Cultura

Santayana, el gran filósofo olvidado

Aunque no especialmente célebre en España, la figura de George Santayana es esencial para comprender el desarrollo de la filosofía tanto en nuestro país como en el extranjero.

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27
abril
2023

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España atesora una nómina envidiable de pintores, poetas, escritores, cineastas y místicos, pero no de filósofos. Por eso sorprende que no reivindique con fiereza la altura de uno de sus más insignes pensadores, George Santayana, portada en la revista Time, amigo íntimo de Bertrand Russell, profesor en Harvard, candidato al Nobel y autor de una obra monumental que incluye un material epistolar de más de tres mil cartas dirigidas a algunos de los nombres imprescindibles del XX. Menos excéntrico que Unamuno, más cosmopolita que Ortega y Gasset (aunque quizás no tan mundano) y capaz de fascinar a María Zambrano, Santayana fue un hombre elegante de formas, discreto en sus maneras, pertinaz célibe y –como gustaba definirse– «católico estético». Acaso su reflexión más conocida sea que «aquellos que no recuerdan el pasado están condenados a repetirlo», que puede leerse en el pabellón 4 de Auschwitz, donde comienza la visita al campo de concentración.

Nació en 1863, en el número 69 de la madrileña calle San Bernardo, aunque la placa que le recuerda se emplaza en el 67 por la desaparición del inmueble original. Fue bautizado con nombre de justiciero de dragones, Jorge. No a secas: Jorge Agustín Nicolás Ruiz de Santayana y Borrás, aunque decidió acortarlo en George Santayana, americanizándolo.

En Madrid estuvo hasta los tres años para después mudarse a Ávila, donde regresó casa verano hasta que sus condiciones físicas se lo permitieron; más tarde se trasladó a Boston, lugar en el que permanecería cuatro décadas. Estudió en Harvard, donde terminó siendo profesor de futuras personalidades como T.S. Eliot, Robert Frost, Wallace Stevens, Gertrude Stein o Bertrand Russell, a quien le unirá una intensa amistad, pese a no compartir ideario filosófico ni político.

Su teoría está teñida de una profunda dimensión moral, un reconocimiento piadoso ante el intrínseco dolor que conlleva vivir y una gratitud por la belleza

Una de las apuestas teóricas más originales de Santayana explica el desarrollo de la sociedad por los instintos de autoconservación y apetencia de bienes materiales. Antidemócrata, partidario del poder de las élitesNuestra adhesión a un jefe natural no es una pérdida de libertad, es el reconocimiento de que nuestras ideas tienen un ejecutor y un intérprete»), rechazaba de raíz el nacionalismo, al que calificaba como «la indignidad de tener un alma controlada por la geografía», y anticipó la globalización, profetizándola como la «pobreza uniformizadora».

Tras la muerte de su madre, hija de un oficial y diplomático español, recibe una herencia que le permite abandonar la universidad y los Estados Unidos para dedicarse a escribir. A Harvard lo describe como «un anónimo agregado de insectos coralinos, cada uno segregando una célula y dejando que ese legado fósil se extienda sobre la tierra». Quiso escribir sobre Schopenhauer, pero le obligaron a investigar sobre Rudolf Hermann Lotze, adelantado en psicología científica. Harvard trató de recuperarle (infructuosamente) por distintas vías: prestigio, dinero, otras prebendas. El reputado crítico Edmund Gosse le retrata como un solitario empedernido, más a gusto en compañía de libélulas y zorzales que de personas.

Regresa entonces a Europa, donde vive otros cuarenta años, los últimos de los cuales los pasa en un convento en Roma regentado por las «monjas azules», así conocidas por el color de su hábito. Él, que ejerció un ateísmo sosegado; él, tildado tantas veces de homosexual (aspecto que permanece en estatus de hipótesis). Allí muere, en 1952, de cáncer. Meses antes, acudió a la embajada para renovar su nacionalidad española. Nunca quiso otra, aunque todos los escritos están en inglés.

Materialista, cercano a Spinoza en su mirada que otorga cierta eternidad sobre las cosas, su teoría está teñida de una profunda dimensión moral, un reconocimiento piadoso ante el intrínseco dolor que conlleva vivir y una sentida gratitud por la belleza. Incómodo con la concepción moderna de progreso, reivindicaba el espíritu humanista grecolatino y el liberalismo. «Cuanto más cambio, más soy la misma persona», aseguraba.

Cuarenta y siete años tardó en dar por terminada su primer texto de (auto)ficción, El último puritano. Memoria en forma de novela, que no pudo recibir el Pulitzer por no tener la nacionalidad norteamericana. Protagonizó la portada de la revista Time el 3 de febrero de 1936. Antes había publicado poemarios y su monumental La vida de la razón. Fases del progreso humano, un ensayo en cinco volúmenes (La razón en el sentido común, La razón en la sociedad, La razón en la religión, La razón en el arte y La razón en la ciencia). Otras de sus obras más conocidas son El sentido de la belleza e Interpretación de poesía y religión.

Fascinado por Sevilla, «una Roma provinciana», hizo amistad con Eugenio D’Ors, que se extrañaba de que no fuera más popular en su tierra; con Unamuno (que le llamó «el protestante de Boston»); con Juan Ramón Jiménez, que celebraba su poesía, y con Jorge Guillén. Con Ortega mantuvo ciertas tiranteces a cuenta de los maestros alemanes, excesivos a juicio de Santayana.

Su línea filosófica conjuga tradición y pragmatismo, fuentes clásicas e intuiciones modernas. Su estilo, demasiado boscoso por momentos pero fecundo en ingenio y humor, se adentra filosóficamente en la historia de las ideas, la crítica literaria, la naturaleza humana o la influencia de la religión en la cultura y la psicología, entre otros asuntos. A pesar de escribir sobre los más diversos temas, tuvo claro que «la vida no se ha hecho para comprenderla, sino para vivirla».

Wallace Stevens le dedicó un largo poema, A un anciano filosofo en Roma: «Dormitas en las profundidades de la vigilia,/en tu cálido lecho, al borde de la silla, vivo/ aunque viviendo en dos mundos/contumaz en uno y contrito en otro,/impaciente del esplendor que necesitas».

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