Cultura

El odio a la cultura

Ni en los proyectos progresistas ni en los proyectos conservadores parece prestársele atención. En ‘Cultura ingobernable’ (Ariel), Jazmín Beirak analiza el estado de la cultura en nuestro país, su concepción como simple objeto de consumo y los motivos por los que es esencial para construir sociedades más democráticas.

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13
diciembre
2022
‘New York Movie’ (1939), por Edward Hopper.

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Para que la cultura y las políticas culturales puedan llegar a desplegar toda su capacidad para la apertura tanto de imaginarios como de comunidades más benéficas, tendrían que contar con una legitimidad y una relevancia social de las que hoy, lamentablemente, carecen. Abordar la problemática de esta falta de relevancia social es una de las tareas que debemos acometer con más urgencia.

En el orden de prioridades de las políticas públicas, la cultura suele tener una consideración secundaria como algo prescindible, cuando no totalmente superfluo o un lujo accesorio. Por lo general, atender las necesidades de la cultura se coloca siempre después de todas las cosas que son «de verdad» importantes. Durante los años de la pandemia de la covid-19 hemos podido ver innumerables ejemplos de ello en casi todos los países, pero especialmente significativas resultaron las palabras y la actitud del que entonces fuera ministro de Cultura del Gobierno español, José Manuel Rodríguez Uribes, quien, ante la exigencia de que su ministerio tomara alguna medida de apoyo a la cultura durante el obligatorio confinamiento, respondió diciendo que «primero va la vida y luego el cine». El lamento por la falta de relevancia política de la cultura es algo común a todos los países, aunque en cada uno adquiera tonos distintos.

Esta relegación a lo secundario de la cultura en su relación con la política tiene una manifestación paradójica a la hora de realzar el perfil personal de los candidatos o cargos de un partido. Es casi el único momento en el que, en la política de partido, la cultura adquiere de pronto cierto relumbrón. Siempre que se pretende indagar en la forma de ser de una persona que se dedica a la política, entre las preguntas referidas a su intimidad no faltan las de temática cultural: cuál es el último libro que ha leído, cuál es su película o canción favorita, cuándo fue la última vez que asistió a un concierto. Evidentemente, no se espera que, ante esas preguntas, la persona entrevistada conteste simplemente que no le interesa nada, ni leer, ni escuchar música, ni ir al cine. Lo que se espera es que, a través de la expresión singular de sus gustos –expresión que, probablemente, estará bien medida y calibrada por sus equipos de comunicación–, nos dé a conocer algunos rasgos de su personalidad. De su personalidad y del espíritu de su proyecto político, porque según el elector al que se desee interpelar en las respuestas se elegirán obras más clásicas, más contemporáneas, de gusto más distinguido, cool o popular.

Queda bien como aderezo, pero la cultura no se concibe actualmente como objeto específico de política pública

Este es un tratamiento únicamente instrumental de la cultura que contrasta con la total desatención a la que se ve sometida como objeto de las políticas públicas. En España, en periodo de elecciones, es habitual escuchar el lamento de quienes se dedican a la cultura porque los debates electorales no destinen jamás ni un solo segundo a plantear preguntas relacionadas con la política cultural. Tampoco suele ocupar un lugar prioritario en la agenda de los Gobiernos, ni en los presupuestos, y los criterios que se tienen en cuenta en la designación de los responsables de materias culturales son bien distintos de los de competencia y experiencia que rigen en el ámbito de las políticas «serias» como Trabajo, Hacienda o Seguridad Social. Por el contrario, la responsabilidad sobre la cultura suele acabar asignándose a cuadros de partido, con el objetivo de dar continuidad a su carrera política, o a perfiles estelares independientes que quizá tengan pocos conocimientos de gestión pero que darán brillo a la foto del Gobierno. Que la cultura sea contemplada como un asunto menor no impide que la política haga uso de ella por su relumbrón. Queda bien como aderezo, pero no se concibe como objeto específico de política pública. No es infrecuente que las principales acciones en cultura se midan en términos de visibilidad –grandes eventos, inauguraciones, actuaciones de las que se pueda sacar una noticia–, y que mucho menos a menudo se desarrollen políticas estructurales que tengan como objeto la garantía de la buena salud del ecosistema cultural o de los derechos culturales.

Esta desatención se explica, en cierto sentido, porque la política es un ámbito muy marcado por los beneficios electorales que se pueden obtener en el corto plazo, y el bienestar cultural de las personas ni puede medirse tan claramente, ni se manifiesta de modo instantáneo. Esto hace que la cultura sea algo que apenas define el voto ni siquiera entre las personas más implicadas directamente en ella. Tampoco ayuda el escaso eco que los asuntos culturales suelen tener en los medios de comunicación donde por lo general los programas específicos se ven relegados a franjas horarias con poco público e, incluso, en clave de agenda semanal, lo que a su vez refuerza esa postergación en las prioridades de las acciones de gobierno.

Un problema añadido es la segmentación y departamentalización del trabajo político. Esto provoca que se pierdan numerosas oportunidades de conectar la cultura con otras áreas de interés público con las que, como se verá en los siguientes capítulos, está intrínsecamente relacionada. Y, por último, una circunstancia no menor es que quienes ocupan puestos políticos no tienen ningún problema de acceso a muy diversas manifestaciones culturales de todo tipo y, por ello, no suelen ser conscientes del privilegio que supone ni sensibles a la problemática general del acceso a la cultura.

Puede que la izquierda haya interiorizado en cierto modo la concepción capitalista de la cultura como objeto de consumo

El pintor estadounidense Barnett Newman decía que la escultura es eso con lo que te tropiezas cuando das un paso atrás para contemplar un cuadro. Con la cultura, en relación con el resto de las materias de gobierno, pasa algo similar. Lo cierto es que a menudo la política no sabe muy bien qué hacer con la cultura, ni entiende cuál es el objeto de una política cultural, a medio camino entre una política social y una política económica. Cuando no se sabe muy bien dónde colocarla suele acabar acoplada unas veces a educación, otras veces al turismo y, en general, relegada a un cajón de sastre junto con las políticas de juventud, deporte o universidad. Se ha afirmado a menudo que la cultura es de izquierdas y, si bien la tradición histórica en la que buena parte de los profesionales y creadores culturales se han alineado con posiciones progresistas es evidente y visible, lo cierto es que tampoco en los partidos de izquierdas los asuntos de la cultura han encontrado mayor apoyo que en los de derechas.

La cultura suele ocupar un espacio igualmente marginal en los proyectos de izquierda o entendidos como progresistas. Así lo señala por ejemplo la filósofa brasileña Marilena Chaui, en su libro Ciudadanía cultural, en el que no tiene reparos en explicar que los dirigentes del Partido de los Trabajadores en Brasil solo concebían la cultura como una forma de espectáculo o entretenimiento vinculado al tiempo libre, como un saber de especialistas o como un instrumento de agitación cultural para producir un despertar de conciencia en las masas. Chaui les acusaba de adherirse a una noción instrumental de la cultura y menospreciar la capacidad y potencia del arte y la cultura para construir ciudadanía, cosa que, en realidad, se podría aplicar a las izquierdas de casi cualquier tiempo y lugar.

En las concepciones de la denominada «izquierda clásica», la cultura sigue constituyendo un bien secundario cuya atención y garantía presenta menos urgencia que las necesidades en materia de educación, salud o vivienda (aun cuando está ampliamente demostrado el papel fundamental que desempeña el capital cultural en las condiciones de acceso a las mejoras materiales y en el ejercicio de aquellos derechos que se consideran prioritarios). Por su parte, para lo que se ha venido a denominar «izquierda posmoderna» o «culturalista », aunque en su proyecto de emancipación el campo de lo cultural sí ocupa un lugar central, lo hace más en términos de una proclamación discursiva de su valor, pero con poca atención a las estrategias materiales que lo posibilitan; es decir, tampoco tienen aquí apenas desarrollo las políticas culturales. En ambos casos, el resultado final es que en muy pocas ocasiones ha tenido la izquierda un discurso o un proyecto claro sobre política cultural ni sobre lo que significa la acción pública en cultura. Esto quizá se deba a que la izquierda ha interiorizado en cierto modo la concepción capitalista de la cultura como objeto de consumo y, como consecuencia, se ha olvidado de que la cultura tiene que ver con muchas otras esferas de la vida y que hacer política cultural trata, precisamente, de intervenir en ellas. Esta ausencia deja comprometidas las posibilidades de éxito de cualquier propuesta de transformación social pero, además, deja libre el campo para que la derecha pueda desplegar, como venimos observando en la última década, un proyecto de política cultural centrado en la consolidación de imaginarios identitarios y autorreferenciales, o en el encubrimiento de políticas caducas o antisociales con un manto de aperturismo y modernidad.

La realidad es que la población ha terminado asumiendo que las cosas de la cultura solo afectan a y tienen que ver con «los de la cultura»

Mientras la izquierda se niegue a aceptar una aproximación no instrumental de la cultura –o deje de asumir por inercia su abordaje como ocio y espectáculo–, mientras no sepa qué hacer con ella, mientras no despliegue una reflexión profunda sobre la contribución de las políticas culturales y no las entienda como un campo de acción política, seguirá desaprovechando toda su potencia. Quizá sea aún más preocupante el divorcio que, desde hace demasiado tiempo, se manifiesta entre la sociedad y la cultura. A pesar de que, como exponía al principio de este capítulo, la cultura comparte con otros movimientos sociales transversales como el ecologismo o el feminismo la capacidad de transformar nuestra vida cotidiana desde sus mismos cimientos y determina nuestros modos de vida, entre la población existe una sensación de ajenidad general con respecto al estado de salud de la cultura, y cunde la percepción de que las políticas culturales no son algo que tenga que ver con la gente corriente. Ya sea por causa de una idealización de lo cultural que provoca que el ámbito se atribuya en exclusiva a competencia de especialistas, o, por todo lo contrario, su conceptualización como mero producto de consumo, la realidad es que la población general ha terminado asumiendo que las cosas de la cultura solo afectan a y tienen que ver con «los de la cultura».

Los movimientos sociales de las mareas ciudadanas en defensa de los servicios públicos que se produjeron en el Estado español en torno a 2011-2012 ofrecen un claro ejemplo de ello. Tanto la marea blanca para defender la sanidad como la marea verde contra los recortes en la educación estaban integradas e impulsadas por sus correspondientes comunidades de profesionales, usuarios y familiares, unidos por la defensa de un derecho y de un bien común. Los recortes que se experimentaron en el ámbito de la cultura fueron igual de salvajes, pero sus movilizaciones las nutrieron y se hicieron eco de ellas casi en exclusiva los profesionales del sector; apenas hubo presencia de ciudadanos que defendieran su derecho a la cultura.

Es cierto que cuando se pregunta a la gente por la importancia que tiene la cultura en la sociedad el porcentaje que afirma que la cultura es muy necesaria resulta muy elevado. Sin embargo, si lo que se pregunta es cuánto afectaría a su vida que la biblioteca o el centro cívico de su barrio cerrara, las respuestas dibujan un paisaje distinto. Es como si existiera una disociación entre lo que pensamos que «debe» importarnos la cultura y lo que realmente consideramos que esta interviene en nuestra propia vida, como si la cultura fuera fundamental como valor abstracto, pero no tuviera tanto que ver con lo que nos sucede en el día a día. Hay algo en esta percepción que no puede extrañarnos, pues las políticas culturales nunca se han hecho pensando especialmente en la gente. La falta de relevancia social de la cultura es en buena parte consecuencia de la acción de unas políticas culturales públicas que llevan décadas separando la cultura de la vida cotidiana, encerrándola en un sector para especialistas y minusvalorando su naturaleza como derecho y bien común. Como dijo en una ocasión el escritor Sergio C. Fanjul, el problema es que la cultura se ha concebido «como un lujo para las élites, como una forma vacua de distinción, como un acceso al gafapastismo y no como una forma de construcción del individuo o de creación de comunidad». Así, el sentimiento es recíproco: si la población general siente que las políticas culturales no están dirigidas a ella ni tienen impacto en su día a día es, en cierta medida, lógico porque las políticas culturales apenas se han preocupado por la gente.


Este es un fragmento de ‘Cultura ingobernable’ (Ariel), por Jazmín Beirak.

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