Opinión
Los espejos del Callejón del Gato
A la España de hoy le cuesta reconocerse en el espejo. ¿Nos hemos convertido en la esencia misma del esperpento? ¿Somos capaces de digerir promesas incumplidas o que se diga una cosa y la contraria al poco tiempo?
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Le decía Max Estrella a Don Latino que incluso «las imágenes más bellas en un espejo cóncavo son absurdas». Como en un paseo por el Madrid decadente y marginal de Valle-Inclán, a la España de hoy le cuesta reconocerse en el espejo. Cóncavo o convexo, ya no sabe de dónde le viene el aire. Nos hemos convertido en la esencia misma del esperpento.
Para llegar a este callejón mugriento hemos tenido que asistir primero al funeral de la palabra dada. Su final ha sido doloroso en sus estertores, pero rápido en la agonía. Hasta hace no mucho un hombre valía en tanto en cuanto mantenía su palabra. Acuerdos, contratos, matrimonios… Tanto así que sus señorías, para tomar posesión de sus cargos, juran o prometen hacer cumplir la Constitución. Lo hacen con su mano sobre el texto cuasi cincuentón en el que nos amparamos (o amparábamos, que hay que decirlo todo).
Y qué es una promesa sino un acto de fe mutuo en la palabra, del que la ofrece y del que la toma. ¿Qué ha pasado para que la palabra esté hoy de cuerpo presente? ¿Por qué no nos subleva o decepciona que quienes mantienen hoy una soflama mañana hagan borrón y cuenta nueva para sostener la contraria? ¿Por qué hemos asumido que en el ejercicio político vale todo?
Empezamos tolerando que las promesas electorales se fueran por el sumidero pasado el tiempo prudencial de campaña y hemos terminado dando luz verde a que nos mientan sin rubor, a veces en lapsos de horas.
No hay que irse muy lejos. Del verano a esta parte asistimos a un auténtico festival de cinismo político y ausencia de principios. Las convicciones duran lo que se sostiene un tuit en medio de una marabunta de exabruptos cibernéticos. Somos capaces de digerir promesas incumplidas de forma pasmosa. Así, podemos avalar a quien sostiene hoy, palabra mediante, que la ultraderecha no tendrá cabida en su gobierno para apechugar mañana con consejeros y vicepresidentes del tercio. O tragar con que, palabrita del Niño Jesús, se nos asegure que la amnistía es un escenario imposible por inconstitucional, para asistir a la firma de una ley del olvido semanas después. Y no pasa nada.
La mentira, y más aún, el incumplimiento de la palabra dada pasa poca factura a los dirigentes a pesar de que no nos pase desapercibida
La mentira, y más aún, el incumplimiento de la palabra dada pasa poca factura a los dirigentes a pesar de que no nos pase desapercibida. El último Eurobarómetro arroja datos preocupantes: el 90% de los ciudadanos desconfiamos de los partidos políticos y casi ocho de cada 10 recelamos del Congreso de los Diputados como institución. Sin embargo, parece que no tenemos conflicto alguno para convivir con ello. Hacemos la vista gorda porque, al fin y al cabo, «todos son iguales». O tal vez porque las mentiras de «los nuestros», se nos antojan menos sangrantes. Pero esto es algo que solo pasa en política y por la insufrible polarización que se respira.
Tiremos de memoria a corto plazo. Durante la campaña del 23J, un Feijóo crecido por las encuestas pisó el plató de TVE y le echó un órdago (y cara) a Silvia Intxaurrondo a cuenta de la postura del PP con la revalorización de las pensiones. Algunos apuntan a que aquello marcó irremediablemente el resultado de los comicios y que el mantra «Feijóo mentiroso» hundió las expectativas de los populares. Podríamos decir que, efectivamente, la trola le pasó factura al candidato, pero ¿lo hizo entre sus votantes o, más bien, movilizó al electorado contrario? ¿Acaso le restó apoyo o credibilidad entre los suyos?
Sigamos. Mismo programa, misma campaña, dos días antes de las elecciones el candidato socialista daba un portazo a la amnistía. De forma tajante dijo que era «inconstitucional». No fue fruto de un siroco. Ya el año pasado, en Al Rojo Vivo, de La Sexta, aseveró que esta medida reclamada por el independentismo catalán era «algo que desde luego este Gobierno no va a aceptar y que no entra en la legislación ni en la Constitución española». Le ha bastado siete escaños para desdecirse y vendernos las bondades de una medida, ahora sí, dicen, plenamente constitucional y necesaria.
¿Consecuencias? Si nos fiamos de las encuestas, la de 40dB tras la investidura fallida de Feijóo apunta a que el 25% de los votantes socialistas preferiría una repetición electoral y su apoyo a un pacto con nacionalistas vascos y catalanes se hunde al 48,8%, nueve puntos menos que el anterior sondeo. Si esto se traducirá o no en menos votos para Pedro Sánchez lo veremos cuando nos convoquen de nuevo a las urnas o cuando se desplome, si lo hace, el número de militantes socialistas en los próximos meses.
Pero no es la primera vez que el presidente del Gobierno sostiene con vehemencia una cosa y ejecuta la contraria. Ya pasó con los indultos a los independentistas y, lejos de suponerle un varapalo electoral, le acarreó un millón de votos más que en los anteriores comicios. No parece que estemos ante un castigo.
La deshonestidad no debe camuflarse en «cambios de opinión»
La deshonestidad no debe camuflarse en «cambios de opinión». Las opiniones se argumentan y modulan en función de las circunstancias, de los argumentos que nos dé el contrario. Las convicciones son más profundas, ideas que están arraigadas con fuerza en nosotros. Confundirlas, mimetizarlas, es hacernos trampas al solitario.
No es que seamos una sociedad anestesiada. Ni siquiera inculta o amnésica, pero mantener la palabra requiere de una voluntad firme en un propósito para un fin no inmediato. Posponer la gratificación. Resistir el impulso de la recompensa instantánea. Requiere sacrificio. Implica tener convicciones. ¿Quién está dispuesto a ello?
Ciegos y acabados, como Max Estrella, llegará el día en que nos veamos obligados a mirarnos en los espejos del Callejón del Gato. Tal vez la imagen que nos devuelvan sea tan grotesca como insoportable.
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