Opinión

La revolución de los niños perdidos

Esta es una época de revueltas, pero ya no de revoluciones. El politólogo Amador Fernández-Savater defiende en ‘Habitar y Gobernar: inspiraciones para una nueva concepción política’ (Ned Ediciones) la necesidad de crear un paradigma político que conceda un nuevo significado al concepto de revolución.

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11
mayo
2021

Durante dos siglos al menos, la transformación social se pensó bajo la imagen de la revolución, la toma del poder tras un acontecimiento mayor que corta la historia del mundo en dos. Pero ¿y hoy, después de la experiencia desastrosa del comunismo burocrático del siglo XX? ¿Sigue siendo deseable la revolución? Michel Foucault planteó esta pregunta en una entrevista de 1977, con los ecos aún frescos de Mayo del 68 y en medio de una nueva oleada de testimonios disidentes sobre la realidad de la URSS. Foucault introduce la pregunta por la posibilidad misma de la revolución, ya no sólo su necesidad o su urgencia en abstracto, sino la deseabilidad de un cambio social radical, sin cuya sombra toda política corre el riesgo de desaparecer, convirtiéndose en politiquería y simple gestión.

El retorno de la revolución es nuestro problema... Si la revolución ya no fuera deseable, habría que inventar otra política o algo que la sustituyera. Vivimos acaso el fin de la política. Porque si bien es verdad que la política es un campo abierto por la existencia de la revolución, y si la pregunta por la revolución no puede ya plantearse en semejantes términos, entonces la política corre el riesgo de desaparecer.

Desde aquel 1977, la revolución se ha vuelto ya definitivamente indeseable, en el sentido de que su referencia ha perdido toda vitalidad. Sin revolución deseable, dice Foucault, la política se vuelve gestión. Y eso es exactamente lo que ha ocurrido en Europa durante la restauración del orden en los años ochenta y noventa, tras las sacudidas de los años sesenta. En esta situación de impasse lo viejo no acaba de morir y lo nuevo no acaba de nacer. ¿Qué significa esto?

«Hay tristeza o infelicidad política cuando no somos capaces de inventar nuestras propias palabras y herramientas»

Las imágenes de cambio propias de la secuencia política del siglo XX siguen aquí, pero no se componen ya con las prácticas, los cuerpos y las experiencias en movimiento. Se vuelven vacías, estereotipadas. Judith Butler dice que el desajuste entre cuerpos y palabras es propio de situaciones de dolor y de duelo: las palabras que se dicen ya no nos alcanzan o suenan huecas, pero no tenemos otras a mano. Así estaríamos nosotros: huérfanos de la idea de revolución, atrapados en imágenes de cambio que ya «no nos dicen nada».

Las antiguas imágenes revolucionarias siguen funcionando, pero ya sólo como ‘imágenes-zombi’. No hacen pasar la potencia, no hacen vibrar el deseo, no acompañan positivamente las prácticas, devienen reactivas y nostálgicas. Ese desajuste entre cuerpos e imágenes sería otra razón de nuestra impotencia. Es decir, la impotencia no sólo tiene que ver con el hecho de que la política ya no tenga apenas margen de maniobra con respecto a las fuerzas del capitalismo global, sino que afecta también desde dentro a las prácticas y las iniciativas que pretenden cambiar las cosas aquí y ahora.

Hay miles de estas prácticas e iniciativas, dice Alain Badiou, pero nos hace falta un nuevo pensamiento de la política, otro vocabulario, otro repertorio de figuras. Las antiguas imágenes como «lucha de clases», «huelga», «nacionalización», «liberación nacional», «dictadura del proletariado», «partido» o «comunismo» han perdido su fuerza, pero ¿cuáles han venido a reemplazarlas? El impasse significa que las prácticas de emancipación no encuentran formas propias.

«Todos estamos hoy ante una misma encrucijada: el mundo ya no se deja revolucionar como antaño»

Hay tristeza o infelicidad política cuando no somos capaces de inventar nuestras propias palabras y herramientas, cuando actuamos y nos medimos según imágenes heredadas de otras luchas, con respecto a las cuales siempre estaremos en déficit, siempre por debajo, siempre en falta. En medio de esta tristeza emergen actualmente en la izquierda posiciones puramente defensivas o reactivas: el soberanismo, la nostalgia de Estado del bienestar y la apelación a la patria y la Nación se presentan como los únicos horizontes posibles. A falta de una nueva imaginación política, la izquierda se aboca a disputar con la derecha la gestión del miedo, la impotencia y el victimismo de las poblaciones contemporáneas: «Nosotros os protegeremos mejor». Es un estrechamiento suicida del ámbito de lo posible.

Si queremos salir de la posición reactiva y defensiva, si queremos pasar a algún tipo de ofensiva –en el sentido de tomar de nuevo la iniciativa con respecto al pensamiento y la acción–, si queremos en suma volver a hacer deseable el cambio social hay que reimaginar la revolución. Esto es, reconcebir la transformación del mundo por fuera del modelo revolucionario heredado. Repensar y dar a la luz nuevamente el cambio social y todo aquello que lleva asociado: las figuras del nosotros, el enemigo, la organización, la estrategia, el conflicto, las tácticas, el tiempo, el compromiso, el pensamiento, el objetivo, etc.

Atravesar la impotencia

¿Qué hacemos con la impotencia? Hay que atravesarla: no rechazarla, sino salir de ella por el otro lado. Tomarla como antesala posible de la creación. A lo largo de las páginas de este libro, veremos aparecer algunos personajes que fueron capaces de hacer este gesto: inventar formas nuevas de ‘pensar-hacer’ atravesando activamente la impotencia.

Como Antonio Gramsci que, en las cárceles de Mussolini, medita sobre el fracaso de las tentativas revolucionarias insurreccionales en Europa occidental (la intentona espartaquista, los consejos obreros italianos, etc.) y, en medio de esa desorientación, la caída del modelo leninista para Europa, inventa su noción de «guerra de posiciones» o hegemonía, tan fecunda aún.

«A falta de una nueva imaginación política, la izquierda se aboca a disputar con la derecha la gestión del miedo y el victimismo»

Como Lawrence de Arabia que, perdido en el desierto, obsesionado por encontrar un modo de plantear la lucha que evite un enfrentamiento frontal donde tiene todas las de perder, alucina (literalmente) durante una noche de muchísimo calor y fiebre cómo hacer de la «desorganización» y el «caos» de las tribus árabes una fuerza guerrillera victoriosa.

Como Ali Abu Awwad que, en una cárcel israelí tras haber participado en la primera Intifada, sigue una huelga de hambre a base de agua y sal que dura diecisiete días, conoce gestos de humanidad de los policías israelíes que le custodian, y cambia desde ahí por completo sus visiones sobre la resistencia y el enemigo animando desde entonces iniciativas de desobediencia civil y humanización del conflicto.

Personajes que se hacen vulnerables, que consienten en sí mismos una fragilización radical de los sentidos que les sostenían hasta ese momento y se vuelven capaces gracias a eso mismo de crear algo nuevo, algo distinto, algo más adecuado a las fuerzas en presencia. De convertir la impotencia en nueva potencia y la derrota en un derrotero.

Hay un lado activo de la impotencia entonces, el desasimiento positivo de algo muerto a lo que nos agarrábamos. Todos estamos hoy en una misma encrucijada: el mundo ya no se deja revolucionar como antaño, ni tampoco hay alternativa a la vista, nuestra cabeza se golpea contra un muro, pero es justo en el corazón de esa impotencia asumida que podemos crear algo nuevo.


Este es un fragmento de ‘Habitar y Gobernar: inspiraciones para una nueva concepción política’ (Ned Ediciones) , por Amador Fernández-Savater.

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