Así se transmite la ansiedad
La ansiedad puede transmitirse entre individuos según los contextos y las situaciones. ¿Cómo se «contagia» y qué supone que esto ocurra en una sociedad que sufre cada vez mayor estrés?
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COLABORA2023
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Los seres humanos, como es el caso de la mayoría de los mamíferos, somos refinados lectores de detalles. Gestos, miradas, sutiles expresiones y cambios en la atención de nuestros semejantes. También apreciamos con exquisita celeridad los casi imperceptibles cambios en nuestro entorno. Por ejemplo, cuando no hay ruido ambiental, el diminuto temblor del suelo antes de un seísmo y el cambio en la humedad que avecina la llegada de tormentas y precipitaciones, con o sin petricor. En multitud de estos casos, ni siquiera somos conscientes del proceso de la percepción: el veredicto es el resultado del conjunto de estímulos sobre unos sentidos físicos afilados por la evolución biológica.
Pero nuestra capacidad natural para leer este peculiar «libro de las mutaciones» también nos proporciona malas pasadas. Una de las más habituales en nuestros días, cuando los trastornos de estrés y ansiedad siguen aumentando año tras año, es el traspaso de inquietud y estrés entre unas personas y otras. ¿Cómo es posible este efecto contagio? ¿Qué repercusiones tiene sobre nuestra salud y cuál es su magnitud?
Para entender este fenómeno es necesario retroceder a las raíces mismas en las que está estructurado nuestro sistema nervioso. A lo largo de millones de años de proceso evolutivo, los animales superiores hemos desarrollado mecanismos de lucha y huida. La necesidad de esta clase de mecanismos bien estructurados de ágil respuesta es evidente: el individuo debe estar preparado ante un peligro que atente contra su integridad, bien sea un depredador, una amenaza medioambiental o cualquier otra circunstancia. Los mecanismos de lucha y huida en los mamíferos, que es la clase a la que pertenecemos los seres humanos, han sido perfeccionados para proporcionar una respuesta rápida, eficaz y extensible a gran parte del organismo. Pero, para lograr una respuesta capaz y a tiempo, es necesario que los sentidos se hayan perfeccionado lo suficiente como para recoger y analizar los muy variados estímulos que llegan hasta nosotros, determinando cuáles pueden implicar motivo de alarma o, a priori, no lo significan.
Este es el origen de los trastornos nerviosos vinculados con el estrés, como es el caso de algunos tipos de ansiedad. Nos estresamos cuando nuestro cerebro interpreta una serie de estímulos como fruto de eventos de peligro. Casi de manera automática, se activan una serie de mecanismos físico-químicos, donde se combinan hormonas (como el cortisol o la prolactina) con instrucciones a través de los impulsos eléctricos neuronales. El resultado es el conjunto de síntomas que conocemos vulgarmente como «agitación»: mayor frecuencia cardíaca de la habitual en reposo, tensión muscular involuntaria, mayor volumen de orina y necesidad de miccionar, sudoración, dilatación de las pupilas, etc.
La mayoría de situaciones y estímulos que recibimos hoy en día, como las alertas de las aplicaciones, nos resultan biológicamente exóticas
Aún existe un problema añadido más para nuestra ansiedad y es que llevamos una vida artificial. Al menos, lo es desde un punto de vista evolutivo. Apenas llevamos usando pantallas de manera compulsiva veinte años, desde el desarrollo de los primeros smartphones; las rutinas de trabajo en las ciudades industriales cuentan con menos de doscientos años; situación semejante sucede con el resto de rutinas. En cambio, acciones como cazar y recolectar han estado presentes en la existencia del homo sapiens sapiens durante miles de años. Es uno de las razones por la que los expertos en biología evolutiva y neurobiología estiman que sentimos satisfacción al recoger cosas extraviadas que consideramos valiosas o, simplemente, buscar frutos silvestres. También exponernos a la naturaleza y sus sonidos, olores, colores y ritmos de otros seres vivos.
Son mecánicas para la que nuestra información genética se ha ido perfeccionando. Ni siquiera el habla o la lectura están integradas con mecanismos propios en nuestras mentes. De hecho, existe una poderosa conexión entre las neuronas motoras y las que permiten el desarrollo del lenguaje y del aprendizaje. No es metafórico ni poético: la supervivencia del libro en papel tiene mucho que ver con la comodidad que proporciona a nuestro cerebro recorrer líneas y páginas, estableciendo un mapa mental de las palabras, ideas y conceptos que estamos leyendo.
En consecuencia, la mayoría de situaciones y estímulos que recibimos hoy en día –como las alertas de las aplicaciones, el sonido de los cláxones o la exposición habitual a la artificial luz de las pantallas– nos son biológicamente exóticas. No estamos preparados para otorgarles un significado en el juego que es la vida. Por ese motivo, porque no podemos clasificarlas con facilidad, suelen ser interpretadas como un posible peligro y despertar procesos de lucha y huida.
La ansiedad en los tiempos modernos
Pero ¿dónde está el peligro, realmente? Si hubiese una bestia ante nosotros, nuestra mente enseguida podría determinarla en función del espacio. Si, en cambio, estuviese ocurriendo un fenómeno adverso, como la posible caída de un rayo cerca de nosotros, entenderíamos la necesidad de escapar de alguna manera de donde sentimos la diferencia de cargas, aunque fracasásemos en el intento. ¿Cómo escapar de una situación que nos angustia intelectivamente? No hay más posibilidad que la espera, la determinación y su conclusión. Y este proceso, que confronta las mecánicas inmediatas de lucha y huida, disparan la intensidad de nuestro estrés.
Y aquí surge el problema cuando tenemos que convivir con personas estresadas o, peor, que sufren trastorno de ansiedad en algún grado. El simple hecho de nuestra exposición a ellas, el hecho de observarlas, el resultado de sus actos, la manera en la que obran… Todo ello indica a nuestros sentidos, diseñados para estar muy pendientes de los minúsculos cambios a nuestro alrededor, que existe alguna clase de peligro desconocido y que debemos imitar a la persona estresada o ansiosa.
De forma involuntaria, las personas que sufren esta clase de desórdenes inducen a quienes le rodean a activar sus mecanismos defensivos. Dependerá del carácter de cada cual, de sus habilidades de gestión del nerviosismo y su exposición en función del tiempo a las personas estresadas o ansiosas si terminan por manifestar síntomas de esta clase en algún grado o, por el contrario, permanecen inmutables. Si, en definitiva, le transmiten o no esa ansiedad.
Solución contra el estrés inducido
Una vez perdida de vista el depredador, pasada la tormenta o derrotado el adversario, el organismo del mamífero tiende a abandonar el estado de tensión que le permitía enfrentar el peligro. Es este el proceso de «calmarse». No es inmediato, sobre todo, en el caso de las descargas químicas: solo la adrenalina tarda alrededor de dos horas en equilibrar sus niveles de reposo.
Es fundamental ser conscientes de que estamos rodeados de estímulos que invitan a nuestro sistema nervioso a ponerse en alerta
Por tanto, el nerviosismo, el estrés o la ansiedad no son patologías menores. Cuando surgen por causas nerviosas, es necesario hallar las causas que nos generan la sensación de alerta que nos produce el estado de lucha y huida. Además, como poseen efectos indeseados a corto, medio y largo plazo sobre la salud del paciente, es conveniente acudir a un especialista. La terapia, el uso de los fármacos que determine el médico oportuno en cada caso y circunstancia y la autorreflexión son indispensables para aspirar a atajar con solvencia un mal en crecimiento.
Algo más sencillo puede resultar sacudirse la inducción del estrés. En primer lugar, es fundamental ser conscientes de que estamos rodeados de estímulos que invitan a nuestro sistema nervioso a ponerse en alerta. Si, además, debemos trabajar y convivir con personas nerviosas o que sufren algún trastorno del espectro es necesario ahondar en un concienzudo autocontrol.
Como sucede con el «efecto rebaño» durante la conducción, debemos reflexionar sobre nuestra propia conducta, nuestro sentir y nuestras percepciones y determinar cuáles son ambientales y cuáles otras están vinculadas con nuestras circunstancias exclusivamente personales. Entonces, frente a estas causas ambientales basta con reafirmarnos en un proceder adecuado según nuestra naturaleza como individuos y los desempeños que estemos realizando. De esta manera, el nerviosismo quedará lo más lejos posible de nosotros, sintiendo que mantenemos una cierta paz y control –mental, al menos– sobre cuanto nos rodea y estamos haciendo.
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