Sociedad

Enfermar de nacionalismo

Mientras que el mundo se une en una aparente aldea global, las fracturas nacionales asoman con una celeridad cada vez mayor. Las crisis acentúan ese furor nacionalista. Pero definir qué es una nación —o por qué existe— no es tan sencillo. Para entenderlo hay que echar mano del espejo de la historia y la emergencia de la idea del ‘volkgeist’ en el siglo XIX.

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Óscar Gutiérrez
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09
mayo
2023

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Óscar Gutiérrez

La ignorancia es lo que envuelve el extraño manto de la nación, ese concepto etéreo, aunque no se trata de esa clase de ignorancia relativa a la estupidez. Lo que ocurre, en realidad, es que el término «nación», tan sólido como pretende, parece siempre endeble. ¿Es, acaso, imposible de definir? «Sabemos lo que es cuando no nos lo preguntáis», defendía el politólogo Walter Bagehot en el lejano año de 1887. Y su sorna era una declaración precisa acerca de la propia imprecisión del concepto. Al fin y al cabo, ¿qué es una nación sino una comunidad imaginaria y, por tanto, arbitraria?

El problema surge en su raíz: hay tantos aspectos que crean la nación que, en realidad, se podría argüir que no hay ninguno. Desde la geografía hasta la lengua o las creencias religiosas, las comunidades se han establecido a partir de elementos que, dependiendo del país, difieren de forma radical. No solo los símbolos son distintos, sino también los criterios: mientras que en la formación de la nación alemana la lengua era un eje esencial, en Francia, aunque importante, no adquiría tamaña trascendencia. Algo que, si bien aparentemente pueda resultar paradójico, es básico para la coherencia del concepto: las naciones deben diferir entre sí y, a su vez, deben tener ciertos rasgos inmutables a lo largo de la historia, tal como intentaron argumentar los filósofos alemanes decimonónicos con la idea del Volkgeist, el «espíritu del pueblo».

Ideas que, no obstante, constituyen artificios intelectuales: la nación no antecede al nacionalismo, sino al revés. Es decir, no existe como un fenómeno invariable y espontáneo surgido a través del paso de la historia: es el nacionalismo, en cuanto fenómeno histórico, el que crea las naciones y sus correspondientes Estados. El nacionalismo sí es definible con cierta sencillez, como «un principio que afirma que la unidad política y nacional debería ser congruente», en palabras del filósofo checo Ernest Gellner. Así, según explica Marc Sanjaume, profesor de Ciencias Políticas en la Universitat Pompeu Fabra, «las naciones no aparecen ex nihilo, contienen un elemento de construcción cultural sobre una base preexistente trabajada y mitificada». En el caso de España, por ejemplo, la Reconquista y sus batallas míticas «son hechos históricos que el nacionalismo se encargó de incorporar a un acervo nacional común», como defiende Sanjaume.

Marc Sanjaume (Universitat Pompeu Fabra): «Las naciones no aparecen ex nihilo, contienen un elemento de construcción cultural sobre una base preexistente trabajada y mitificada»

¿No son estos mitos, por tanto, los que en realidad forman el esqueleto de la idea donde descansa el país? Es una impresión que también señala el adagio del viejo historiador Ernest Renan: «Interpretar mal la historia forma parte de ser una nación». Y así es: los símbolos, tradiciones y relatos históricos son, en gran medida, «tradiciones inventadas», en palabras del historiador británico Eric Hobsbawm. «Las naciones modernas buscan estar enraizadas en la antigüedad más remota. Buscan ser comunidades humanas tan “naturales” que no necesiten más definición que la explicación», explicaba, lo que incluye desde los bailes populares a los símbolos nacionales más destacados. Incluso la vestimenta: las faldas escocesas no lo eran hasta que, a la hora de dotar de una raison d’être particularmente escocesa, adquieren tal categoría: pasan a representar la identidad estética.

El triunfo popular de la nación en cuanto a concepto, sin embargo, puede resultar naturalmente atractivo: «El tejido social, desde las amistades a cualquier institución, descansa sobre una base de identidad construida e imaginada», sostiene Sanjaume. «Necesitamos pertenecer a algo y el nacionalismo es la comunidad ganadora en la modernidad por encima de vínculos antiguos», apunta.

¿Un nacionalismo por la libertad?

«El nacionalismo es un fenómeno que se da en casi toda Europa a lo largo del siglo XIX, si bien se parte normalmente de uno de corte más liberal, con concepciones más cívicas y vinculadas a las constituciones del momento», explica Alejandro Quiroga, profesor en la Universidad Complutense de Madrid. Esta primera forma de nacionalismo –que surge de manera integradora, al contrario que los modelos posteriores– es el fenómeno que alumbra los primeros Estados-nación, da paso al liberalismo político y acaba con el Antiguo Régimen (es decir, con las formas políticas de las viejas monarquías europeas). No obstante, se trata de algo limitado. «A partir de la segunda mitad del XIX y principios del siglo XX, los nacionalismos étnicos van ganando terreno en casi toda Europa. Aunque la división entre cívico y étnico nunca es pura, las concepciones biologistas y racistas se van afianzando», relata Quiroga. La razón, según defiende el profesor, recae en las motivaciones del escalón más alto de la jerarquía: «Según se va ampliando el sufragio, la manera de integrar a las masas sin pagar un precio democrático es a través de la nación. Algo que sirve también como contrapeso contra el auge del movimiento obrero».

Alejandro Quiroga: (Universidad Complutense): «Según se va ampliando el sufragio, la manera de integrar a las masas sin pagar un precio democrático es a través de la nación»

Así, el nacionalismo pasa a ser un fenómeno esencialmente excluyente. Se vuelve, en definitiva, un salvoconducto político. Basta observar cómo, a pesar de la globalización, tras la crisis de 2008 surge un auge nacionalista. Y lo hace a través de las dos vías posibles: la secesionista –como muestran el caso catalán y el escocés– y la del reforzamiento del Estado-nación –como ejemplifican países como Estados Unidos, Italia o Brasil–. Ocurre, además, ante una realidad que parece cada vez más hostil a las ambiciones y poderes políticos. «Ambas se plantean como marcos de solución a una crisis económica. Se ofrece nación a cambio de mantener un modelo económico en crisis», explica Quiroga. El caso catalán es ilustrativo, según señala el profesor. «Es a partir de 2010 cuando empieza a aumentar el apoyo al independentismo. Es entonces cuando se da un paso más allá y esas élites que no eran abiertamente independentistas acaban en el movimiento como marco de salida a la crisis económica de la que en muchos casos ellos son partícipes», explica. «También como respuesta al 15M: no hay banderas cuando rodean el Parlamento de Cataluña y los políticos salen en helicóptero», añade.

El mundo actual genera una paradoja: este es un momento en el que «la mayor proximidad global genera más necesidad de pertenencia local», tal como sostiene Sanjaume, que señala que estamos ante un «repliegue» a un nacionalismo que recuerda al del siglo pasado. Y no es la única y retorcida ironía: la expansión de las ideas democráticas, esas sobre las que algunos decidieron proclamar el fin de la historia, ha llegado a favorecer la proliferación de nuevos Estados y nuevas demandas estatales. Las tensiones crecen hasta puntos insospechados: «El populismo se sirve hoy de los nacionalismos incluso hasta erosionar los pilares del liberalismo democrático». Sin embargo, ¿cuán grande puede llegar a ser una bandera?

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