Cultura

Cuando la risa era muda

En el cine de los años 20, Chaplin, Buster Keaton y Harold Lloyd lograban hacer reír a los espectadores sin decir ni una sola palabra. Era la magia del cine mudo.

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15
junio
2023
Fotograma de ‘El chico’

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Años 20. Cine en blanco y negro. No existía el color, tampoco el cine sonoro. La comedia triunfaba, recordando a los espectadores aquel proverbio japonés de que el tiempo que uno pasa riendo es tiempo que comparte con los dioses. De entre los numerosos cómicos que arrollaban en Hollywood, tres nombres alcanzaron la gloria: Charles Chaplin, Buster Keaton y Harold Lloyd, haciendo de la gestualidad chiste, sonrisa, carcajada.

Chaplin (Londres, 1889-Corsier-sur-Vevey,1977) debutó con cinco años, sustituyendo a su madre en una ocasión en la que le falló la voz. Su desparpajo le valió el reconocimiento de la compañía, y desde entonces nunca le faltó un papel, por pequeño que fuera. Con 23 años se incorpora al plantel de cómicos de la Keystone (el estudio de comedias slapstick más célebre de la época).

Conocido en Latinoamérica como «Carlitos», Chaplin era pequeño (1,65 metros de alto), femenino y grácil en sus movimientos. En sus películas encontramos un mundo hostil y falto de caridad que combate con sorprendentes estratagemas, actitud servil transitoria o haciéndose pasar por otro. Comprometido socialmente, trata de generar conciencia en el espectador. Basta con recordar uno de sus grandes títulos, El chico, donde un niño es abandonado por su madre y recogido por un vagabundo, Tiempos modernos, una deliciosa sátira a propósito del trabajo, o El gran dictador, su primera película sonora, una colosal crítica antifascista.

Sus películas, sus maneras, están atravesadas por una poesía que habla de las ganas de vivir, de que hay un modo de hacer brotar la belleza en lo humilde que conviene ejercer, albergan una suerte de magia que incita al contagio. Recibió el Óscar honorífico en 1971.

Desde sus inicios en el vodevil, junto a su padre, el también actor Joe Keaton, Buster Keaton (Kansas, 1895-California, 1966), que se ganó el apodo de «Cara de piedra», consiguió notoriedad por la violencia de sus números, prohibidos en numerosas ocasiones. Medía lo mismo que Chaplin, pero su cuerpo estaba mejor formado y tenía maneras de atleta clásico. Su enorme resistencia física marcó su comicidad, basada en encajar cualquier golpe con estoicismo e inexpresividad en el rostro (de hecho, se le anunciaba como «el hombre que nunca reía»), como vemos en El espantapájaros, cuya trama nos presenta a un hombre que, para zafarse de quienes le persiguen, tiene que hacerse pasar por eso mismo, un espantapájaros, y aguantar todo tipo de golpes y molestias, impertérrito.

Keaton, de mirada hipnóticamente melancólica, sentía fascinación por los objetos técnicos. En sus películas siempre encontramos todo tipo de dispositivos y artilugios mecánicos, que terminan por complicarle la vida. Un ejemplo claro es El maquinista de la general –el mayor fracaso financiero del actor–, que narra el robo real de una locomotora por parte de los soldados de la Unión durante la Guerra de Secesión. Por cierto, Keaton era su propio doble: es él quien cuelga de un tronco que pende del borde de una catarata en La ley de la hospitalidad.

Harold Lloyd: «Mi humor nunca fue cruel o cínico. Simplemente agarraba la vida y le daba un codazo de diversión»

«Cara de palo», como se le conoció en España, manejaba un humor salvaje, indócil contra los elementos, titánico. Y feroz. Obtuvo el Óscar honorífico en 1960, también, como Chaplin, seis años antes de morir.

En 1952, Chaplin y Keaton compartieron una escena de ocho minutos en la película Candilejas. El paroxismo de Chaplin tocando un violín desafinado, frente al estoicismo de Keaton tañendo las teclas de un piano disléxico.

El tercero en discordia, Harold Lloyd (Nebraska, 1893- California, 1971) tiene un aspecto mucho más común que sus compañeros: gafas de carey (que no utilizaba fuera de pantalla), sonrisa de ciudadano modélico, canotier ajustado y traje impecable. No en vano, el alter ego de Superman, Clark Kent, está inspirado en él. Medía 1,78 con su atuendo siempre impecable. Representaba el sueño americano. Fue el actor mejor pagado y el más popular en la década de los años veinte. Cualquiera podía identificarse con él en la pantalla.

Su comicidad surge de los imprevistos, contratiempos y tropiezos a los que se tiene que enfrentar para conseguir su ascenso social. Su estilo rápido, improvisado, que se iba desquiciando in crescendo, comienza siempre con un argumento sencillo y pausado que concluye felizmente.

Una de sus películas icónicas, El hombre mosca, con esa escena mítica en la que vemos a Lloyd agarrado a las manecillas de un gran reloj que corona un rascacielos por encima del tráfico, representa al americano medio al que cualquier cosa, en aquellos felices años veinte, parecía posible. Basta emprender una lucha sin cuartel para conseguir el éxito. Y él lo obtuvo: su mansión disponía de 44 habitaciones, 26 cuartos de baño, doce fuentes, doce jardines, un campo de golf y varias canchas deportivas. Fue el primero en recoger el Óscar honorífico, en 1952.

«Mi humor nunca fue cruel o cínico. Simplemente agarraba la vida y le daba un codazo de diversión». A sus imberbes 35 años, publica su biografía, Una comedia americana. «La risa es el sonido más hermoso del mundo», dejó escrito.

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