Sociedad

¿Es la democracia el fin de la Historia política?

Desde el final de las dos guerras mundiales, hemos asumido la democracia como un sistema indiscutible e inamovible. Pero, entonces, ¿representa el fin de la Historia política? ¿O existe otro sistema para el que aún no poseemos el progreso suficiente?

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22
septiembre
2023

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La Historia es la víctima más escurridiza de la humanidad. Múltiples pensadores han querido «asesinarla» a lo largo del periplo existencial de nuestra especie, sin ningún resultado favorable. Entre los más famosos apólogos del final de la Historia política, con sus guerras y sus revoluciones, y la entrada en una apacible cotidianeidad pacífica se encuentran Hegel, Karl Marx y Francis Fukuyama. El último defendió en su ensayo El fin de la historia y el último hombre que la democracia liberal era capaz de detener la lucha de clases descrita por Marx, Engels y sus continuadores.

En verdad, la extensión de la globalización parecía estar dando la razón a los defensores del estatismo, en parte porque, si se analiza la cuestión desde una perspectiva reflexiva y analítica, tienen razón. Más tarde que temprano, de sobrevivir a sus desmanes, el ser humano se dirige a un punto de unidad y equilibrio donde, evidentemente, todos los días suceden cosas, pero a nivel político hay una deseable quietud. La cuestión es cómo será este futuro. ¿Existirá una sociedad comunitaria, una regida por un Estado, será democrática, una tiranía global? ¿O un sistema que hoy en día no podemos imaginar por el sencillo hecho de que no poseemos el progreso acumulado suficiente como para fantasearlo?

Sin embargo, desde el final de las dos guerras mundiales hemos asumido la democracia como un sistema indiscutible e inamovible. Una victoria del «pueblo», erigido en «ciudadanía», del que emanan los poderes sobre los que se sustenta el Estado. La ciudadanía, bajo sufragio universal, elige, selecciona, ejerce una fuerza decisiva y no necesariamente violenta que condiciona el hacer político del Estado. Sin embargo, esta visión de la democracia es idílica y, por lo tanto, irreal. La democracia necesita, en primer lugar, de una ciudadanía íntegra, formada y concienciada en su propio rol. Es decir, ejercer el papel de «ciudadano» no puede delimitarse a crear un (pre)juicio rápido sobre los candidatos políticos de cada momento y ejercer su derecho al voto. Este proceso es una consulta, no la participación extensa que dé lugar a un debate racional, aunque sea en un nivel precario desde la perspectiva intelectual.

Además, la formación exigible al ciudadano, para ser tal y no convertirse en adoctrinamiento, no puede estar sesgada y limitarse a narrar las bonanzas y logros del sistema, sino que debe mostrar desnuda la realidad histórica (al menos, el relato que consideramos como la «Historia») y arriesgarse a una impresión fundada y negativa por parte de cientos de miles de ciudadanos. Pero, a cambio, la democracia estará ejercitando sus dos grandes fortalezas como sistema que son, por un lado, la versatilidad para poner distintos proyectos políticos en marcha, y por el otro su posibilidad de mejora mediante una autocrítica donde los distintos grupos o colectivos sociales luchan con la palabra, no con las armas.

Nunca ha habido una visión del ser humano tan igualitaria como la que gozamos en la Europa de nuestros días

Por otra parte, ¿no tenían razón acaso Tucídides, Platón, Aristóteles, Napoleón o Lenin en dudar del equilibrio del sistema democrático? Precisamente, porque los seres humanos sumamos una colectividad rica en diversidad y matices es necesario aceptar que habrá una mayoría de personas que se limitarán a satisfacer sus necesidades y a dejar correr sus años de vida, mal que pese desde un prisma más elevado y reflexivo. ¿Cómo exigir una sana participación política a quienes no la desean o no son capaces de concebirla como parte indispensable de su «estar» en la sociedad? Simplemente, no se puede. Obligar a una participación extensa sería recurrir a la tiranía. No hacerlo parece la mejor opción, pero conlleva un alto precio: las democracias tienden a degenerar, como se dieron cuenta los primeros grandes filósofos griegos. Quienes desean participar en la política se especializan en el ámbito en el que aspiran prosperar; la sociedad diversa, teóricamente unida bajo una misma conciencia de participación y respeto mutuo, centra su mirada en los «derechos» que el sistema democrático les garantiza, pero no en sus «deberes»

Lentamente, los sistemas democráticos comienzan a devenir en «tiranías del oportunismo», es decir, que los movimientos políticos terminan por regirse por intereses casi completamente ajenos a cualquier esbozo de voluntad popular. No se trata ya de discutir la cuestión de si la democracia es la tiranía de la mayoría, sino de admitir que una democracia descuidada –y es inmensamente fácil que el sistema termine en ese estado– va a revestir la voluntad de un diminuto grupo de personas sobre la mayoría haciendo creer, además, que sí representa ese sentir popular, previamente arengado y publicitado. La sociedad se convierte en una silenciosa lucha egoísta de intereses donde los principios emanados de la razón han quedado relegados y la opinión colapsa toda posibilidad de un extenso debate social.

Algunas posiciones políticas llevan exigiendo desde los últimos quince años que la democracia liberal debe evolucionar a una «democracia participativa» y hacen referencia, en ocasiones, a la Grecia clásica. Sin embargo, la referencia es nefasta (en aquella época ni siquiera el derecho al voto era universal) y el sistema, inviable. De nuevo, es difícil crear ágoras neutrales donde la discusión fluya, valorar los discursos en función de la honestidad intelectual y de la certeza del contenido, y no bajo falaces principios de autoridad que dibujen liderazgos apriorísticos; y llegar a acuerdos masivos.

La realidad política, en cambio, dicta que unos pocos deben ocuparse de las decisiones concretas que edifican el gobierno. Por lo tanto, es más importante esforzarse en determinar quién es digno de formar parte de los cargos del Estado, si lo queremos plural, libre y social. Para conseguirlo, no obstante, debemos aprender a dejar a un lado el egoísmo, y para ello es imprescindible ejercitar la reflexión que nos ha sido dotada innata a todos los seres humanos en una mayor o menor medida y así distinguir distintos aspectos de los asuntos a tratar, buscando una límpida justicia en cada acto. O dicho todo esto en otras palabras: quizá no estemos preparados en nuestra civilización para asumir el refinado desafío que supone la democracia.

¿Un futuro democrático?

Por todos estos motivos resulta bastante difícil de imaginar que la democracia represente ningún final de la Historia política. Entre otras cosas, porque sea cual sea el régimen de gobernanza que impere en un país, civilización o especie, la Historia, entendida en su naturaleza de acontecimientos ordenados en función de la percepción del tiempo de seres conscientes de este proceso, nunca va a desaparecer mientras haya existencia, permanezca con vida nuestra especie o haya desaparecido por el resto de la eternidad. Solo si se define la Historia como un cambio de sistemas políticos y de ideas en una misma civilización o especie se halla un estatismo en el horizonte. Pero ese parnaso necesita de grandes dosis de conocimiento colectivo de la realidad, es decir, del que trasciende a la educación de una época. En un proceso casi eterno de conocimiento, ¿cuándo es este final? Pero, además, ¿cómo asumir que un sistema imperfecto como es la democracia, el mejor de los que hemos sido capaces de desarrollar hasta el momento, ha de representar el sistema idóneo en unos niveles más evolucionados de progreso intelectivo, espiritual, científico y tecnológico?

Los egipcios antiguos diferenciaban al ser humano en dos clases, los egipcios, humanos de pleno derecho, y los no egipcios, que eran algo así como «seres humanos de segunda categoría», porque al no ser habitantes del Nilo se encontraban al margen de su cosmogonía, que era restrictiva a unas dinámicas culturales estrechamente ligadas a sus tierras de origen. Los griegos y romanos, padres de nuestra civilización, comerciaban con esclavos sin demasiado pudor. De hecho, pensadores como Platón o Aristóteles defendieron la esclavitud, un acto nada reprochable si se analiza desde un sincero rigor histórico: que hubiese unas personas con derechos de «ciudadanía», otras libres que no la poseyesen y otras más que era «normal» que fueran esclavas. Los griegos y más tarde sus autoproclamados herederos, los romanos, consideraron su cultura superior y preferible a la de otros pueblos, considerados «bárbaros» (literalmente, «los que balbucean»). Su posición mediterránea, abierta al mestizaje, pero también a la continua rivalidad, fue un vector clave para curtir este carácter. Y si acudimos a la antigua China, los campesinos y personas de oficio, sin instrucción ni alfabetización básica, o que no pertenecían a la nobleza, según cada etapa histórica, eran considerados los «hombres pequeños». Nunca ha habido una visión del ser humano tan igualitaria ni un respeto hacia las otras culturas tan elevado, fino y curtido tras siglos de profunda reflexión y discusión filosófica y de adecuaciones sociales como la que gozamos en la Europa de nuestros días.

Se deberá entender la política no como el juego de imposiciones y de dominio que aún es hoy en día

Por tanto, determinar el futuro que nos espera a largo plazo es complicado y trazar sus matices es casi imposible. Sí puede preverse hacia dónde ha de dirigirse ese futuro cuasi inalcanzable: entender la política no como el juego de imposiciones y de dominio que aún es hoy en día, sino como una adecuación de quien por su naturaleza y en sus circunstancias le corresponde participar de esos asuntos. Para ello, es necesario haber alcanzado una comprensión del sentido de igualdad muy superior a la actual, no basada en el reconocimiento en base a la ley ni en compartir unas determinadas características, en nuestro caso, las humanas. Más bien se fundamentaría en el hecho de compartir la pertenencia al cosmos, el acontecimiento común de la vida.

También de aquí se deriva entender que la utilidad no está por encima de la esencia. Respetar la experiencia vital del prójimo comienza por aceptar la propia, nuestra condición limitada. Pero en este proceso consiste entonces precisamente el gran reto existencial: admitir la capacidad propia para corregir errores desde la asunción de que reflexionar sobre el error nos dota de la oportunidad de «ser mejores» en tanto a ser más plenamente nosotros mismos.

En consecuencia, ese futurible no se cae de ningún guindo idealista, sino que precisa de grandes dosis de conocimiento aceptado y facilitado en su comprensión hacia los demás. Sería una sociedad de un sistema sumamente flexible, donde no existe la economía como la conocemos ni la «necesidad» de generar mayor riqueza que la provisión de cuantos bienes y mejoras, tecnológicas y de otras clases, son imprescindibles para el bien común, que es la suma de los bienes individuales, del servicio al prójimo con diferentes labores porque necesitan ser realizadas y se es más óptimo para unas que para otras.

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