Sociedad

«Nunca una generación que se dijo tan comprometida molestó menos a los verdaderos poderes»

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Jeosm
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19
diciembre
2022

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«No podemos dejar la portavocía de lo social a las multinacionales», explica Edu Galán (Oviedo, 1980). Es contundente: hay una falsa forma de contestación en el activismo social del presente. Y no sorprende, para alguien acostumbrado a hablar de las numerosas imposturas que hoy tejen la realidad. En su último libro, ‘La máscara moral’ (Debate), desgrana estas nuevas formas de relacionarnos (y señalarnos) impulsadas por un mercado que, en última instancia, ha hecho al individuo la medida de todas las cosas.


¿De dónde surge tu interés por indagar en estos temas, actualmente asociados a la izquierda identitaria? 

Porque vivo en el mundo. Yo estudié psicología y me interesa la sociología, y creo que la irrupción de las redes sociales y de un sistema de mercado que creo es diferente al de hace 30 ó 40 años ha cambiado ambas disciplinas. Al analizar algo que está pasando ahora mismo a lo mejor se te escapan cosas, pero es un problema que a mí no me preocupa: quisiera ofrecer diagnósticos para que mis lectores dediquen, de esas cinco horas que dedicamos diariamente a internet, al menos cinco minutos a pensar, y no a andar como hámsters en una rueda dentro de una jaula.

«Aquí la cancelación consiste en dar un disgusto a uno y que no cobre una factura»

¿Has recibido críticas por tus posiciones frente a la cultura de la cancelación?

Yo creo que la cultura de la cancelación existe y se dirige siempre contra personas que son emocionalmente cercanas; es decir, personas públicas o famosas. A Sánchez Galán, de Iberdrola, no lo van a cancelar por muchas burradas que diga porque nadie lo conoce. Irán contra Pablo Motos o contra gente conocida. En España, dicha cultura es menor que en Estados Unidos porque la industria cultural en España es menor. Aquí la cancelación consiste en dar un disgusto a uno y, bueno, que no cobre una factura. ¿Está menos presente? Vale, pero hay gente –que son mis detractores en ese sentido– que dicen que no existe, que todo esto es un lloriqueo de señoros. Pero es tan fácil como enseñarles ejemplos como el de María Frisa, la escritora infantil, y decirles que si eso es una crítica legítima dentro de la libertad de expresión. Esto va de querer que alguien deje de trabajar, de asociar a uno a los peores males del mundo. Y a mí me la suda (sic) con lo que me asocien, pero hay gente que lo pasa muy mal. Por eso hay que rebelarse contra eso y contra estos papanatas que niegan su existencia y que minimizan el impacto psicológico de la cultura de la cancelación.

Carl Jung decía en la primera mitad del siglo XX que vivimos tiempos en los que la gente imposta las emociones. ¿Crees que esta situación ha empeorado?

Sí. Es muy interesante que en esta época la gente sienta mucho; está todo el rato sintiendo. Un ejemplo es que ya no se argumenta, sino que son todo historias personales. Sienten tanto que si yo siento que soy asexual y estoy oprimido, pues estoy oprimido, ¿no? Y el sentimiento sería definitivo ante la razón. La gente se siente feliz o se siente triste en internet, pero no saben lo que sienten. Es decir, las emociones deberían tener un sentido. Tiene que haber un correlato: que te vaya bien en el trabajo, que has recibido una buena noticia, que te ha tocado la lotería o lo que a cada cual le motive. Y al igual, estar triste no debería ser fabricado: tendrías que tener unos condicionantes de vida que tú afrontes y deriven en que tú estés triste. Y no pasa nada por estar triste, pero aquí la gente está triste porque iba a ir a la playa y llueve. La gente fabrica emociones que no tienen correlato y, claro, así andan las cabezas. Es como correr una maratón como si fuesen los cincuenta metros lisos: vas desencajado. Es un tema central en La máscara moral: qué significan las cosas y a qué comprometen. Y esto no es ser reaccionario ni nada, es que se ha convertido todo en un chau chau de la nada. Vivimos en un mundo de ecos en el que la gente utiliza las palabras como si fuesen papagayos, sin entender su significado y el compromiso que implican consigo mismo y para con los demás.

¿Qué crees que se esconde detrás de esa «máscara moral» de la que hablas en tu libro?

Por una parte, se esconde la llamada de atención. O sea, llamar la atención y emplear un mecanismo conductual tan sencillo como el reforzamiento social. Las redes sociales son unas herramientas que sirven para maximizar los beneficios de unas multinacionales. Punto pelota. Tú tienes franquiciada una cuenta de Twitter y ellos, así, tienen contenidos, pero el refuerzo dentro de ese ambiente que han creado las multinacionales sirve para llamar la atención, porque es la competición que se desarrolla ahí. Eso por un lado, pero también hay políticos, periodistas o coachs que hacen dinero de esa dinámica, de esa forma de comunicarse tan propia de las redes sociales. Tenemos el ejemplo muy claro de este periodismo cultural moral, que es un periodismo hediondo. Te dicen: «Pero, ¿qué estás diciendo? ¿Las películas, por ejemplo, no tienen un discurso moral?». Y claro que lo tienen, pero lo moral no es lo que las define. Es una condición necesaria, pero que se juzgue como buena o mala por su discurso moral no es suficiente para evaluar una obra artística. Es como ocurre en esta película vomitiva que ganó los Oscar, que es buena porque todos los personajes sordos están interpretados por actores sordos. Y no te metas con esto porque la película está blindada: pasas de criticar una película, una obra artística, a criticar a los sordos del mundo. Y claro, esto es muy problemático.

«El discurso moral no es suficiente para evaluar una obra artística»

¿Es la izquierda woke un producto del neoliberalismo?

Sí. Creo que proviene de unas universidades norteamericanas, como afirma el documental El siglo del yo, de Adam Curtis, que recomiendo muy vivamente. Esta centralidad del yo, esta sentimentalización de todo, le viene muy bien al mercado neoliberal, que se centra en el individuo, en el que este es la medida de todo y donde al individuo se le hace creer que es ajeno a cualquier contexto (y en unas redes sociales en las que todos compiten por ser protagonistas). Se ha convencido a la gente a través de esta ideología liberal, que es transversal. Se le dice lo mismo a un chaval de izquierdas que a un chaval de Vox: que tienen poder para cambiar la sociedad o para mantener la unidad de España y que todo está a sus pies, cuando todos sabemos perfectamente la influencia de las clases sociales. Si naces en el Pozo del Tío Raimundo es como si sales a correr una carrera sin una pierna o sin las dos. Y claro, la gente se frustra mucho, pero para el mercado es un chollo, porque esta cháchara del deseo interior es infinita. Se te puede vender un producto para que tú lo compres y expreses tu estado de ánimo y cuán especial te sientes. Se mete a la gente en una dinámica en la que la única forma que tiene de expresarse es comprar, algo que vemos muy bien en las grandes tiendas de Gran Vía, en Madrid, que pertenecen a locales que han dejado de ser cines. Y no solo por la tecnología, sino porque nos hemos cansado de ver a los demás: lo que nos gusta es comprar cosas para que nos vean a nosotros.

¿Es una forma de falsa contestación?

Claro. Hoy ves a gente que está 24 horas al día luchando contra el sistema. No hay cosa más pesada, ¿no? Hay gente en Twitter que vive luchando. En Twitter, claro, porque si estuviesen luchando de verdad… En general, más que de activismo serio, esta situación tiene mucho de demostración ególatra y espuria; de poner un hashtag y conformarse. Y la gente te dice: «¡Muy bien, estás comprometido con no sé qué!». Y uno siente que está arreglando el mundo. Hay que ser papanatas. Nunca una generación que se dijo tan comprometida molestó menos a los verdaderos poderes, que son los bancos o las multinacionales. Es una izquierda que se siente cómoda cuando en un anuncio de una multinacional sale una persona trans con el abuelo. Y esto es un espejismo, la gente vive en un espejismo; no podemos dejar la portavocía de lo social a las multinacionales.

«En lo personal, la vigilancia moral resulta muy reforzadora: la gente se siente como el juez de los procesos de Salem»

Hablas de una suerte de vigilancia moral. ¿A qué crees que se debe esta, que se da de unos a otros?

Primero, al hecho de que tenemos unos aparatos tecnológicos acojonantes (sic) y muy baratos. Esto es muy importante: esa facilidad permite esa vigilancia. En lo personal, esa vigilancia resulta muy reforzadora. La gente se siente como el jurado o el juez de los procesos de las brujas de Salem. Se sienten moralmente elevados, con la sensación de que arreglan el mundo o le devuelven el orden. Sensaciones que son muy placenteras pero, claro, desde fuera se ve todo lo contrario. Es arrasar los derechos de otras personas y es hipócrita, irracional y supersticioso; tiene todo aquello que desprecio.

¿Tiene fecha de caducidad esta impostura moral?

Me gustaría que fuese una moda, pero no lo sé. Lo que sí sé es que desde hace años la cosa ha ido a peor. Yo lo viví con Mongolia. Cuando empezábamos, la gente señalaba menos y era menos agresiva que ahora con respecto a la sátira y el humor. Diez años después, cuando dejo Mongolia en el 2021, yo ya veía que los que eran de una misma cuerda ya no entendían la sátira de izquierdas salvaje; no entendían la grosería, no entendían absolutamente nada. Espero que sea una moda y que entendamos lo importante que es la libertad de expresión, pero mi sensación es que va a peor y que la gente no tiene ningún problema en aumentar el control sobre los demás y en que haya consecuencias frente a las cosas que dice la gente. Yo tiemblo de miedo.

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