Opinión
Adopta un antifascista
El uso de un lenguaje agresivo es uno de los factores que ha contribuido decisivamente a la actual polarización: llamar fascistas o bolcheviques a políticos elegidos democráticamente es un error. Etiquetas como estas no obedecen al interés de un análisis serio, sino al de un analista frívolo que antepone señalar con el dedo al contrario a dialogar con el adversario.
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Te ha tocado en la lotería un billete para embarcar en el exclusivo Plutonic, el crucero más grande de todos los tiempos. Vas acompañado de tu mascota favorita. Ese perro o gato al que tienes tanto cariño. El barco está lleno de famosos, políticos, empresarios y titiriteros varios. En medio de una plácida noche y a unas pocas millas de las costas de Lampedusa, chocáis con una gigantesca montaña de bolsas de plástico que va a la deriva, y el crucero se hunde en un abrir y cerrar de ojos, pero tú logras subir a un bote salvavidas y ayudas a los náufragos que agitan sus brazos en las oscuras aguas. En un momento dado, sólo queda un sitio más en el apretadísimo bote y hay dos candidatos a ocuparlo, que te miran con ojos de desesperación mientras sufren los primeros síntomas de hipotermia: el representante político que más detestas –ya sea de Vox, PSOE, PP, ERC, Bildu o Podemos– y tu mascota. ¿A quién de los dos salvas?
En esa tesitura, quiero pensar que todos optaríamos por rescatar a la persona en lugar del animal, aunque ese ser humano sea un «fascista». Pero si miramos la evolución de la opinión pública occidental durante estos años, vemos que hay un creciente número de ciudadanos a ambos lados del espectro ideológico que considera que sus adversarios políticos son enemigos que quieren destrozar nuestro país, causando dolor de forma deliberada (con lo que, si muriera un número significativo de los mismos, la sociedad estaría mejor). Quizás no los mataríamos (de momento), pero llegado el caso, no nos esforzaríamos por salvarlos. Y esa deshumanización del rival político es preocupante.
Uno de los factores que ha contribuido decisivamente a la inhóspita polarización en la que vivimos es el lenguaje agresivo. Llamar fascistas a políticos elegidos democráticamente –y que, de momento, no han implementado un programa totalitario o autoritario– es tan desacertado como tildar de bolcheviques a los dirigentes de Podemos. Ni Meloni es Mussolini, ni Irene Montero es Nicolás Maduro. Tampoco son iguales: una acentuará unos derechos muy concretos; la otra, otros. Pero hasta que no embarquen a sus naciones en una deriva autocrática, recortando las libertades constitucionales fundamentales y socavando los derechos humanos, no podemos calificarlos de antidemocráticos o dictatoriales.
«Hay un creciente número de ciudadanos que considera que sus adversarios políticos son enemigos que quieren destrozar nuestro país»
Fascista es el punto de partida de los Hermanos de Italia (HdI), pero no necesariamente el de llegada. Que todos los auténticos fascistas italianos –los que añoran una dictadura cruel, autárquica y antisemita– voten a HdI no quiere decir que todos los que votan a HdI sean auténticos fascistas.
Usar el término fascista para referirse a los partidos de derecha radical (también «nacionalpopulista» o extrema derecha) es un doble error. Primero, desde un punto de vista moral: es arrogante pensar que nosotros podemos calificar de fascista a quien no se considera fascista, como HdI o Vox. Por pura humildad, debemos confiar en que, tal y como declaran públicamente sus dirigentes, no aspiran a instaurar un régimen fascista o autoritario. Quizás estén escondiendo un programa para eliminar la democracia y volver al fascismo de hace exactamente un siglo en Italia, pero parece más plausible pensar que su «blanqueamiento» obedece meramente al interés de mantenerse en el poder, consiguiendo el beneplácito o la tolerancia de las autoridades europeas, que ya tienen experiencia en descabalgar gobiernos díscolos de derechas en Italia.
En segundo lugar, desde el punto de vista utilitario: la peor estrategia para contener el auge de la extrema derecha es llamarles fascistas. Estas formaciones viven del veneno. Si el resto de partidos y los medios de comunicación entran en una guerra de insultos, la ultraderecha tiene siempre las de ganar, porque se presentan al electorado como los políticos discriminados, los únicos que dicen la verdad y a los que los demás tratan de silenciar.
La pregunta, por tanto, es por qué se insiste tanto en llamarles fascistas. Creo que la explicación no está tanto en la naturaleza del fenómeno –complejo y poliédrico– de la derecha radical, sino en que la etiqueta fascista no obedece al interés de un análisis serio, sino al de un analista frívolo que antepone señalar con el dedo al contrario a dialogar con él.
Ese es el problema de fondo: no queremos recortar la distancia política, el abismo incluso, que nos separa de nuestros adversarios, sino precisamente apuntar con claridad, para que todos nos oigan, que ellos están muy lejos. Superar esto pasa por reconocer que el verdadero enemigo no es el rival político, sino nuestro propio ego. Un primer paso es acercarnos simpáticamente (es decir, con afecto o inclinación hacia una persona, según la RAE) a ese rival. Adopta un fascista (o un comunista). O, como mínimo, échale una mano si cae al agua.
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