Las nuevas formas del nihilismo
Idealizada por muchos y habitualmente incomprendida, la doctrina nihilista ha trascendido el siglo XIX para renovarse desde sus prolíficos orígenes. ¿Están volviendo los nihilistas?
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Para gustos, los colores y, para nihilismo, más átomos que conforman el universo. El origen de la doctrina nihilista pierde su nacimiento en el origen de los tiempos: desde los cínicos en la Antigua Grecia hasta ciertas actitudes y corrientes en India o China, que entroncan con la actitud que fue desarrollando esta corriente filosófica a lo largo de la Historia. No obstante, fue San Agustín de Hipona quien en La ciudad de Dios introduce el término para señalar a quienes no eran fieles al cristianismo. Desde ese momento, el nihilismo se metamorfoseó en multitud de rostros, de corrientes filosóficas, culturales y contraculturales que alargaron su influencia hasta la llegada del postmodernismo y el asentamiento de la globalización.
Sin embargo, el nihilismo sigue presente y vivo en la cultura occidental. Y no solo ha pervivido este importante poso contextual, sino que la doctrina sigue vigente, adquiriendo nuevas manifestaciones e interpretaciones. ¿Cuáles son las nuevas formas del nihilismo? ¿Qué futuro tiene en nuestros días?
El poder seductor que alberga el nihilismo, a diferencia de lo que sucede con otras corrientes y doctrinas filosóficas, consiste en que puede modelarse fácilmente a cada contexto, situación y manera de percibir el mundo. El empirismo, el racionalismo o el escepticismo –por nombrar tres de las más influyentes líneas del pensamiento universal– están limitadas a unas vías o posiciones frente a la realidad. Por ejemplo, para un empirista es la experiencia sensorial la que nos impone el límite para conocer la realidad. Un escéptico, en cambio, ni la razón ni los sentidos son mecanismos capaces de aprehender ningún conocimiento fiable, por lo que incluso sin llegar al extremismo de Pirrón de Elis, nada puede afirmarse ni negarse con seguridad prevaleciendo siempre la duda.
En cambio, un nihilista se fundamenta en el sinsentido de los valores, de las ideas, de los principios. Esta idea referencial le otorga a la doctrina una intensa transversalidad que invoca tanto a la razón como al sentimiento, a lo particular y a lo universal. Tanto es así que el nihilismo se popularizó en 1862 con la publicación de la novela Padres e hijos del escritor ruso Iván Turguénev. Aun así, el término había nacido antes: ya aparecía en una carta de Friedrich Heinrich Jacobi a su amigo Fichte acerca de cierto sinsentido que observaba entre los racionalistas.
El poder seductor del nihilismo consiste en que puede modelarse fácilmente a cada contexto, situación y manera de percibir el mundo
Max Stirner, a menudo olvidado, expresó una línea nihilista en su obra El único y su propiedad, publicado y censurado casi al mismo tiempo en 1844. Stirner criticó a la sociedad gregaria de la Prusia de su época, que extendió en un carácter universal. La religión, los sistemas de creencias, la sociedad estatal y cualquier forma de organización basada en fundamentos que consideró ideales, como la «humanidad» o «Dios», se erigían bajo la mirada del bávaro en insanas estructuras de control del individuo, única verdad y eje de toda acción humana.
Y Friedrich Nietzsche terminó por popularizar su alcance, junto con multitud de posturas anarquistas. Nietzsche fue más allá y reelaboró el nihilismo más allá de la crítica, otorgándole un poder transformador frente a la quietud en la proyección del pensamiento que proponen las posturas libertarias, donde una vez alcanzada una transformación de los valores y de la sociedad, el progreso humano queda detenidos. Para Nietzsche, la propia vida es movimiento, acción perpetua, capacidad de generación, final y regeneración, idea que plasmó, entre otros detalles, en la idea del eterno retorno.
El nihilismo hoy
Tanto la posición «estática» como la «transformadora» se han ido manifestando a lo largo del siglo XX, ya sea en el arte, en la música, en los idearios políticos o en la economía. Por supuesto, en la filosofía ha seguido el diálogo en torno a esta doctrina, dando lugar a la postmodernidad a partir de los años ochenta del pasado siglo.
Hoy en día, que habitamos un mundo globalizado y una economía de libre mercado, al menos, en el orbe occidental, el nihilismo está presente más allá de su legado cultural y político. Por un lado, porque la introspección sobre una historia de las ideas y la propia antropología reflejan que el rechazo al mundo, al orden de lo natural y al orden social (humano) es una pulsión casi universal para todo ser humano. ¿Quién no se ha sentido abrumado alguna vez en la vida y, sobrepasado, ha asumido que nada tiene sentido? Por lo tanto, el nihilismo sigue presente como percepción individual e incluso en ciertas etapas de la existencia humana: los especialistas están de acuerdo en que las ideas nihilistas son más fáciles de encontrar en la adolescencia que en momentos posteriores de la vida adulta.
Desde una perspectiva social, el carácter gregario del nihilismo, valga la contradicción, representa un peligro en ciernes, como en su día explicó Gilles Deleuze en su obra Nietzsche y la filosofía: la creación de ideas trascendentes (ascéticas) sobre la propia vida y la generación de un sentimiento de culpa bloquean en gran medida la voluntad y la capacidad de acción del individuo, incluida la rebeldía individual frente a la sociedad. Podemos encontrar rasgos de este nihilismo «negativo» o «estático» en multitud de desafíos de nuestros días, desde ciertos discursos políticos que abusan de conceptos, como «libertad» o «democracia», que van quedando vacíos, hasta el conflicto derivado de los extremismos y del terrorismo, que se fundamenta en esta clase de nihilismo.
Quizá la pregunta sobre las nuevas formas de nihilismo deberíamos de planteárnosla al revés: ¿en qué momento de la Historia los seres humanos hemos dejado de ser nihilistas?
En un plano más cotidiano, los principios morales de la sociedad de nuestros días abogan, en general, por un desprendimiento de la religiosidad, que no es en ningún caso una postura novedosa, al mismo tiempo que una entrega a la ociosidad según las características que otorgamos, en aprehensión cultural, de los conceptos de «disfrute», «belleza» y «placer». Esta inclinación hiperconsumista donde se prima la vida material a la espiritual e incluso sobre la cultural, que ha sido objeto de intercambio entre ambas por parte de algunos grupos intelectuales durante el siglo pasado, son en buena medida de influencia nihilista. También el mecanismo de creación de culpa de algunos colectivos ideológicos sobre la sociedad en general.
Sin embargo, queda una pregunta latente. ¿Están regresando los nihilistas? En España, el catedrático y filósofo Jesús Zamora es uno de los pocos intelectuales que ha asumido el nihilismo por bandera. Como él mismo ha explicado en sus libros y muy en especial en el ensayo La nada nadea, el nihilismo que defiende posee la esencia «transformadora». Es más, el verdadero nihilismo ha de serlo en tanto a la aceptación de que la vida carece de un propósito trascedente, lo que implica poseer una ética y un compromiso social, un criterio científico y una postura racional ante la realidad. Por supuesto, alejado de un derrotismo y de un negacionismo que el pensador español considera impropios de la doctrina.
Pero como explicó en una entrevista en Ethic, pocos han sido y siguen siendo los filósofos que se han declarado como «nihilistas». Quizá la respuesta a la pregunta sobre las nuevas formas de nihilismo deberíamos de planteárnosla al revés: ¿en qué momento de la Historia los seres humanos hemos dejado de ser nihilistas en alguna medida? Porque, incluso teniendo todo un sentido causal y trascendente en la propia existencia, el «desencantamiento con el mundo» que mencionó Max Weber nos acompaña ante la ingente sensación de vacío que los seres humanos sentimos frente a eternos objetivos que nos resultan cuasi inabarcables: la belleza, la virtud, el conocimiento y el bien. Y, parafraseando a Galileo, sin embargo nos dejamos guiar por la esperanza, braceamos en el océano de la ignorancia.
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