¿Vemos siempre el mundo arder?
Todo tiempo pasado nos parece mejor. Sentimos que «nada es como antes» y, efectivamente, no lo es: las estadísticas reflejan que el mundo actual progresa sin parar. Este pesimismo sistemático es propio de la condición humana y encuentra su explicación en lo más profundo del cerebro, diseñado para curar las heridas del pasado.
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¿Qué le pasa a la generación de hoy, que ya no respeta a la autoridad, que no sabe comprometerse y que busca todas las respuestas en internet? «Esto ya no es lo que era», dicen los nostálgicos de cualquier tiempo pasado. Es el desencanto característico de nuestros abuelos, pero que no nació con ellos: lleva ocurriendo desde los inicios de la civilización.
Ocurrió en el 1900 con el vaticinio de «la radio nos hará a todos imbéciles», y ocurrió en la Edad de Hierro con el auge de la escritura alfabética, que iba a provocar la extinción de la memoria. No importa cuando hayamos nacido: siempre hay personas que desean ver el mundo arder. La cuestión es si realmente, en pleno siglo XXI, estamos peor que antes.
La respuesta es que no. El mundo, dicen las estadísticas, progresa sin parar. Hay menos violencia que en cualquier época pasada, menos pobreza, más personas con educación primaria y una esperanza de vida mayor. Hay más países democráticos, más medios de información y más tolerancia. El desarrollo humano, a rasgos generales, es más positivo de lo que a veces creemos.
El desarrollo humano, a rasgos generales, es más positivo de lo que a veces creemos: hay menos violencia, menos pobreza y una esperanza de vida mayor
Esta tesis está respaldada por grandes intelectuales como el médico Hans Rosling, autor de Factfulness: Diez razones por las que estamos equivocados sobre el mundo. Y por qué las cosas están mejor de lo que piensas o el psicólogo Steven Pinker, autor de En defensa de la Ilustración: Por la razón, la ciencia, el humanismo y el progreso. Sus obras recopilan cifras de todas las dimensiones posibles para mostrar de forma sencilla cómo funciona el mundo, cómo podemos pensar críticamente sobre él y cómo podemos mejorar nuestra percepción negativista.
Sin embargo, hay que tener en cuenta que el sesgo de ver el mundo arder no significa que seamos catastrofistas por naturaleza. De hecho, cuando se pregunta por nuestra felicidad individual, por la familia o por el barrio todo parece en orden. Sin embargo, cuando se pregunta por conceptos algo más abstractos, como el país o la sociedad, nos mostramos más desesperanzados. Pero el antes que imaginamos es pura ficción. Como decía el columnista estadounidense Frankin P. Adams, «nada es más responsable de los viejos buenos tiempos que la mala memoria».
Tiritas emocionales contra el pesimismo
Hay una explicación científica: el cerebro está diseñado para curar las heridas del pasado. Por este motivo, a medida que pasan los años, las malas experiencias son recordadas con menor gravedad y mayor cariño. Por otro lado, nuestro cuerpo nos alerta de los estímulos externos que pueden ser peligrosos, pero no de los inofensivos. Esto explica por qué las malas noticias captan más nuestra atención (y por ende nos parecen más abundantes).
A este sesgo se le suma el hábito pseudoperiodístico en el que un tertuliano encuentra en la distopía su razón de ser. En consecuencia, nuestra percepción de riesgo obedece a la ficción audiovisual en lugar de a la estadística. Esto no significa necesariamente que haya un interés por mercantilizar el miedo, sino que para el ser humano es más fácil describir el fin del mundo que su preservación.
Nuestro cuerpo nos alerta de los estímulos externos que pueden ser peligrosos, pero no de los inofensivos: esto explica por qué las malas noticias captan más nuestra atención (y por ende nos parecen más abundantes)
Optimismo aparte (imprescindible para afrontar los tiempos que corren), no hay que perder nunca la vista crítica a las injusticias y decisiones negligentes que todavía abundan en nuestra especie. Las lecturas de Rosling y Pinker pueden parecer un filtro rosa plagado de gráficos para convertir sus opiniones en verdad o para justificar la inacción política. No es su pretensión, según los autores, y el activismo no está reñido con la esperanza.
El primer paso para deshacernos del pesimismo sistemático es saber que existe. Y el segundo, más importante, es basar nuestra percepción del entorno en mediciones reales que cuantifiquen el progreso (o retroceso), números que una vez puestos sobre el papel no puedan ser alterados. ¿Cuántos jóvenes tienen acceso a la universidad en 2022 y cuántos lo tenían en 1922? Con una mirada a la estadística, evitaremos ver el mundo arder en base a nuestros recuerdos.
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