Siglo XXI

«El PSOE se ha contagiado de más populismo que Podemos de socialdemocracia»

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03
enero
2023

La efeméride de los 40 años de la llegada a La Moncloa de Felipe González está generando un pequeño ‘boom’ editorial que atestigua que tanto el presidente socialista como la Transición siguen actuando como referencias difícilmente prescindibles para entender la política española del presente. Del puñado de libros que se han publicado en las últimas semanas destaca ‘Por el cambio. 1972-1982: Cómo Felipe González refundó el PSOE y lo llevó al poder’ (Deusto), la densa crónica del viaje hacia la presidencia del Gobierno del entonces joven líder que ha escrito el consultor político y colaborador habitual de ‘El Confidencial’ y ‘Onda Cero’ Ignacio Varela (Madrid, 1954). Una obra construida desde su experiencia como integrante de los equipos electorales socialistas durante más de tres décadas en la que combina memoria personal, narración rigurosa, análisis retrospectivo y reivindicación de figuras poco conocidas. Exmilitante hoy desencantado con Pedro Sánchez, el autor dice seguir considerándose socialdemócrata.


Dices al comienzo del libro que, en las postrimerías del franquismo, no había un anhelo especial de democracia: lo que más importaba era evitar una nueva confrontación, comprensible teniendo en cuenta que el régimen aplastó a la sociedad civil durante cuarenta años. Sin embargo, según tu análisis, en la Transición todo ocurrió de tal modo que se acabó consiguiendo la mayor libertad posible. Señalas que, por ejemplo, fue positivo para el proceso que el PSOE no ganara en 1979, cuando todo era mucho más inestable que en 1982. Esta tensión no deja de resultar curiosa. ¿Cómo la explicas?

La sociedad española llevaba mucho tiempo sometida a un proceso de despolitización, pero también a un desarrollismo que había creado algo que no había existido nunca antes, el ascensor social, y a las clases populares que comenzaban a progresar les convenía exactamente lo mismo que a las que habían sostenido al régimen: un nuevo sistema político que tradujera la incipiente modernización económica y social. Esta alianza tácita entre ellas es clave para entender la Transición. Se habla a menudo de la generosidad de los políticos de la época y es cierta, pero quien marcó los límites y las condiciones fue la propia sociedad. Que luego el proceso no desembocara en una versión dulcificada del régimen, sino en una democracia plena, seguramente sea atribuible a la capacidad de los actores políticos principales; pero, insisto, la tutela del proceso no fue suya.

La historia que has escrito comienza en el exilio. En Toulouse, Rodolfo Llopis, líder del partido desde los años cuarenta, estaba convencido de que bastaría con esperar la muerte de Franco, volver, reabrir las casas del pueblo y comprobar que los votantes no se habían olvidado del PSOE. Pero, más allá de unos focos de militantes obreros en el País Vasco y en Asturias y de unos pocos profesionales liberales madrileños, no quedaba casi nada. ¿Cómo se llegó a esa situación en la que fueron los comunistas, y no los socialistas, los que mantuvieron la llama del antifranquismo?

Confluyen un conjunto de factores, pero el principal es que el PSOE había sido masacrado durante los años cuarenta. A lo largo de esa década, la ejecutiva del interior fue desactivada varias veces y eso obligó a reorganizar la resistencia desde el exilio. Pero, además, el partido se convenció de que el régimen solo caería por la presión internacional y desarrolló una labor de oposición coherente con esa idea. El PCE, en cambio, hizo lo opuesto. Había sido un partido muy minoritario hasta bien entrada la Guerra Civil que solo adquirió protagonismo porque la Unión Soviética era la única potencia que respaldaba a la República, pero al llegar la Dictadura jugó muy bien sus cartas.

«Felipe González intuyó muy acertadamente que para liderar el socialismo había que hacerse con las siglas del PSOE»

Entendió que no podría tener un papel relevante en el plano internacional: a diferencia de otros grupos antifranquistas, carecía de anclajes en las democracias occidentales, puesto que hasta los años sesenta siguió siendo rabiosamente estalinista, y en un contexto en el que la España franquista estaba alineada en el flanco atlántico de la Guerra Fría la adscripción soviética resultaba letal. De ahí que lo fiara todo a liderar la resistencia en el interior: era la única forma de tener alguna influencia cuando hubiera de restaurarse la democracia. Eso le llevó a alentar guerrillas, primero, y a impulsar huelgas obreras, después. La estrategia acabó siendo efectiva porque logró ser hegemónica en Comisiones Obreras, pero también influyó algo la suerte, porque el surgimiento de Comisiones fue espontáneo.

Volviendo al PSOE, el rápido ascenso de Felipe González siempre ha sido sorprendente. En 1969, con solo 28 años, asiste a una reunión en Bayona del comité que dirige el partido y da un discurso que impresiona. Un año después ya lo vemos enmendando la plana al propio Llopis. «Usted, que ha luchado por la democracia, ya no la representa», le dice. ¿Cómo se explica este adelanto de posiciones tan veloz?

Por la conjunción de tres elementos: el grupo sevillano del que formaba parte estaba muy cohesionado, comenzaba a dibujar un plan para hacerse con el poder del partido y tenía un líder, él. Además, había intuido acertadamente que para liderar el socialismo había que hacerse con las siglas del PSOE. Puede parecer poca cosa, pero ningún otro grupo atesoraba todo lo anterior. Y, como ocurre en estos casos, también influyó el azar. Felipe González no tenía que asistir a la cita de Bayona: acudió en calidad de sustituto de otro representante. Sus posiciones, además, eran minoritarias en el partido: la mayoría de los afiliados procedía de la cultura del obrerismo y los sevillanos, en cambio, estaban muy impregnados de las teorías de Rosa Luxemburgo y otros teóricos marxistas no leninistas. Pero sucedió lo inesperado: los asistentes pasaron por alto la retórica revolucionaria y quedaron prendados del realismo que también destilaba su discurso. De hecho, fue en esa reunión donde se empezó a forjar la alianza que acabaría desplazando a Llopis y aupando como líder a González en el Congreso de Suresnes de 1974.

«Brandt acabó decidiéndose por respaldar a González porque le generó enormes simpatías en un encuentro que mantuvieron durante un Congreso del Partido Socialista Portugués»

También se ha hablado del papel de la socialdemocracia alemana en el resultado de la Transición. ¿La amistad de González con el canciller Willy Brandt resultó determinante en el triunfo del PSOE en 1982?

No es sencillo evaluar cuánto pesó ese respaldo en el triunfo. Pero es una realidad que el gran sindicato alemán del metal proporcionó al PSOE ingentes fondos y que, en el plano político, el partido socialdemócrata le dejó bien claro a Adolfo Suárez desde que asumió el Gobierno en 1976 que su apuesta para España era Felipe González. A partir de la Revolución de los Claveles, se había hecho evidente que la democratización de España no tardaría en llegar y los socialistas alemanes querían evitar a toda costa que el principal partido de izquierdas fuera el comunista, como ya ocurría en Italia y había estado a punto de ocurrir en Portugal. Brandt acabó decidiéndose por respaldar a González, pese a la buena interlocución que había con Tierno y a que aún estaba abierta la posibilidad de los del exilio, porque le generó enormes simpatías en un encuentro que mantuvieron durante un Congreso del Partido Socialista Portugués. Dijo que era la primera vez que se entrevistaba con un político español que no estaba conspirando. A partir de un determinado momento, el apoyo fue absoluto, pero para ganar también era necesario acertar con la estrategia política y crear un buen instrumento electoral, y eso corrió a cuenta del propio PSOE.

Esto es curioso si se tiene en cuenta que González recelaba de quienes se consideraban a sí mismos «socialdemócratas», algo para él inaceptable por lo que entrañaba de reformismo. Él aspiraba a la ruptura. ¿Eran rupturistas los socialistas y se hicieron luego reformistas o, por el contrario, siempre defendieron lo mismo y lo nombraban de forma diferente según las circunstancias? El debate que está de fondo es el de si para alumbrar el nuevo régimen bastaba con ser un converso del franquismo a la democracia o había que ser demócrata de origen.

Si uno analiza solo los posicionamientos públicos, es razonable pensar que hubo una evolución en las posiciones; pero el problema es que esos posicionamientos no expresaron la práctica política real del partido hasta finales de los setenta. Un ejemplo: en las resoluciones del Congreso de diciembre de 1976 se abogó por un supuesto derecho a la autodeterminación de los pueblos, pero poco después Gregorio Peces-Barba estaba debatiendo este asunto en la ponencia constitucional desde un planteamiento totalmente opuesto. Y hay muchos más. La tensión entre la retórica y la práctica política no se resolvió hasta el abandono del marxismo en 1979, que supuso la salida temporal de la secretaría general de González [perdió una votación interna y dimitió] y en mi opinión resultó fundamental para ensanchar la base electoral más allá de la izquierda. Dicho esto, seguramente hubo algún proceso evolutivo, pero fue muy rápido: en 1974, con Franco todavía vivo, ya hay declaraciones suyas que expresan que no habrá una revolución, sino una evolución del régimen.

«Lo esencial es que González gobernó el PSOE desde un acuerdo previo con la sociedad, obligando al partido a andar por una senda que dudosamente habría escogido por su cuenta»

De González dices que lo que mejor le define es un proverbio del expresidente chino Deng Xiaoping: «Gato blanco o gato negro, lo importante es que mate ratones». O sea, el pragmatismo. Pero también que esa imagen que se tiene de él a veces lleva a error, porque, siendo flexible en la táctica –es decir en las alianzas y en los equipos– es inflexible en la estrategia. ¿Cómo se expresó esto en su carrera hacia el poder y una vez en él?

Hay tres momentos que son clave. El primero fue previo a la Transición, cuando estableció como prioridad absoluta construir un partido autónomo del PCE. Estaba dispuesto a admitir tacticismos, pero en ningún caso a comprometer la independencia del proyecto socialista. El segundo se produjo durante el primer Gobierno de Suárez: ahí entendió que lo fundamental para acabar con el régimen era promulgar una nueva Constitución y por eso aceptó que se administrara desde las estructuras del régimen. Y el tercer momento en el que esta forma de concebir la política se manifestó fue con él ya en el Gobierno. Propuso cuatro ejes estratégicos: consolidar la democracia, modernizar el país, ingresar en la Unión Europea y construir las bases de un Estado social, y cuando esto entró en conflicto con aliados fundamentales, como la UGT, no tuvo problema en ponerlo por delante. Juzgó que la renovación del aparato productivo español era indispensable y no tuvo reparos en ir al choque.

La imagen que ha quedado del PSOE de González es la de un binomio eficaz en el que él aportaba las dotes comunicativas y la estrategia política y Alfonso Guerra se encargaba de ejecutarla manteniendo al partido compacto y de engrasar una maquinaria electoral que en algunos momentos fue infalible. ¿Hace justicia esta imagen?

Es acertada y captura bien a ambos personajes, pero la división no era absoluta. Ni González dejó de preocuparse por el partido ni Guerra renunció a marcar políticas. Creo, no obstante, que lo esencial es que González gobernó el PSOE desde un acuerdo previo con la sociedad, y desde esa alianza obligó al partido a andar una senda que dudosamente habría escogido por su cuenta. Lo mismo puede decirse, de algún modo, del resto de líderes políticos de entonces.

Mientras el PSOE preparaba su ascenso, Suárez daba los primeros pasos para materializar el encargo real de construir la democracia desde la dictadura y Carrillo, pese a vivir aún en la clandestinidad, gozaba de una enorme atención pública porque el PCE controlaba Comisiones Obreras y por tanto disponía de gran poder de movilización. Repasas los logros de ambos, pero ni uno ni el otro fueron capaces de rentabilizarlos: de tu relato se desprende que andaban siempre obsesionados con lo que hacía el PSOE, como si ya anticiparan que les acabaría superando. ¿Cómo lo explicas?

En el caso de Suárez, era una persona forjada en el aparato político del franquismo que recibió el encargo del Rey de construir una democracia homologable a las del entorno sin quebrar la legalidad. Era la persona ideal para ejecutarlo porque pocos conocían como él las cañerías del régimen. Pero cuando esto se consumó con la aprobación de la Constitución, se quedó sin proyecto: además de serias carencias de formación, no estaba formado para la competición democrática, como evidencia que no fuera capaz de crear un partido potente. En cuanto a Carrillo, tenía dos problemas: el primero que, en plena Guerra Fría, lideraba una formación comunista; y, en segundo lugar, que él y la cúpula del PCE eran figuras socialmente asociadas a la Guerra Civil y había un anhelo común de pasar página. Los comunistas actualizaron su discurso, pero no su imagen, y esto les penalizó gravemente, aunque, en el fondo, creo que el error del PCE fue aún más elemental: confió en capitalizar la hegemonía del antifranquismo, olvidando un axioma básico en sociología electoral: el voto expresa una expectativa, no un agradecimiento.

«El PSOE ha alumbrado en el último siglo y medio criaturas políticas muy distintas, pero es evidente que el partido actual no tiene nada que ver con la que yo ayudé a crear durante 40 años»

Junto con Suárez, Carrillo, González y, quizá, Fraga, la otra gran figura de la Transición es Juan Carlos I. En el relato que construyes aparece como motor y garante de la transición democrática, pero también das credibilidad a un testimonio que lo ubica intermediando con las monarquías del Golfo para conseguir fondos para las campaña a las generales de 1979 de UCD. No se han encontrado pruebas documentales de esta gestión, pero ¿tenía motivos Juan Carlos I para desear que UCD y Suárez no se hundieran demasiado pronto?

No es que no haya pruebas: ha circulado una carta en la que pide ayuda económica para UCD, pero al no estar acreditada su veracidad, no la he incluido. En cualquier caso, he recogido suficientes testimonios de protagonistas de la época que lo ubican garantizando la llegada de fondos para el partido. No es algo que deba sorprender demasiado: la principal obsesión del rey Juan Carlos no fue construir la democracia, sino preservar la monarquía. Lo que ocurrió es que, bien aconsejado, comprendió muy pronto que eran objetivos que estaban vinculados. Pero él no estaba convencido de las virtudes de la democracia, sino preocupado por que no le ocurriera como a su abuelo [exiliado al proclamarse la Segunda República].

«Me sigo considerando un socialdemócrata, pero probablemente por descarte»

Por eso nombró presidente a Suárez: era alguien que estaba capacitado para democratizar el país sin generar revanchismo hacia las clases que habían sostenido el franquismo, que eran las que más respaldaban la monarquía. Y de ahí el apoyo a la UCD: era un instrumento que podría haber sido poderosísimo, pues en él confluían antiguos partidarios del franquismo y gentes de la oposición. Además, hay que tener en cuenta que, por esas fechas, el PSOE había incluido un voto particular en la Constitución que abogaba por la República. Era un movimiento proforma, no había duda de que los socialistas en realidad aceptaban la monarquía, pero era comprensible la preocupación del rey. El resultado, en cualquier caso, no fue el que el monarca esperaba: UCD se desintegró, probablemente porque la derecha española no juzgaba necesario disponer de un partido: estaba acostumbrada a que el aparato del Estado, Ejército incluido, representara sus intereses. Que esto dejara de ser así seguramente sea, por cierto, la mayor obra de José María Aznar, pero esa es otra historia.

¿Dónde crees que hay que buscar las claves interpretativas del presente político español? ¿Qué es lo novedoso frente a otras épocas?

Lo fundamental es la impugnación que hace una parte de la ciudadanía de la democracia como instrumento capaz de dar respuesta a los problemas de nuestro tiempo. Y, como consecuencia de ello, la reaparición de fenómenos populistas y nacionalistas capaces de plantear una alternativa a la democracia tal y como la entendemos sobre la base de sustituir el principio representativo por el plebiscitario. La novedad de esta época es la tendencia de organizaciones políticas que antes ocupaban la centralidad a hacer suyo el discurso de competidores extremos. En la coalición que tenemos en España, por ejemplo, el PSOE se ha contagiado de más populismo que Podemos de socialdemocracia. De alguna manera, ese es el fenómeno, y quizá no deba sorprender tanto: la sigla PSOE ha alumbrado en el último siglo y medio criaturas políticas muy distintas. Pero lo que es evidente es que la actual no tiene nada que ver con la que yo ayudé a crear durante 40 años.

En los últimos años te has distanciado del PSOE y ya no eres militante, ¿eso se debe a los cambios que ha experimentado el partido o a más bien a que han ido cambiando tus posiciones?

Me sigo considerando un socialdemócrata, pero probablemente por descarte. Mis problemas con esta ideología van más allá de que no me identifique con este PSOE, pues no tengo claro que para hacer frente al cambio climático, las crisis demográficas, las migraciones masivas y  los nuevos equilibrios geoestratégicos, los modelos políticos híbridos basados en el principio plebiscitario sean la mejor herramienta. Pero decir esto es muy fácil y plantear alternativas, no tanto. Yo no tengo ninguna, así que al menos nominalmente me sigo encuadrando en ese espacio.

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