Opinión

Aseo y elegancia

La elegancia demanda un ejercicio de control alejado del actual impulso de lo inmediato, algo que el sujeto hipermoderno es incapaz de hacer: vive en el mundo de la simultaneidad.

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28
marzo
2023

No son buenos tiempos para la elegancia, especialmente si acudimos a la definición de Balzac, que presenta la vida elegante como el arte de animar el reposo. El ánimo, en la actualidad, se configura en las antípodas del reposo, y se inscribe en el perfil de la hiperacción y del emprendimiento.

La elegancia se debilita desde el momento en el que no se comparte un sentir temporal común, provocando la imposibilidad de unificación en lo contemporáneo, sustituyéndolo por el tiempo de la simultaneidad, un tiempo desunido e individualizado donde el acontecer se manifiesta a la par en el tiempo; es decir, un tiempo donde todo ocurre a la vez que las otras cosas ocurren, pero sin aparente unión, confundiendo así lo contemporáneo con lo simultaneo.

Lo contemporáneo precisa de un reconocimiento colectivo que genera comunidad, pero para el sujeto hipermoderno, reconocerse como contemporáneo conlleva someterse al relato de «los otros», percibiéndolo como un demérito desde el momento en el que no logra diferenciarse del resto. De ahí, por tanto, que prefiera mostrarse desde lo simultáneo, aconteciendo a la par que los otros acontecen.

El sujeto hipermoderno no tiene la curiosidad por conocer, sino el apetito de actualizarse

La elegancia demanda un ejercicio de sujeción y de control alejado de ese impulso de lo inmediato que parece bañar el devenir contemporáneo. Cualquier exigencia de contención emocional, en una sociedad hipersensibilizada, se experimenta como un gesto de tiranía. En el sujeto hipermoderno se han reconfigurado los mecanismos de la vergüenza, debilitando los resortes de la discreción y asumiendo que la hegemonía de la acción se sostiene en el anuncio de la misma, mostrándose por doquier sin reparo, careciendo así de la elegancia que ofrece el recato.

Continuando con Balzac, no es menos relevante la afirmación en que mantiene que para llevar una vida elegante es preciso llegar al menos a la retórica. Así, uno debe expresarse de manera elegante: la elegancia en el discurso apremia a conocer y articular debidamente la expresión sin mostrar pedantería alguna, adaptándose con naturalidad a cada contexto. La oratoria elegante procura la captación psicológica del auditorio. No obstante, si nos atenemos a los predicadores actuales, el objetivo se centra en el aherrojo atencional del otro. Para este cometido, la expresión, ya sea oral o escrita, se ha ido mermando, reduciendo el léxico, empobreciendo adjetivos, amparándose en un discurso vulgarizado bajo el argumento de la cercanía, quedando así reducida al eslogan emocional.

Por último, la elegancia requiere del aseo, pero de un aseo entendido desde la composición de algo de manera curiosa. Lo curioso pasa por ser la actitud de una persona inclinada a aprender lo que no conoce, a la par que puede considerarse como alguien limpio. Esta inclinación por el saber, que precisa de tiempo y esfuerzo prolongado de cara a obtener cierto nivel de maestría, se sustituye por un deseo de actualización. El sujeto hipermoderno no tiene la curiosidad por conocer, sino el apetito de actualizarse.

Un buen aseo requiere de sosiego. No en vano en la raíz de la palabra se encuentra sedare, la calma, porque se precisa de duración para revisar cada cuestión, cada matiz o cada idea. La actitud curiosa y aseada configura un sujeto elegante que trasmite que todo está en orden, que todo termina ocupando su lugar, que hay una armonía estabilizada.

Bajo estas premisas, el sujeto hipermoderno se aleja de la elegancia mientras siga obstinado en mostrarse distinto haciendo uso de los mismos códigos narrativos que consume, olvidando así que lo distinto es una variación de la normalidad, mientras que lo distinguido, seña de identidad de la elegancia, supone una elevación sobre la misma.

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