Internacional

Níger, última víctima del «cinturón de golpes» africano

El golpe en Níger se enmarca en un contexto de inestabilidad en su zona. El Sahel se ha convertido en el «mayor corredor de gobierno militar sobre la Tierra».

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Sakou Gado/Wikimedia
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07
agosto
2023
Una vista de Niamey, la capital de Níger

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Sakou Gado/Wikimedia

Este mes de julio, el general nigerino Omar Tchiani anunciaba la toma del poder de manos de las autoridades civiles del país. Quedaba así liquidada la primera transición democrática que Níger había vivido en seis décadas, desde que se independizara de Francia en 1960. Este golpe, por otra parte, no ha sido más que la culminación de un proceso que lleva sacudiendo el Sahel desde el 2020, y del que pocos se dieron cuenta en su momento, dado que el mundo entero estaba centrado en combatir una pandemia global.

El Sahel no es un vocablo caprichoso: los países que lo componen comparten una serie de características poco envidiables. Consiste en la franja que atraviesa, de izquierda a derecha, la mitad superior de África, es decir, la parte gruesa del continente. Tiene el desierto del Sáhara por encima (la palabra «Sahel» significa «costa», en alusión al borde del océano de arena que comprende el Sáhara) y la sabana sudanesa por debajo. Esta localización hace que la zona sufra de un clima árido que dificulta notablemente la supervivencia, algo a tampoco ayuda el hecho de tener algunas de las tasas de natalidad más elevadas del mundo: Níger corona esta lista.

A pesar de que el terreno alberga minerales muy demandados, como el oro, el uranio o los hidrocarburos, de poco sirven estos si no se posee la tecnología para extraerlos o si no se logra cerrar un acuerdo justo con la nación que logre hacerlo, y ninguna de las dos cosas parece estar al alcance de los gobiernos de la zona, más bien débiles e inestables.

Por si esto fuera poco, la vulnerabilidad del Estado y la sobreabundancia de jóvenes frustrados y necesitados hace engordar masivamente a los grupos yihadistas, una maraña de facciones afiliadas al Estado Islámico o Al Qaeda que sustituyen a los poderes del Estado impartiendo justicia local o proveyendo servicios sociales, al tiempo que cometen masacres de civiles, atacan bases militares o se financian a base de secuestros. En 2007, el Global Terrorism Index calculaba las muertes producidas por la violencia yihadista en el Sahel como un 1% del total mundial. Para 2022, ese número había subido hasta el 43%. La tendencia iba claramente al alza.

Esta inseguridad continuada, entre otros muchos factores, ha favorecido que la inestabilidad política, que parecía haberse tomado un respiro en los 2000, se haya acelerado en los últimos tres años. Si uno abre el mapa y sigue con el dedo la línea que marca el Sahel, podrá observar como los distintos países que lo componen (Malí, Burkina Faso, Níger, Chad, Sudán…) han ido cayendo de forma desordenada pero constante bajo las botas de golpistas militares que prometían una rápida regeneración nacional: lo que The New York Times llamó «el mayor corredor de gobierno militar sobre la Tierra».

El Sahel registra el 43% de todas las víctimas globales de la violencia yihadista

Solo los extremos geográficos de la franja parecen haberse librado de esta tendencia. Por el izquierdo, Mauritania, que ha alternado golpes militares y una transición democrática a su propio ritmo, y Senegal, que es una democracia de funcionamiento algo dudoso. Por el extremo derecho, Eritrea, que, al contrario que los anteriores, cuenta con un historial incomparable de estabilidad política, siempre bajo el yugo de una dictadura que viola sistemáticamente los derechos humanos y financia el terrorismo en Somalia, y a la que Reporteros sin Fronteras ha otorgado una calificación en términos de libertad de expresión aún peor que la que ostenta Corea del Norte.

El resto de la franja, como ya hemos dicho, ha sufrido una frenética ristra de golpes de Estado. El país que la inauguró fue Malí, donde una alianza de militares depuso al presidente Ibrahim Keïta en 2020, para luego devorarse unos a otros en un segundo «golpe dentro del golpe» tan solo un año después. En abril del 2021 se produjo un nuevo golpe en Chad. Allí, el autoritario Idriss Déby había puesto fin a una presidencia de 30 años cuando se hizo matar por los rebeldes mientras visitaba a sus tropas en la línea de frente. Su hijo fue rápidamente señalado como heredero por los militares y asumió el poder de forma expeditiva. Las promesas de democracia que hiciera entonces no tardaron en morir, al tiempo que lo hacían decenas de manifestantes, tiroteados en las calles en un célebre «octubre negro». Ese mismo septiembre, el presidente de Guinea Conakry Alpha Condé, que trataba de hacerse reelegir por tercera vez (violando la normativa constitucional), fue depuesto también por el jefe de las fuerzas especiales.

Un año después le llegó el turno a Burkina Faso, un país cada vez más asfixiado por el avance de los yihadistas, que vería no uno sino dos golpes de Estado a lo largo del 2022. Y ya en abril del 2023, una lucha entre facciones militares en las calles de Khartoum, la capital de Sudán, derivó en una cruenta guerra civil que revivió las tensiones interétnicas de su sangriento pasado. Finalmente, llegaría, en verano del 2023, el golpe en Níger. Todo ello sin contar con intentonas variadas en otros países como Guinea Bissau, Gambia o Sao Tomé y Príncipe.

No era la primera vez que estos países sufrían un golpe de Estado, ciertamente. El continente africano ha vivido un total de 98 golpes desde 1952 (sumado a otro centenar de intentonas), pero esta nueva tanda traía consigo a un nuevo actor internacional que buscaba sacar partido de la situación, y que se cuidaba de hacerlo entre bambalinas: la Federación Rusa.

Moscú, al contrario que Occidente, ha preferido intervenir indirectamente a través de su compañía de mercenarios adictos, el Grupo Wagner. Lo hace así a fin de poder seguir presentándose como baluarte de un supuesto anticolonialismo del que presume con regularidad. Una vez contratada, la Wagner actúa como cuerpo de seguridad para los dirigentes de Libia, Burkina Faso, Malí y República Centroafricana, amén de proporcionar combatientes contra la insurgencia local (una vez los gobiernos golpistas expulsan a las fuerzas occidentales que realizan esa labor) y, en numerosas ocasiones, recibe una jugosa recompensa al extraer los recursos naturales de la zona en dirección a la Federación Rusa tras pactarlo con el gobierno militar de turno.

La presencia rusa resulta relativamente fácil de asumir para las juntas militares locales porque, al contrario que las fuerzas de paz occidentales, no exige ningún tipo de avance democrático dentro del país, ni contención alguna en sus operaciones militares: los mercenarios de la Wagner, de hecho, han llegado a estar implicados en liquidaciones masivas de civiles como la de la aldea maliense de Moura. Moscú solo exige acuerdos comerciales y lealtad en las votaciones de la ONU, algo de lo que anda particularmente necesitada cuando se debaten las sanciones a cuenta de su invasión de Ucrania. Solo Chad parece mantenerse al margen de la esfera rusa, y sigue firmemente anclado en el bando prooccidental. Esto ha estado a punto de costarle caro: filtraciones recientes de documentos de la Inteligencia americana muestran los intentos de la Wagner de entrenar guerrillas hostiles al régimen desde las zonas de frontera.

La interferencia rusa no significa, por otra parte, que estos golpes de Estado dejen de estar motivados por causas a nivel local. La corrupción de los gobiernos, los fracasos contra la insurgencia yihadista y las pugnas entre distintos cuerpos militares (especialmente cuando el presidente de un país aparta del poder a generales poderosos) facilitan notablemente estas asonadas. Los golpes, a su vez, facilitan otros golpes en un temido efecto contagio que se asemeja a la propagación de una enfermedad.

Los golpistas suelen compartir una visión de los políticos civiles como seres débiles e ineficaces, aunque si uno observa la evolución de la ofensiva yihadista en los países que han caído en manos de las juntas militares, parece evidente que sus nuevos dueños son igual de incapaces o más que sus predecesores. Un último factor que favorece las intentonas es el empuje de los mandos más jóvenes (los golpistas suelen rondar la treintena o cuarentena) frente a los líderes de un continente cuya edad promedio se acerca a los sesenta.

El golpe en Níger, como decimos, ha sido el último de esta cadena reciente de levantamientos, y ha causado una aguda preocupación en las cancillerías occidentales, dado que alberga las minas de las que Francia extrae su uranio y, particularmente, bases militares, tanto francesas como estadounidenses, desde donde despegan los drones que castigan a los yihadistas de la región.

La presencia rusa ha subido en la región: Moscú solo exige acuerdos comerciales y lealtad en las votaciones de la ONU

Las reacciones al golpe, sin embargo, han sido muy variadas. Desde la condena sin ambages de franceses y europeos en general, con la ONU y la UE paralizando las ayudas y la evacuación de civiles europeos, hasta la ambigüedad y los subterfugios verbales a los que han recurrido los americanos para evitar calificar lo sucedido de «golpe». De hacerlo así, una ley de 1986 les obligaría a suspender toda cooperación militar, y Washington no desea cederle el espacio a sus rivales rusos. No parece, sin embargo, que los esfuerzos del Departamento de Estado norteamericano por convencer a los golpistas de reinstaurar al presidente derrocado hayan tenido mucho éxito.

Los rusos, por su parte, ha condenado la asonada (a pesar de que Yevgeny Prighozin, el jefe del Grupo Wagner haya alabado el golpe y ofrecido sus servicios),  y no parece haber pruebas de su implicación en los hechos, más allá de las banderas rusas enarboladas en manifestaciones que, al fin y al cabo, no son más que síntomas de la propaganda antifrancesa que el Kremlin vierte de continuo sobre la región. Más preocupante ha sido el hecho de que los golpistas nigerinos visitaran Malí apenas una semana después de su triunfo, país donde la Wagner es todopoderosa, para tender su mano a la junta militar maliense.

Esta confraternización entre golpistas parece haber dado sus frutos. Cuando el ECOWAS, el club de países del África Occidental apoyado por Occidente, ha lanzando una andanada de sanciones contra Níger y ha llegado al extremo de amenazar con enviar tropas para revertir el golpe, tanto Malí como Burkina Faso, ambas naciones con gobiernos golpistas y prorrusos, han respondido afirmando que un ataque contra Níger será considerado un ataque contra ellos. Aun así, no hay grandes probabilidades de conflicto armado: la mayoría de analistas cree que el ECOWAS se ha marcado un farol, dado que, a pesar de haber intervenido en Gambia en el 2017 para evitar un golpe, Níger sería un rival mucho más duro de roer en en términos militares.

El golpe de Níger, en suma, es por ahora una colección de incógnitas. ¿Podrá mantenerse la paz en la región? ¿Lograrán abrirse camino los rusos o, por el contrario, se mantendrán en su sitio los americanos? Lo único seguro es que Níger ha sido la última ficha de un dominó regional en caer bajo el peso de las juntas militares que, una tras otra, se hacen con el poder a lo largo de la castigada franja del Sahel.

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