Sociedad

Yo también participé en un linchamiento digital

La libertad de expresión practicada en redes sociales está degenerando en un sistema judicial civil en el que los internautas se creen, en mayor o menor medida, con la potestad de sentenciar a cualquier persona a base de insultos por no compartir una idea o forma de pensar. ¿Nos estamos aficionando a la humillación pública?

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15
junio
2022

«Cualquier cosa que diga puede y será usada en su contra», acostumbra a advertir la policía estadounidense, amparada por la conocida ley Miranda, en las películas y en la vida real. Eso mismo sucede de forma extraoficial en las redes, donde un simple comentario sacado de contexto puede volcar a la opinión pública hasta debilitar emocionalmente al usuario, despedirlo del trabajo o hasta que otra nimiedad desvíe la atención hacia nuevas presas.

En internet, el usuario se ha convertido en un lobo para el usuario, pues algunos rasgos primitivos prevalecen en los genes de nuestra especie, por muy avanzados que nos consideremos. Así, la violencia psicológica se está extendiendo en el entorno digital, lleno de incontinencia verbal, donde cualquier ciudadano considera que sus pensamientos oscuros tienen algún tipo de validez. Pero ¿realmente debemos opinar por absolutamente todo? Lo cierto es que la libertad de expresión es un derecho, no una obligación. 

Para los sociólogos Durkheim y Le Bon, imprescindibles en el estudio de las masas, esta nueva era les resultaría sorprendente (aunque no novedosa). Serían testigos de los ya conocidos comportamientos impulsivos en redes sociales que surgen por la desindividuación del emisor que, escondido tras un perfil anónimo, se desprende de toda identidad individual. También verían de primera mano la deshumanización del receptor que, por no tenerlo enfrente cuando se le ataca, parece que deje de sentir. Bajo estas dos premisas, se produce una total dilución de la responsabilidad entre los linchadores digitales. 

Hasta la llegada de las redes sociales, la impulsividad siempre había sido menos compatible en medios escritos

Lo que sí resultaría nuevo para los sociólogos antiguos es la manera en que usamos el lenguaje en internet. Antes, la exaltación espontánea solo existía de forma oral, pues la impulsividad siempre ha sido menos compatible en medios escritos. La oralidad es efímera, que es precisamente lo que la hace más irreflexiva, y en la mayoría de casos de corto alcance, es decir, que queda en una esfera privada.

Por tanto, todo esperamos que todo lo que decimos hablando y entre conocidos se olvide en cuestión de minutos. Este tipo de interacción da pie a acotaciones desafortunadas pero normalizadas en un entorno donde además de conocerse el emisor, se conoce el contexto. Y eso es lo que está cambiando: ahora compartimos las impertinencias en textos como si lo hiciésemos a viva voz. Esto nos lleva, en primer lugar, a la ausencia de fugacidad –los comentarios se amontonan, poco a poco, en una inmensa base de datos– y, en segundo lugar, a la falta de privacidad, pues el alcance de nuestros comentarios puede ser global.

En definitiva, el altavoz en boca de una persona sin responsabilidad moral, sin reconocimiento de las emociones ajenas, sin la noción de que en internet nada caduca, sin anticiparse a las consecuencias de un comentario público y sin voluntad de dar más validez al contexto y menos al mensaje, solo tiene un único resultado: un cóctel explosivo.

¿Quién decide qué discurso u opinión debe aprobarse y cuál desecharse?

Asimismo, los linchamientos digitales contribuyen a la cultura de la cancelación, esa tendencia que consiste en silenciar y menospreciar de forma consensuada a un usuario por no compartir los valores de una comunidad concreta. Es el paso siguiente: primero se insulta y luego se hace el vacío.

Normalmente, esta acción es ideológica y ocurre en todo el abanico político. Por ejemplo, se canceló en su momento al futbolista Pepe Reina por su nacionalismo y al cómico Dani Mateo por su falta de ello. A la influencer Jedet por ser demasiado queer, y al doctor en psicología José Errasti por serlo demasiado poco. La lista de acusados es interminable.

¿Quién decide qué discurso u opinión es válida? ¿Un usuario con una foto de perfil falsa? ¿Una avalancha de anónimos? Quizás sea el momento de resistirse a intentar controlar lo que el resto de personas piensa y dejar de celebrar juicios desde el sofá cada vez que algo resulta molesto. Al final, la policía estadounidense también añade otra frase sobradamente conocida cuando detiene a alguien: «tiene derecho a guardar silencio».

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