Biodiversidad

Cuando los animales sueñan

En ‘Cuando los animales sueñan’ (Errata Naturae), David M. Peña-Guzmán se adentra en el inexplorado mundo subjetivo de las especies que conviven con nosotros.

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03
mayo
2023

Aunque los seres humanos llevan miles de años fascinados por los posibles mundos oníricos de otros animales, la primera publicación científica moderna dedicada al sueño de los animales data de 2020. En un artículo publicado en Journal of Comparative Neurology, con el título Do All Mammals Dream?, los biólogos Paul Manger y Jerome Siegel expresan sus dudas acerca de que los humanos seamos los únicos animales que experimentan secuencias oníricas al dormir, y se preguntan si tal vez los sueños (ese curioso proceso mental que el sociólogo Eugene Halton describe como «el ritual nocturno de los iconos internos de la mente») son un rasgo universal de la vida mamífera, algo que tenemos en común con las demás especies cuyas crías se alimentan de las glándulas mamarias de la madre. Me gustaría subrayar que este artículo destaca como una auténtica anomalía en el seno de la investigación sobre el sueño de los animales: es la única publicación que, en una revista científica, emplea los términos «sueño» y «soñar» explícitamente aplicados a animales distintos del Homo sapiens.

En honor a la verdad, hay que reconocer, sin embargo, que no es la única que arroja luz sobre lo que sucede dentro del cuerpo y la cabeza de los animales durante el sueño. En absoluto. A lo largo del siglo pasado, biólogos, psicólogos y neurocientíficos lograron grandes avances en la comprensión del sueño de los animales, lo que nos permite tener una imagen más completa de los aspectos fundamentales de la experiencia animal en la gran barrera que separa el sueño de la vigilia.

Aun así, esos mismos expertos han huido siempre de describir sus hallazgos usando el lenguaje de los sueños. En su lugar, han preferido términos más ambivalentes desde un punto de vista fenomenológico, como «comportamiento onírico» y «reproducción mental», que les permiten hablar largo y tendido sobre los mecanismos del sueño animal (los procesos biológicos que lo regulan, los cambios fisiológicos que lo desencadenan, las variaciones neuroquímicas que ocasiona, etc.) sin necesidad de posicionarse con respecto a si alguno de los animales estudiados experimenta de verdad algo subjetivo en algún momento del ciclo de sueño. Debido a su agnosticismo intrínseco, estos términos terminan excluyendo varias de las preguntas más estimulantes, desde un punto de vista filosófico, que plantea la posibilidad de soñar en los animales; en concreto, las relacionadas con la consciencia, la intencionalidad y la subjetividad.

El miedo a ver a los animales como criaturas con mente propia permite considerarlos mero alimento que consumir, mano de obra que explotar, recursos que utilizar

Aquí, parto de la investigación actual sobre el sueño de los animales para demostrar que aquello a lo que se refieren los científicos con términos tales como «comportamiento onírico» y «reproducción mental» debe tomarse como el resultado de secuencias oníricas generadas internamente que los animales experimentan (aunque solo sea de manera momentánea) como su realidad misma. Para rechazar esta interpretación fenomenológica, sostengo que sería necesario abrazar a la vez dos creencias contradictorias: en primer lugar, que muchos animales ostentan los mismos patrones de actividad motriz y neuronal durante el sueño que se admiten, en general, como indicadores de estar soñando en el caso del ser humano; en segundo lugar, que, mientras tiene lugar todo ese bullicio en su interior, esos mismos animales no notan, sienten ni piensan nada. Casi habría que creer que sus mentes desaparecen por arte de magia en cuanto se quedan dormidos; que, en el instante mismo en que caen en brazos de Morfeo, un abismo inmenso se abre bajo sus pies y los engulle. Aunque esta postura no es necesariamente contraria a la lógica, una lectura atenta de los datos empíricos revela que sí es insostenible. Incluso aunque los investigadores sean reacios a hablar sobre los sueños de los animales (debido a su humildad científica o su antropocentrismo, por ejemplo), sus hallazgos señalan justo en esa dirección.

Junto al nuestro, existen otros mundos inenarrables, unos mundos inhumanos, completamente «otros»

A mí lo que me preocupa es que, aparte de desvelar un doble patrón bastante problemático, esa renuencia a hablar sobre el sueño de los animales alimenta un prejuicio cultural mayor que justifica el trato espantoso que les damos. En un artículo seminal sobre la consciencia animal, el padre de la etología cognitiva, Donald Grin, llamó a ese prejuicio «mentofobia»: el miedo a ver a los animales como criaturas con mente propia. Este miedo permite considerarlos mero alimento que consumir, mano de obra que explotar, recursos que utilizar y especímenes que cultivar y diseccionar; es decir, cualquier cosa menos criaturas que viven, sienten y piensan según sus propios términos. Si bien la mentofobia afecta a todas las áreas de la vida social, Grin reconoció que ejerce una presión inmensa sobre la comunidad científica, presión que resulta más notoria cuando los investigadores se resisten a atribuir estados mentales complejos a los animales que estudian, a pesar de la abundancia de pruebas. A la mentofobia se debe que la mayoría de nosotros sigamos viendo a los animales, en las hoy tristemente célebres palabras del filósofo Norman Malcolm, como «bestias inconscientes»; es decir, como criaturas que comen, duermen y mueren, pero que no llegan a desarrollar nunca un vínculo cognitivo, emocional ni existencial significativo con el mundo. Una vez que se les encasilla en esa categoría, su suerte está echada. Hay demasiadas cosas que no cabe esperar de una bestia inconsciente.

Una de ellas es la capacidad de soñar. Y, aun así, observar los cambios de color del cefalópodo más famoso de Alaska es presenciar la colisión de dos realidades subjetivas: una humana; la otra, no. Es casi como si las llamativas metamorfosis de Heidi nos pusieran al alcance de los sentidos (humanos, demasiado humanos) ese ámbito de la realidad, fascinante aunque inescrutable, del que el observador humano lleva excluido desde tiempos inmemoriales: el mundo interior de otro animal. Quizá una fenomenología de los sueños de los animales pueda explicar por qué. Si, mientras contemplamos las transformaciones de Heidi, nos parece que estamos frente a otra realidad subjetiva que resulta a un tiempo reconocible y ajena, tal vez se deba a que la rítmica banda de colores que desfila sobre la superficie de su piel está revelando un sueño que (como los sueños del sinnúmero de animales que conoceremos en este libro) es, en sí mismo, señal irrefutable de que, junto al nuestro, existen otros mundos inenarrables, unos mundos inhumanos, completamente «otros».

Unos mundos animales y enigmáticos, extraños y ocultos.

Unos mundos sin contornos humanos. Unos mundos con centros no humanos.


Este es un fragmento de ‘Cuando los animales sueñan’ (Errata Naturae), por David M. Peña-Guzmán.

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