Ciudades

«La precariedad influye directamente en la soledad»

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13
julio
2023

Decía Ortega que la ciudad es ante todo un ágora, un lugar que se fundó para que la gente salga de su casa y se encuentre con otros. El escritor y periodista Jorge Dioni (Benavente, 1973) plantea una idea opuesta a la del filósofo español: las ciudades están convirtiéndose en productos al servicio del mercado, son lugares inhóspitos donde el sustento principal es la industria del movimiento. En su libro ‘El malestar de las ciudades’ (Arpa) Dioni plantea un destacable análisis de las dificultades y los retos a los que se enfrenta la ciudad contemporánea, como la especulación, el turismo y la gentrificación, entre otros muchos. Como ya hizo en su anterior obra, ‘La España de las piscinas’, el autor vuelve a tratar los efectos ideológicos del urbanismo con inteligencia y lucidez, trasladando a los lectores la radiografía social de unos espacios que se vacían y envejecen, que expulsan a cada vez más personas y cuyo gran propósito es lograr, ante todo, rentabilidad.


Planteas que las ciudades se vuelven productos al servicio del mercado. ¿Se están convirtiendo en lugares deshumanizados?

Hace 40 años pensar que las ciudades iban a ser un gran centro turístico estaba en la cabeza de muy poca gente y, sin embargo, es en lo que se han convertido. El problema es que se busca crear valor continuamente para luego monetizar. Es el modelo que impera, el que nos pide continuamente que intentemos sacar rédito a toda costa. Cuando los coches se convierten en taxis y las casas en hoteles, las ciudades se vuelven una gran partida de Monopoly en la que se expulsa a los vecinos que no pueden pagar los precios desorbitados, por ejemplo, de la vivienda. Dejan de ser lugares amables donde se creaba tejido social para pasar a ser un negocio.

Un dato que llama la atención es la pérdida de residentes en las ciudades.

Muchas ciudades pierden población, aunque pueda parecer lo contrario. Igual que el movimiento en los años 60 fue del campo a las ciudades, este es el momento del desplazamiento a las zonas urbanas. Por ejemplo, en Madrid hay la misma cantidad de residentes oficiales que en los años 70. Málaga pierde población, Cádiz pierde población. Las ciudades pueden crecer el doble y aun así perder habitantes. La cuestión es que la gente no se va porque le apetezca, sino porque hay un modelo económico que les obliga a desplazarse. Además, mientras unos se van, llegan otros que son más rentables porque requieren menos. Esto tiene que ver con la forma en que las ciudades encuentran su mayor sustento en la industria del movimiento.

«Cuando los coches se convierten en taxis y las casas en hoteles, las ciudades se vuelven una gran partida de Monopoly en la que se expulsa a los vecinos»

En el libro destacas una frase de José Mansilla, la del turismo que vende lo que no es suyo. ¿Las ciudades ya no pertenecen a sus residentes?

Creo que hay un deseo de expulsar a cierta gente de ciertos lugares, porque la ganancia que se obtiene de los residentes puede triplicarse con la gente que viene de fuera. Se parece mucho al proceso de la casa tomada, del cuento de Cortázar. Tengo amigos que están en barrios [de Madrid] como Aluche o Carabanchel y me cuentan que sienten lo mismo, como si poco a poco se acercara el peligro de echarles. Hay muchos motivos que explican esto, como el precio desorbitado de la vivienda, pero también la estabilidad. Influye la desaparición de las cajas de ahorro. Los datos son tozudos, aunque las ciudades crezcan, el número de residentes no. Cuando yo digo que en Madrid vive la misma gente que en los años 70 cuesta creerlo, pero es así. Parece mentira porque sales y ves que todo está lleno, y por eso también es difícil que se tome en serio este problema, porque lo que no se ve parece que no existiera.

Has defendido que la turismofobia es estéril. ¿Hay un componente clasista en desprestigiarlo?

Reniego de ese estilo pedante de mirar a los demás por encima del hombro, creerte superior por rehuir de ciertas actividades. Ese clasismo también lo relaciono con los centros comerciales, que fue lo primero que me interesó al escribir el libro. En Alcorcón, donde vivo, me di cuenta que la mayor parte de las tiendas no estaban ahí para comprar objetos, sino para pasar el rato. Recuerdo un día que trajeron una grúa para que la gente hiciera puenting, y eso me fascinó. Echar la culpa a la gente creyendo que es boba, o criticar el modo en que deciden disfrutar de su tiempo libre me parece estéril. Me parece más interesante pararse a pensar por qué está lleno de gente, y qué consecuencias tiene, quién está detrás de todos esos negocios, qué significa que haya tantas franquicias, por ejemplo.

El tema del clasismo también acompaña la crítica que haces al concepto del turismo de calidad.

Sí, porque es un discurso cuestionable al que no le veo mucho sentido. No creo que haya personas de calidad por encima de otras sin calidad, del mismo modo que creo que no hay formas de divertirse que tengan más calidad que otras. Todo lo que genera interés me parece digno de estudiar. Además, yo creo que todos hemos sido en algún momento consumidores frívolos. En el turismo ocurre esto también, si las ciudades tienen una capacidad limitada y no pueden absorber tantos vehículos, por ejemplo, propondrán un peaje de acceso y la movilidad se convertirá en un producto exclusivo para la gente rica. Si hablo de elitismo es porque me parece peligroso asociar a las personas de rentas altas una mayor calidad que el de la gente más humilde.

«Echar la culpa a la gente creyendo que es boba, o criticar el modo en que deciden disfrutar de su tiempo libre me parece estéril»

El centro comercial conecta también con el modelo capitalista. ¿Es problemático necesitar consumir para relacionarnos?  

Si vemos la ciudad como un mercado, podemos pensar en la estantería de El Corte Inglés: mientras hay algunos que pueden comprar el producto premium, otros están obligados de ir al outlet. El problema es la desigualdad, pero en este tema de los centros comerciales me interesaba la idea de comunidad. Hay un arquitecto estadounidense que decía: «Miré a mi alrededor y las dos únicas cosas colectivas que vi eran los estadios deportivos y los centros comerciales, no había nada más». En los centros comerciales se encuentra gente diversa, y él defendía los centros comerciales como lugares donde se paliaba la segregación habitual. Madrid es junto con Londres una de las ciudades más segregadas, y el centro comercial es uno de los pocos lugares de encuentro.

Al hilo de la ciudad entendida como un mercado, destacas la privatización como un modelo que aumenta la desigualdad y también la soledad.

Claro, esto empieza desde el modelo educativo, con los colegios concertados y privados, que funcionan como una hermandad donde la gente teje relaciones y consigue trabajo en esa burbuja elitista. Me interesaba la privatización por cómo cambia nuestra relación con las cosas y con la gente, por cómo nos sentimos más solos también si no logramos acceder a determinados sitios. Es diferente cuando la biblioteca es pública y te llama lector o lectora a cuando te llama cliente. Cuando se pasa de llamarte viajero a llamarte cliente. Todo lo privado cambia nuestra relación con la realidad, porque se establecen vías de entrada y unos cauces en los que puedes entrar en función de tu capacidad económica. Esta desigualdad se ve en el acceso a los servicios públicos, pero también con la vivienda.

Cuentas que pagabas 450 por un piso en Barcelona y ahora el precio se ha triplicado en muchas ciudades. ¿Este incremento está destruyendo la clase media?

La clase media es un concepto cada vez más amplio y difuso, hay gente a la que le quedan 50 euros a final de mes en la cuenta y se considera clase media, pero es que la gente que tiene mucho dinero, que llega a ganar medio millón de euros al año, también se reconoce como clase media. La palabra «rico» o «pobre» son desagradables, tienen connotaciones negativas, entonces la clase media se ha vuelto una forma de disimular lo que no queremos nombrar.

¿Estamos acercándonos a un punto de saturación donde las clases medias desaparezcan de las ciudades?

Las ciudades se están convirtiendo en un producto exclusivo al que solo pueden acceder los que tienen dinero. El libro habla precisamente de ese proceso de venta de las ciudades, están siendo consumidas como si fueran inagotables, pero su capacidad es limitada. Es el efecto a largo plazo del turismo masivo, de la privatización y de la especulación inmobiliaria. Lo problemático es que este modelo neoliberal no solo no parece frenarse, sino que tampoco se toman medidas para solucionar la situación actual.

Mencionas que la izquierda es conservadurista en el tema urbanístico. ¿La crisis de la vivienda es un tema irresoluble?

El modelo que impera es el urbanismo neoliberal y el reto está en tomar conciencia de ello y entre todos encontrar una manera de resistirse a él, intentar construir una ciudad más amable. Cuando hay organizaciones políticas que entienden la gravedad de un momento y además saben trasladarlo a las instituciones, cualquier crisis puede arreglarse, o al menos tomar medidas que vayan enfocadas a encontrar una solución. Cuando hablo de conservadurismo me refiero al hecho de que la gran solución que se ha encontrado hasta ahora es la Ley del Suelo, y parece que con ello ya está todo hecho.

«La cultura del esfuerzo viene a decirte que no te has adaptado bien, que no has adquirido las competencias que se pedían»

¿Hasta qué punto interfiere la deshumanización de las ciudades en la salud mental?

Si cada casa se puede volver un hotel y cada coche un taxi, si todo el mundo tiene que estar alerta para valorizarse y monetizarse, si todos somos productos y tenemos que estar continuamente poniéndonos en valor, es difícil tener una buena salud mental, un mínimo de tranquilidad. La precariedad influye directamente en la soledad, cuando la gente se va de la ciudad a los suburbios a una casa individual, es más difícil establecer lazos. El problema actual es que el ser humano es sociable por naturaleza y necesita una red de apoyo, pero a la vez, como todo es monetizable, está en constante competición con el resto del mundo. Cualquiera nos puede quitar la atención que nosotros estamos buscando desesperadamente.

En este sentido, mencionas que hemos pasado de la clase productiva a la clase creativa. Afirmas que estamos obligados a distinguirnos y crear una marca personal.

Esto tiene mucho que ver con las ciudades, vivimos en sociedades individualistas y competitivas. El neoliberalismo ofrece justamente esa posibilidad de enriquecerte si logras destacar por encima de la masa. Todo ese discurso de la aventura, la iniciativa, ser emprendedor y triunfar es parte de la lógica neoliberal. Además, si algo va mal es culpa tuya por no haberte esforzado suficiente. Si no consigues pagarte un piso y si no consigues acceder a determinados servicios en tu ciudad, es tu culpa. La cultura del esfuerzo viene a decirte que no te has adaptado bien, que no has adquirido las competencias que se pedían. El mensaje que impera es que hay que retarse a uno mismo todos los días.

Insistes en que todo esto forma parte de un modelo. ¿A quién le interesa conservar «el malestar de las ciudades»?

Históricamente, hay un uso de las ideologías relacionadas con el esfuerzo y la austeridad por parte de las clases dominantes. Lo que buscaban es lo mismo que ahora, defender que si tienen más dinero es que son mejores porque se han esforzado y por lo tanto debe mantener esa posición en el futuro. Los grandes defensores del estoicismo en Roma era gente con dinero, rentistas. Hay gente que defiende que las sociedades igualitarias llevan al adormecimiento y al conformismo, y, por tanto, creen que hay que promocionar la desigualdad. En Madrid se ha impuesto un modelo que interesa a cierto tipo de personas, un modelo en el que se privatizan muchas cosas sin sentido, pero la palabra privatización sigue asociándose a una buena gestión, a la agilidad, la colaboración…

Sostienes que la tecnología permite acelerar todos estos procesos.

Sobre todo, lo disimula. La tecnología no solo permite que muchos movimientos se realicen de forma casi inmediata, también permite ocultar lo que hay debajo. La legislación ya no se vuelve tan importante, uno puede saltársela con todas estas aplicaciones. Por eso conviene preguntarse qué hay debajo de ellas, porque muchas ofrecen tareas como hacer recados, planchar, traer comida… Es decir, te permiten ahorrar tiempo a costa del de otros, y muchas veces sin regulación. Me parece problemático hablar de libertad o disrupción para justificar que puedes no darte de alta como taxista o como casa de huéspedes.

Terminas el libro abogando por el trabajo garantizado, la semana laboral de cuatro días y los salarios y patrimonios mínimos y máximos.

Es una forma de decir que siempre hay alternativas, que es posible construir una sociedad en la que no estemos todos compitiendo entre nosotros y en la que nos repartamos el trabajo. Es verdad que el análisis que hago de la situación actual no es especialmente bueno, pero mi intención no era escribir un libro pesimista, no me gustan los discursos melancólicos. Creo que aún hay margen de resistencia, que la cooperación es clave para impulsar un modelo menos depredador y más redistributivo.

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