Sociedad

La irresistible tentación del bufé

La ciencia ya lo ha confirmado: la gran cantidad de estímulos visuales y olfativos vuelve extremadamente difícil frenar nuestro apetito a la hora de escoger qué (y cuánto) comer.

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06
septiembre
2023

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Hora del desayuno. O de la comida. Acaso de la cena. Entramos en el restaurante y los ojos vuelan ávidos, voraces, por entre la multitud de enormes bandejas con las viandas más apetitosas: huevos revueltos, quesos y embutidos de multitud de clases, suculentas carnes preparadas en distintos estilos, pescados, mariscos, pastas aderezadas de sabrosas especias, cuantiosas salsas, exóticas y cotidianas ensaladas, purés, jugosas guarniciones, arroces… Es lo que contiene el fascinante y seductor mundo del bufé libre, donde una variedad obscena de comida pone a prueba los límites de nuestra gula.

Como en el relato de Karen Blixten, El festín de Babette, los bufés resultan una oda a la gastronomía a la que uno difícilmente puede resistirse. Claro que si no medimos bien nuestra capacidad, podemos vernos inmersos en otro filme más truculento como La gran comilona, donde los comensales comen sin parar hasta morir.  

Con cierta periodicidad, los medios de comunicación dan cuenta de clientes que terminan sus comilonas en urgencias hospitalarias. En Estados Unidos, los casos por defunción causados por ingestas titánicas no son aislados. No hemos experimentado todos, en mayor o menor medida, una insaciable compulsión en los bufés libres difícil de contener. Algunos locales impiden que uno se siga sirviendo hasta que no termine lo que tiene en el plato, prohiben empalmar la comida con la cena e incluso multan a los quienes dejan comida en sus mesas. Cuestión de estilos.

Exponernos a una ingente variedad de alimentos de distintos sabores, colores y olores nos anima a querer probarlos todos

Pero si a diario nuestras comidas son ordenadas y mantienen cierto equilibrio, ¿por qué en los bufés tendemos a engullir una exagerada cantidad de alimentos a pesar de notarnos saciados? Los expertos explican este comportamiento, conocido como «efecto bufé», a partir de algunas cuestiones científicas. La primera de ellas, la saciedad sensorial específica: a mayor cantidad de estímulos, mayor deseo. Esto se observa en la carta de un menú cotidiano: cuantos menos platos ofrezca, mayor facilidad para elegir. Exponernos a una ingente variedad de alimentos de distintos sabores, colores y olores nos anima a querer probarlos todos, con independencia de que muchos de ellos sepamos que no son saludables. Lo que nos mueve, plato en ristre, por las ofertas del bufé, es lo instintivo y emocional, no el comportamiento racional. Por eso llenamos los platos y, sin acabarlos, nos levantamos en busca de nuevas experiencias gastronómicas. Existe, pues, el apetito fisiológico (el hambre real) y el apetito emocional (la gula).

Ante tantos alimentos, el cerebro actúa y hace que nos saciemos muy rápido de un alimento concreto para suscitar la necesidad de probar otro distinto, prometiéndonos sabores, texturas y regustos diferentes. El problema es que tendemos no a servirnos una pequeña muestra de aquello que nos seduce, sino que nos procuramos grandes cantidades por la obligación de que «hay que amortizar» el precio del bufé. 

Acompañado por la persuasión visual de decenas de personas comiendo a la vez, el comensal no tiene escapatoria en el bufé. Cuando los estímulos son tan variados como los que encontramos en él, el cerebro tiende a anular los límites físicos del estómago, creando la sensación de que hay mucho más espacio para seguir comiendo del que queda realmente. Y cuando el cerebro ya da por buena la ingesta, sabiendo que seguir masticando podría causar pesadez o indigestión, al comer tan rápido la orden de estar ahíto o saciado llega demasiado tarde.

La desmesura en la que incurramos en el bufé depende de con quién estemos: no nos comportamos igual con compañeros de trabajo, amigos o familiares. El grado de intimidad nos permitirá cometer mayores excesos al estar más desinhibidos. El estado de ánimo, cómo esté decorado el restaurante, cómo sea de cuidada la presentación de los alimentos o nuestro estado de salud son otros sólidos condicionantes.  

De acuerdo, estamos saciados. Pero ¿quién, por mucho hartazgo que sienta, rechaza un sabroso postre? Los endocrinos hablan de «segundo estómago» para referirse a este hecho. No nos cabe ni una pipa y, sin embargo, recibimos con honores al postre. La clave está en sus características organolépticas: su sabor dulce, sus colores compactos, la presentación vistosa con la que suele emplatarse y el tentador olor permiten que la saciedad disminuya solo para él.  

No obstante, como señala el refranero popular, «de la panza sale la danza». Es decir, que la comida procura la energía vital, pero también nos advierte: «Llena el vientre pero no tanto que revientes». La OMS, de un modo menos informal, nos recuerda que una alimentación descontrolada y excesiva está relacionada con enfermedades cardiovasculares, diabetes tipo 2, obesidad o hipertensión, entre otras. Claro que, de vez en cuando, ¿quién puede resistirse?

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