Opinión

Crímenes perfectos

Algunos hombres públicos están tan ciegos que piensan que los demás no vemos cómo cometen sus transgresiones éticas, pero detrás de su soberbia asoman una multitud de ojos que observan. Y no solo eso: también votan. 

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02
diciembre
2022
‘Iván el Terrible y su hijo’ (1885), por Iliá Repin.

Es probable que no pueda cometerse el crimen perfecto, pero lo que es seguro es que no existe el criminal perfecto. Sobre todo en el caso de que se opte por la reincidencia. El primer crimen, como la primera vez que uno accede a un soborno o comete una infidelidad, tiene un halo muy denso de excepcionalidad. Es un rito de paso, un estreno. La neurosis lo vigila todo, hasta el último milímetro. Se limpian las huellas y se elimina cualquier trazo que pueda incriminarte. Esa obsesión procesal con la que alguien inicia su carrera criminal no vuelve a repetirse. Es un patrimonio exclusivo de las primeras veces. 

Dicen que después de que un perro prueba la sangre humana hay que sacrificarlo. Quizás porque ya sabe qué hay al otro lado de la piel de los mortales. En cuestiones éticas, la transgresión inaugural marca una pauta que perdurará para siempre. Vale casi para cualquier acción imaginable. Da igual si hablamos de montar en globo o de mentir en la tribuna de oradores del Congreso de los Diputados: hay más distancia entre quien no lo ha hecho nunca y quien lo ha hecho al menos una vez, que entre quien lo ha hecho una vez y quien lo ha hecho cien veces. A las mentiras, a las traiciones o a los delitos se accede, siempre, después de romper el precinto simbólico de quien todavía no conoce la mancha. Entre una mácula y catorce es imposible distinguir. 

Lo peor que puede pasar cuando se comete una falta es que no pase absolutamente nada. Cuando el ánimo de quien se corrompe detecta que su vigilancia y su celo eran excesivos. Ahí crece la tentación y relajarse es una posibilidad.

«A los delitos se accede, siempre, después de romper el precinto simbólico de quien todavía no conoce la mancha»

En el instante en el que mamífero pensante descubre que se puede transgredir una norma a plena luz del día sin que nadie le descubra. La adrenalina se combina, entonces, con un vanidoso goce por sentirse inmune a la moral de los hombres, como Raskólnikov en Crimen y castigo. La vida se convierte así en un gigantesco bufé libre para quien, sin principios, decide abrevar su inconsciencia hasta creer que lo puede todo. Acuérdense de cómo acabó Ícaro.

Es ahí donde suelen caer los hombres, en el instante en el que la conciencia ya no avisa. Cuando el placer de un aparente beneficio parece satisfacer una voracidad siempre creciente, hasta convertirse en un monstruo imposible de saciar. Quienes se deslizan por esta pendiente resbaladiza han ido degradando de forma paulatina su conciencia, su compromiso y su palabra. La vigilancia minuciosa ha sido sustituida, por culpa de la euforia, por una colección de diabólicos descuidos. Es la hybris (o soberbia) de la que nos hablaron los griegos: un sentimiento impropio de quien siendo finito se cree, por fin, omnímodamente capaz. 

Qué espectáculo tan humano, tan demasiadamente humano, está siendo ver a hombres públicos recorrer esta pendiente hasta inmolarse. Están tan ciegos que piensan que los demás no los vemos. Pero detrás de su soberbia asoman una multitud de ojos que observan. Y que votan. 

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