Opinión

Nos vamos al pozo

La política española ha caído definitivamente en un pozo. Unos berrean en todas las plazas públicas contra un presidente de gobierno que ha iniciado «el principio del fin de la democracia», con una «sumisión» incondicional a quienes quieren «dinamitar la nación». Y los otros han comprado el argumentario del ‘lawfare’ o «guerra legal», que durante lustros había quedado relegado a grupúsculos independentistas y de la izquierda radical.

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10
noviembre
2023

La política española ha caído definitivamente en un pozo. Unos berrean en todas las plazas públicas contra un presidente de gobierno que ha iniciado «el principio del fin de la democracia», con una «sumisión» incondicional a quienes quieren «dinamitar la nación». Y los otros han comprado el argumentario del lawfare o «guerra legal», que durante lustros había quedado relegado a grupúsculos independentistas y de la izquierda radical, pero que ahora permea las declaraciones de muchos dirigentes y líderes de opinión de izquierdas: el aparato judicial-administrativo del Estado, las «cloacas» policiales y el ejército de jueces mayoritariamente conservadores, han lanzado (como mínimo, desde hace diez años) una persecución contra las fuerzas progresistas, intentando amedrentar a los movimientos independentistas, pero también dificultando la acción del gobierno socialista.

Ambos grupos se acusan de poner la democracia española en peligro, lo cual no es cierto, sino un ejemplo palmario de teoría de la conspiración. Pero, si continúa la escalada de acusaciones, y se degenera la vida social, puede acabar siendo una profecía autocumplida. Hasta ahora, la población española mostraba síntomas leves de polarización, en contraste con la grave fractura que se advertía en la política española.

Sin embargo, el proceso de investidura, lento y tortuoso, como lentos y tortuosos son en un número creciente de países de nuestro entorno, se ha convertido en un terreno idóneo para dar rienda suelta a las fantasías más delirantes sobre cómo nuestros rivales políticos están acabando con la democracia y con el país. No somos excepcionales. También transcurrieron extenuantes meses entre las elecciones y la formación de gobierno en Suecia en 2018 y 2022, o en Italia en 2018, en Países Bajos en 2017 o, cómo no, en Bélgica en varias ocasiones, la más reciente en 2019. Pero, en estos contextos también multipartidistas y también con complejas divisorias sociales, la incertidumbre política no envenenó la convivencia social, desatando la ola de declaraciones de líderes, augurios apocalípticos de instituciones y manifestaciones de activistas que estamos viendo estos días en España.

La población española mostraba síntomas leves de polarización, en contraste con la grave fractura que se advertía en la política española

Mi hipótesis es que confluye en nuestro país un doble cortoplacismo. Para empezar, socialmente, somos unos de los países donde la población tolera menos la incertidumbre. Eso se vio con la reacción a la pandemia, mucho más estricta que otras democracias europeas, o se ve en el exceso de regulaciones laborales y en general económicas que tenemos en España: queremos tenerlo todo «atado y bien atado». Ante la misma incertidumbre de futuro nos ponemos, manteniendo todo lo demás constante, algo más nerviosos que los alemanes, franceses o daneses. Eso implica que los españoles demandemos un gobierno con algo más de premura que nuestros correligionarios europeos.

Pero la diferencia fundamental es el cortoplacismo de los líderes políticos. Viven con una obsesión total por «ocupar tiempo en las noticias», que creo es más inducida por los aparatos mediáticos, community managers y demás asesores áurico-mediáticos que por los propios dirigentes de los partidos –quienes, al menos en privado, se muestran más reticentes hacia estas estrategias–.  Eso mata la paciencia y la contención, que son los dos instrumentos fundamentales para lidiar con una crisis de formación de gobierno como la que hemos vivido estos meses.

Tomemos el caso del PP, que tiene una oportunidad de oro para criticar lo que se va sabiendo de los pactos del PSOE con los distintos socios de gobierno. Si pensaran a largo plazo, su estrategia debería ser: dejemos bien claros los problemas de insolidaridad territorial que estos acuerdos suponen. La foto que el PP debería intentar que llegara a la ciudadanía española sobre los pactos debería ser algo así: Feijóo presentando un gráfico sobre cómo la propuesta de condonación de la deuda del Estado a las CCAAs perjudica a las comunidades «disciplinadas» (como Madrid) y premia a las «indisciplinadas» (como Cataluña). Sin embargo, las imágenes que ahora transmite el PP son, en el mejor de los casos, las miles de banderas españolas al viento y las exclamaciones de los líderes populares molestos con Sánchez; y, en el peor de los casos, la participación, justificación, o aliento originario, de algunas movilizaciones sociales poco edificantes como las que hemos visto estos días.

Los políticos tienen la responsabilidad de calmar las aguas y, de momento, están haciendo lo contrario

Por sobreexponer a Feijóo (y a otros tantos líderes de la derecha) a unas declaraciones casi diarias, y con un tono cada vez más intenso, sobre los pactos del PSOE, a este paso no va a ser la cara de Feijóo la que identifiquemos con la oposición (repito, legítima y necesaria) a la amnistía, la quita de la deuda de Cataluña o la cesión de Cercanías. Va a ser la cara del manifestante con el casco de los Tercios y el escudo del Capitán América.

La culpa de los altercados violentos es solo de sus perpetradores. Pero los políticos tienen la responsabilidad de calmar las aguas y, de momento, están haciendo lo contrario. Y eso se aplica sobre todo al PP y PSOE, los dos partidos mayoritarios y teóricamente centrales de nuestro sistema político. Necesitamos toda la sensatez, que es mucha, que atesoran y nada del radicalismo que, desgraciadamente, están exhibiendo estas semanas.

 

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