Opinión

La irrelevancia del ser

Puede que para nuestro cerebro seamos el epicentro del mundo, pero en realidad la propia existencia es solo una más entre tantas historias. Nuestra memoria es, sencillamente, nuestra versión de los hechos y eso añade perspectiva a la hora de plantearse la propia relevancia.

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Tyler Hewitt
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09
febrero
2023

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Tyler Hewitt

El cerebro es una máquina imperfecta. Por mucho que se trate del órgano más sofisticado de la naturaleza, dista mucho de ser eficiente. Para empezar, consume mucha energía. De hecho, es la parte del cuerpo que más consume. Y para continuar, es pobre en cuanto a sus recursos de almacenamiento. Por eso no lo podemos recordar todo. Y por eso no podemos indexar todos y cada uno de los acontecimientos de nuestra vida para luego recuperarlos.

Por ejemplo, preguntada una familia sobre lo que ocurrió en la cena de Navidad de hace diez años o durante las vacaciones de hace quince, se verá enseguida que las versiones no coinciden. Uno dirá que aquel día fue cuando el tío Edmundo se atragantó con las peladillas, mientras que otro afirmará con vehemencia que eso sucedió otro año. De la misma manera, uno recordará que en esas vacaciones fueron las de la gloriosa barbacoa, mientras que otra persona jurará que no, que eso no ocurrió ni aquel año ni en aquel lugar. Esto se debe a que no recordamos las cosas tal cual sucedieron. Por eso todo el mundo recuerda su primer beso, pero nadie recuerda el beso número ochocientos cincuenta y nueve. Decía un personaje de John Greene que «no recuerdas lo que pasó. Lo que recuerdas se convierte en lo que pasó». Cuánta razón.

Para organizar los recuerdos de toda una vida el cerebro ha recurrido a un truco bastante sencillo: relacionarlo todo con un único punto. Y recordar mejor aquellas cosas que se acercan más a ese punto. Ese punto es el yo. Por eso, no recordamos lo que sucedió, sino cómo nos afectó. Recordamos nuestro primer beso, porque fue relevante. Y no recordamos bien el atragantamiento del tío Edmundo, porque, a pesar de sus esfuerzos por encajar, siempre nos resultó indiferente. Pobre.

La consecuencia más relevante de este hecho es que ese conjunto de fragmentos ligados al yo es lo que llamamos identidad. Los seres humanos no sabemos quiénes somos, solo sabemos contar lo que hemos vivido. De hecho, se considera que una ruptura biográfica en el hilo vital de un individuo es un trastorno muy grave. Por eso, la memoria más importante que tiene una persona no es ni la memoria a corto plazo ni la memoria a largo plazo, sino la memoria episódica, es decir, el recuerdo de los aconteceres de su vida.

«Los seres humanos no sabemos quiénes somos, solo sabemos contar lo que hemos vivido»

Ese modo de funcionar el cerebro, sin embargo, ha dotado al ser humano de una percepción errónea sobre su centralidad dentro del espacio tiempo. Consideramos que, por ser protagonistas de nuestra historia, somos centrales en el universo. Por eso nos sentimos tan importantes. Pero esto dista mucho de ser cierto. Es más, para la amplia mayoría de personas que pueblan la tierra somos irrelevantes. «¡Cuántos hombres ignoran hasta tu nombre!», dejó escrito Marco Aurelio. De manera aproximada, hay ocho mil millones de personas que no saben si quiera que existimos. Y por tanto nuestra vida, esa catedral gótica de memorias que hemos edificado sobre el altar de nuestro yo, no existe para ellos. No es que no sea relevante, es que es inexistente.

Esto se cumple para cualquier ser humano, incluso para las personas famosas, de las que conocemos su nombre y algunos de sus actos u obras, pero de las que desconocemos su historia vital real. Porque incluso las biografías no dejan de ser artificios elaborados con el fin de recoger el sentido de una vida. Que, por cierto, en muchos casos no es, ni de manera remota, el significado que el protagonista le otorgaba a su propia existencia. El mero concepto de biografía no autorizada apuntala la idea de que cualquier vida está sujeta a interpretaciones. Incluso para las personas más notorias y de las que por tanto más se sabe.

La prueba máxima de la irrelevancia del ser se demuestra de manera evidente al considerar el breve tiempo que cada vida debuta en este mundo. Comparada con la gran historia del ser humano, la existencia de un individuo en particular es apenas un suspiro que transcurre a toda velocidad. Lo que es, a su vez, otra prueba más de que nuestro cerebro nos engaña, puesto que para cualquiera el discurrir de una biografía es un proceso lento y su fin lejano. La vida es muy larga, solemos decirnos.

Esta irrelevancia del ser, sin embargo, no ha de ser un motivo para hacernos de menos o para empequeñecernos ante el mundo. Sino para desconectarnos de la idea de la causalidad de nuestra existencia. En realidad, y salvo el pequeño puñado de personas que de verdad han influido en el curso de la historia, la biografía de la humanidad es tan invulnerable a cada una de nuestras pequeñas acciones individuales como lo es el giro del planeta. Y ese solo hecho debería ser suficiente como para eliminar de nosotros el miedo a actuar en esta vida. Porque, de nuevo, salvo muy contadas excepciones, hagamos lo que hagamos, la humanidad seguirá caminando a buen paso hacia donde quiera que sea que se dirija, al igual que el planeta seguirá rotando sobre su eje.

«Esa catedral gótica de memorias que hemos edificado sobre el altar de nuestro yo, no existe para los demás»

Esta constatación tampoco debe ser considerada como una invitación a la irresponsabilidad ni como una llamada a la inacción. Más bien es una forma de alivio que nos puede ayudar a mirar las cosas con más perspectiva y a no considerar cada paso que damos como dramático y decisivo. A no querer intervenir en todo y a no intentar cambiar a nuestro antojo el curso ni el carácter de otras personas. A no rumiar tanto y a no instalarnos tan a menudo en el remordimiento y la condena. Porque, con el cien por cien de probabilidades, hagamos o no hagamos, el sol saldrá mañana de nuevo, las mareas seguirán meciéndose a sí mismas y el viento seguirá soplando por entre los recovecos de las cumbres nevadas.

Liberarse de la centralidad del yo es equivalente a sentirse uno con el flujo de los acontecimientos, evitando el egocentrismo de contemplarse como una unidad diferente al resto del mundo. No estamos en la vida, sino que somos la vida. Tanto como el pájaro que nace, el árbol que crece o el salmón que perece en su intento de remontar la corriente.

Constatar nuestra propia irrelevancia es una forma de humildad redentora que, paradójicamente, nos puede ayudar a alimentar ese puñado de recuerdos que nos define de la manera más intensa, viva y fresca posible. Si somos nimios e intrascendentes también somos ligeros y etéreos y, por tanto, podemos sobrevolar las cien mil esclavitudes mundanas y el fango de lo terreno para construir una vida de verdadero sentido. Si somos insignificantes para el mundo seamos entonces relevantes para nosotros mismos y para aquellos que nos quieren.


Jesús Alcoba es director creativo en La Salle Campus Madrid y conferenciante de Thinking Heads.

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