Opinión

Activismo fake

Emboscar las palabras, apropiarse de una identidad que no es la suya, les sirve a nuestros ‘activistas fake’ para disfrazarse de superioridad moral y ponerse una máscara que les queda grande. No es extraño que traten también de copiar lo que les deslumbra, algo que no sería indigno si sus resultados no fueran tan pobres.

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Tyler Hewitt
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13
febrero
2023

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Tyler Hewitt

En estos días de inflación moral, en los que una madre vegana se siente devastada porque a su hijo le ha tocado ir vestido de pescador al colegio, a algunos botarates, para sonrojo del público, les ha dado por autoproclamarse «activistas», aunque solo hayan visto el Open Arms en la ráfaga del telediario. Resulta que ahora hay «activistas» de todo pelaje: desde señoros que ocupan el sillón de consejero delegado en una gran empresa y se levantan más de un kilo al año hasta maripilis cursis de chiringuito de marketing dedicadas en cuerpo y alma al rapiñeo y al lavado de cara. El retorcimiento de las palabras, la inversión de su significado, es todo un hit en cualquier manual de técnicas de desinformación. La guerra es la paz. La libertad es la esclavitud. La ignorancia es la fuerza.

Pero, como todo en la vida, esto también hay que saber hacerlo. La falta de autenticidad de algunos, la pereza que provocan, les produce un vacío que tratan de rellenar con estas ridículas artimañas. Desde esa condición tan bajuna quizá pueden, quién sabe, sobrellevar la vergüenza cuando escuchan a quienes de verdad son activistas: los que se apuestan el tipo en Siria o en Ucrania; los que se tiran meses en alta mar protegiendo a los inmigrantes cuyas barcas naufragan; los que, como mis queridos Fernando Savater y Maite Pagaza, se jugaron la vida en el País Vasco cuando los coleguitas de Otegui secuestraban, ponían coches-bomba y disparaban por la espalda, que era todo para la patria.

Emboscar las palabras, apropiarse de una identidad que no es la suya, les sirve a nuestros activistas fake para disfrazarse y ponerse esa máscara moral sobre la que ha escrito Edu Galán en su último ensayo. No es extraño que esos mismos pobres diablos traten también de copiar lo que les deslumbra, algo que no sería indigno –el plagio puede ser bellísimo si el imitador es bueno y lo sabe llevar a su terreno– si no fuese por sus pobretones resultados.

«A esos colmados de moralina cursi conviene tenerlos fuera de casa: cuanto más grande es la pancarta que llevan, mayor es la indecencia y la cornada que al final quieren darte»

En su best seller El hombre en busca del sentido, el psiquiatra judío Viktor Frankl narra su experiencia en los campos de concentración nazis. En uno de los capítulos explica cómo, en medio de todo ese desgarro, las fronteras del bien y del mal quedan desdibujadas: guardianes de la SS que les tratan con bondad –si bien eran excepciones– y prisioneros absolutamente crueles y sin escrúpulos –estos, al parecer, no tan excepcionales–. «Hay dos razas de hombres en el mundo, solo dos. La de los hombres decentes y la de los indecentes. Ambas se entremezclan en todas partes», escribe Frankl. A la indecencia hay que responder con creatividad, elegancia y talento. Los indecentes, al fin y al cabo, no solo nos muestran claramente cómo no hay que ser, si no que nos hacen ser más virtuosos.

En estos doce años de la revista Ethic, subiendo cada día al ring editorial a pelear y a darlo todo, más de uno (y más de una, por supuesto) se nos ha acercado predicando una sarta de bondades morales. Fieles lectores de Titania McGrath, e igual de adanistas que ella, nos querían iluminar, transmitir su ideario libre de opresiones, acaso hacernos sentir culpables por nuestros vicios, que son tantos. Les pasaba un poco como al descacharrante Manu Chao de Muchachada Nui, que es solidario desde que se levanta. Pero las canas le han enseñado a uno que a estos colmados de moralina cursi conviene tenerlos fuera de casa: cuanto más grande es la pancarta que llevan, mayor es la indecencia y la cornada que al final quieren darte. No se dan cuenta, con tanta impostura, que son vaquillas de las que no tienen cuernos. Lo que les toca, en el fondo lo saben, es seguir arando, aunque a eso lo quieran llamar «activismo».

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