de casi nueve meses, con su hijo mayor camino a Francia para reunirse con su familia en 1938, te tiene que marcar, y si no, es que has estado en el lado bueno de esa historia. A mi madre se le quedó cierto rencor por dentro, de no haber podido estudiar, de que estando en el colegio la sacaran para ponerse a trabajar en el campo. Todo eso le marcó muchísimo, mi padre tiró de orgullo para sobreponerse, pero ella lo guardó en un rincón del abdomen y ahí se le quedó un poco enquistado.

Casarse para tener más oportunidades, esconder dinero entre cajas o ropas del armario por si algún día se necesitara. ¿Crees que ha habido mucha insatisfacción por parte de muchas mujeres de generaciones anteriores de la que no hablaron nunca?

Sí, yo creo que a las mujeres en general se nos ha preguntado mucho menos, se nos ha educado en los silencios, quizá porque se presuponía cómo teníamos que ser y comportarnos. Mi madre tenía una frase que era: «Hija mía, casarse es ceder». Creo que con tal de no molestar, de no romper ni cuestionarse nada, se ha optado mucho por los silencios, por que no se sepa, y porque las cosas, cuanto más enterradas estén, mejor. Ahora en casa intentamos ser una familia que se comunica, tener mucha generosidad en los afectos y también en lo que nos preocupa. En eso del «que no se sepa y todo escondido en un cajón» no me he querido parecer a mi padre y mi madre.

Describes a tu padre como un hombre con múltiples inquietudes, con las costumbres machistas de su época, que cambió varias veces de trabajo y que no se pudo permitir ser vulnerable hasta que no fue anciano. ¿Qué aprendiste de esta figura?

Aprendí muchas cosas y le he exprimido del todo una vez que ya no lo tengo. Para mi madre casarse y tener hijos o hijas implicaba que yo tenía que dejar que trabajar. Y mi padre, habiendo sido educado en una casa machista, y habiéndonos inculcado tanto él como ella muy poco feminismo, sí hubo un momento en que fue él el que dijo que no se me ocurriera dejar de trabajar, porque le podía más el pavor que le tenía a la pereza. Mi padre detestaba a la gente vaga, y eso lo he heredado yo con ferocidad. Mi padre ha sido mucho más moderno de lo que yo pensaba, y he aprendido que hay que trabajar mucho, pero que hay que gozarlo mucho también. Esos pequeños placeres que aprendí con él, el aperitivo de la mañana y de la tarde si se puede, el salir –que ya habrá tiempo de recogerse– y, sobre todo, la frase de «Diviértete, pero con cabeza». Nunca hemos tenido problemas y tenemos una hoja limpia de antecedentes. He intentado aprender de él a ser muy disfrutona.

Dices en tu libo: «No sudar minimiza las discusiones». ¿Es la precariedad uno de los gérmenes principales del conflicto?

Sin duda. Yo odio el calor, si pudiera me iría a Noruega cada verano, porque no sudar hace que esté de mejor humor. Pero es verdad que la precariedad es un polvorín para un montón de cosas y despierta un montón de realidades que, a personas como a mí, solo nos hacen dar las gracias por haber tenido tantos privilegios. Recuerdo estos veranos con estas olas de calor tan profundas, y viene alguien y te dice: «Lo peor es la noche, ¿verdad?». Y tú eres consciente de que tú duermes tapada, porque tienes tu casa climatizada y la puedes pagar, y tienes metros cuadrados para poder estar en un cuarto que es mi habitación propia, donde escribo, me tomo un té y donde nadie me molesta. Cuando estás en una casa pequeña compartiendo cuartos, eso es un bofetón a la realidad; y tienes que ser muy consciente de que no todo el mundo tiene lo que tienes tú.

«A las mujeres se nos ha educado en los silencios, quizá porque se presuponía cómo teníamos que ser y comportarnos»

En el libro hablas de esa losa que son los cuidados y la enfermedad de tu padre y tu madre. ¿Qué supone este trabajo de cuidados extendido en el tiempo, no remunerado y con esa importante carga emocional?

Supone tener una sensación de que, a pesar de que no fuese remunerado, haber podido hacerlo porque me lo he podido permitir. Cuando me di de alta como autónoma parecía que reivindicaba ser tan buena hija y tan buena persona. Luego te das cuenta de que hay quien opta por cuidar y no puede porque tiene un trabajo –y volvemos a la precariedad– y quizá tiene que estar catorce horas diarias y no puede prescindir de él. Yo pude hacerme autónoma porque me encajaban las piezas, tenía mis ahorros, tenía y tengo a mi marido con su sueldo mensual. En mi caso solo puedo dar las gracias, porque yo pensaba que iba con la lengua fuera, y vi que lo mío era un balneario al lado de otras realidades. Esa parte de los cuidados, aunque pueda parecer un ejercicio de vanidad y me dé vergüenza decirlo, me ha hecho un poco mejor persona. Es como la maternidad; los hijos e hijas te quitan mucha tontería y cuidar a los padres y madres te acaban de quitar los pájaros en la cabeza. A mí me ha cambiado mucho esta parte de mi vida.

¿Qué habría pasado si ante esa realidad de cuidados que afrontaste no hubieras podido recurrir a otras personas como soporte o a una residencia?

Yo he conocido más a mi padre y a mi madre durante estos cinco o seis años de cuidados, pero también al padre de mis hijos, con el que llevo 22 años, que estuvo sosteniéndome y llevándome de la mano. Hay una parte en la que creo que habría podido renunciar a trabajar y me habría ocupado personalmente de mi padre y mi madre, y se me pasó por la cabeza en varias ocasiones. Creo que unas veces desarrollas un rol de cuidador o cuidadora y, otras, de ser cuidada. Habría renunciado porque me habría merecido la pena, me mereció la pena toda la renuncia que hice y lo recuerdo como una época durísima, pero con momentos extraordinarios llenos de intimidad y de alegría.

«Esa parte de los cuidados, aunque pueda parecer un ejercicio de vanidad, me ha hecho un poco mejor persona»

¿Y sin alguien que te hubiera dado soporte qué habría pasado?

Esta mañana precisamente lo hablaba con una amiga. Si mi marido no me hubiera apoyado o me hubiera reprochado que yo tenía una responsabilidad en casa con mi familia –y habría estado en su derecho– sería un test de estrés para la unidad familiar y para estas circunstancias vitales. Por eso yo con este libro no pretendo convertirme en ejemplo de nada, mi caso es tan particularísimo como cualquier otro, y he visto familias que se han roto por esto, familias que se han unido, gente que ha tenido que dejar de trabajar, otra que no han podido y se sienten culpables. No se me pasa por la cabeza lo que habría podido pasarme sin esa red de amistades, familias, jefes que han comprendido por lo que estaba pasando.

¿Qué dirían tu padre y tu madre si pudieran leer tu libro?

Creo que mi padre estaría súper orgulloso y lo iría pregonando con un altavoz por la calle diciendo que soy su hija. Habría sido un motivo de orgullo y habría habido sitios en los que no le habrían dejado entrar por pesado. Y mi madre habría dicho: «Pero hija, a quién se le ocurre ir contando esto, qué necesidad», porque por cualquier cosa que yo contaba en una columna de opinión le parecía que iba a venir un policía a por mí y me iba a detener y meter en la cárcel por descarada. Pero creo que haría lo que hizo en sus últimos tiempos, que le daba mucha vergüenza, pero cuando yo no estaba en la residencia con ella decía que su hija salía en la tele y que qué guapa era. O sea, creo que también lo haría con orgullo, pero con mucha más contención. Pero sonreiría e incluso me diría: «Hay que ver cómo te has salido con la tuya», porque ella me pedía que me quedara en casita y lo que he hecho ha sido echarme a las calles, y darle a ella protagonismo. Si hubiera llegado a saber que el término «Julicracia» se expandiría poquito a poco entre la gente que lee el libro, le daría vergüenza, pero también le haría mucha ilusión. Tan acomplejada que fue ella, diría: «Pues mira, tan mal no lo hice».

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