Pedagogía de la creatividad en la era de la deshumanización
Volver a dar relevancia a las humanidades es un proceso que arranca en las aulas. Es ahí donde se enseña nuevamente a usar la creatividad en el pensamiento.
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Vivimos tiempos donde la productividad en forma de resultados se ha impuesto sobre otras necesidades menos «acuciantes». En este sentido, la sociedad trabaja en pos de datos, se deja guiar o es obligada a perseguir un objetivo impuesto externamente, una meta compuesta a su vez de múltiples metas en una carrera interminable. Quienes cohabitan alrededor persiguen el mismo señuelo, como si de galgos en un canódromo se trataran. Y, lo que es peor, se ven unos a otros como enemigos o competidores incompetentes. Utilizando otro símil con la imagen de un cuadrúpedo, además poseen grandes orejeras, como burros domesticados para no desviarse de esa yincana no exenta de numerosos obstáculos. Sin duda, la predominancia de las ciencias por encima de las humanidades es síntoma inequívoco del desequilibrio de la balanza social.
Tal vez quien la sostiene –quienes la sostienen, como monstruo o Dios de numerosos brazos– haya dejado caer su venda para poner más peso en uno de los platos. Lo que es un hecho casi tangible es que, si seguimos dando preferencia a una faceta humana por encima de otra y, sobre todo, si seguimos despreciando nuestra esencia humanística por encima de otras prioridades creadas artificiosamente, el conejo mecánico acabará saliéndose de su raíl, dando al traste con la competición y con las apuestas sobre ella vertidas. Deberíamos dejar de enfocar la totalidad de nuestra atención hacia cuestiones que son ajenas a nuestra naturaleza para proyectar la mirada hacia nuestro interior. Preguntarnos qué es lo que nos dignifica como especie, qué estimula aquel carácter virtuoso que nos ha hecho progresar durante todos estos siglos. Aunque hayan tenido épocas de esplendor, las humanidades han pervivido siempre entre sombras, a pesar paradójicamente de su luz interior. Condenadas como elementos marginales a ocultarse del panorama general.
Como diría Fernando Savater, las humanidades siempre han estado luchando en contra de su minoría. A pesar de su importancia, han suscitado siempre el interés de un ínfimo espectro de la sociedad. Eso sí, se trata –como diría el oxímoron juanramoniano– de una «inmensa minoría» en términos simbólicos. Todo el mundo tiene que valorar las cuestiones científicas, porque si no la especie humana desaparecería, mientras que las humanidades son valoradas por aquellos que no solo quieren sobrevivir, sino que quieren que la vida «valga la pena». Esa «búsqueda de lo que merece la pena en la vida» es «tarea de unos cuantos». Los beneficios que pueden aportar las humanidades no surgen a corto plazo, sino que deben ser esperados pacientemente, como semillas que parecen no germinar. Una tarea aparentemente inútil que podría rebasar los límites de la lógica cuando lo que tratamos de hacer progresar, más que una semilla es ese «árbol seco» al que refería la fábula de Andréi Tarkovski en Sacrificio. En ella, un monje hace subir a su discípulo una colina diariamente para regar un árbol seco. Tras pasar tres años, el árbol milagrosamente florecerá.
Los beneficios que pueden aportar las humanidades no surgen a corto plazo, sino que deben ser esperados pacientemente
Paradójicamente, el término «humanidades» proviene del término latino humanitas, el cual remite a humanidad; humanidades históricamente maltratadas por ese espíritu destructor o de thanatos freudiano que habita en nosotros, a las que hoy más que nunca se vuelve la espalda. Asistimos a una época de deshumanización en la que el ser humano muestra indicios de su decadencia. Al mismo tiempo, la imagen de esta sociedad deshumanizada queda reflejada en su medio. Nos estamos refiriendo a la huella que infringe sobre el territorio: un paisaje desértico y maltratado por quien no habita, como herencia para futuras generaciones. ¿Cómo combatir tanta mediocridad? Atajar el problema de raíz supone indefectiblemente acudir al ámbito educativo. Allí donde empieza todo, las «fuentes del Nilo» del individuo, por así decirlo. Lo sembrado en las primeras etapas de formación servirá como azogue del espejo futuro.
Más que desde la perspectiva filosófica, cabe enfocar esta cuestión a partir de la pedagógica. Abandono pues la faceta de eterno aspirante a pensador para embarcarme en aquella otra con la que, desde hace unos cuantos años, me he ganado la vida: la de educador. Desde mis conocimientos artísticos o estéticos, he procurado transmitir determinados valores a mi alumnado, en concreto procurando despertar en cada uno de ellos y de ellas su talento «creativo». Concepto que ha cobrado gran importancia en los últimos tiempos y, aunque a veces ha sido utilizado con excesiva facilidad e incluso ligereza –escondiéndose en muchos casos, tras tanta palabrería, la vacuidad absoluta–, puede servir como auténtico peso para contrarrestar el desequilibrio de la balanza anteriormente referida.
Muchos han sido los investigadores y pensadores que han incidido sobre este concepto en sus diferentes estudios –desde el archicitado sir Ken Robinson, pasando por Howard Gardner, Manuela Romo, Ellis Paul Torrance, Jessica Cabrera, Saturnino de la Torre, Antonio Machón o José Antonio Marina–. Todos ellos concluyeron en algo clave: la capacidad creadora ha quedado desterrada del ámbito artístico e incluso de lo innato –como la musa que bajaba e iluminaba a quien creaba– para pasar a ser dominio público y democrático. La idea de inspiración ha dejado paso a la del trabajo. Lo decía Camilo José Cela: «La inspiración no existe. No soy yo el que dice que no existe, era Baudelaire. Cuando le preguntó una señora «qué es la inspiración, maestro?» le contestó, «señora, la inspiración es trabajar todos los días», claro. Yo me siento a la mesa de escribir y la inspiración acaba llegando».
Cualquiera puede ser creativo, sin importar el ámbito desde el que trabaje o desde la vocación o talento propio. La creatividad se entenderá como esa capacidad original para ser capaz de superar los diferentes obstáculos que aparecen a lo largo de la vida. El cómo sea capaz de resolverlos será una tarea a perfeccionar a lo largo de la vida, aprendiendo a través del error –algo en lo que hemos sido educados para evitar, pero que representa verdaderamente la fuente de los aprendizajes–.
Actualmente, el progreso humanístico parece haberse topado con una gran mole en su camino. El reto estará en ser capaz de sortearlo desde los diferentes ámbitos. Debemos derribar las falsas paredes que hemos levantado para dividirnos y sumar cada uno de nuestros saberes, conocimientos o talentos. He ahí la esencia de lo humanístico, su capacidad polímata. Puesto que, como decía ya Ortega, vivimos en una sociedad sumamente especializada, no se trata ya de contener diferentes saberes en uno mismo –algo esencialmente renacentista– sino de compartir diferentes saberes desde diferentes individuos. La forma de alcanzar esa habilidad propia y característica de cada uno se encuentra limitada por muchos factores, que irán apareciendo a lo largo de las primeras etapas de la vida. El ámbito personal será determinante: el modo en que desde el espacio familiar se espolee ese talento o se deje libertad para encontrarlo desde la libertad, o el entorno educativo o de enseñanza reglada. El cómo los profesores harán uso de la sensibilidad para desarrollar correctamente su importante labor, de gran responsabilidad.
Como venía diciendo anteriormente, desde mi posición como profesor he intentado formar a mis pupilos en estas cuestiones, más allá de la materia que me tocaba impartir. Buscando transmitirles de forma didáctica e incluso lúdica los conocimientos, invitándoles a mirar hacia dentro para hacerse preguntas y tratar de responderlas de forma autónoma y personal. Haciéndoles valorar los elementos positivos de la esencia humana, lo que nos enriquece y no resta, para materializarlo en «creaciones». Esa es la enseñanza que he pretendido transmitir desde mi humilde posición y mis limitaciones como constante aspirante a humanista.
Los resultados no llegan de la noche a la mañana pero, pasado un tiempo, he vivido la experiencia de encontrarme con algunos de mis antiguos alumnos y alumnas, que han sabido ver a posteriori el valor de lo transmitido, cómo ha influido en sus propias vidas y personalidades. Esto es lo verdaderamente enriquecedor para quien ha buscado transmitir dichos valores, lo que compensa la lucha cotidiana y las no pocas frustraciones generadas tras el paso por las aulas. Que las futuras generaciones sean capaces de pensar por sí mismas de forma crítica, haciendo uso de sus talentos y aplicándolos en sus habilidades, a fin de construir una sociedad cada vez más unitaria y heterogénea, donde cada pensamiento cuente y enriquezca, por encima del empobrecimiento al que día tras día, desde un lugar invisible, desde las decisiones tomadas por seres superiores sin rostro, se empeñen en condenarnos.
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