Sociedad

La falacia de los demás

En democracia, la opinión pública, esbozada mediante diferentes métodos de participación, se revela como clave para justificar la acción política y ciertas decisiones personales. Sin embargo, la verdad en ocasiones puede hallarse al margen de la opinión más extendida. ¿Estamos sometidos a la tiranía de la mayoría?

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05
septiembre
2022

«Comamos caca. Mil millones de moscas no pueden estar equivocadas». Es posible que la frase le suene, si no formulada de esta manera, de otras. Ha colonizado internet bajo la apariencia de multitud de divertidos memes. También proliferó en la época dorada de los blogs, hace unos quince años. La clave del éxito es su simplicidad escatológica: al final, seguir la opinión de los demás sin detenernos a pensar nos puede bañar enteros en puros desechos (morales).

La opinión es el vehículo dominante que permite interpretar la voluntad popular en democracia. Y, de hecho, nos hemos acostumbrado a que la opinión mayoritaria goce de legitimidad: desde el marketing hasta la política, las artes o el big data desafían el rigor científico de los especialistas. ¿Acaso hemos caído en las garras de una tiranía? ¿O somos suficientemente libres y juiciosos para librarnos en cada momento de la influencia de la mayoría?

Todos tenemos una opinión. O varias. De hecho, no somos capaces de mantener el mismo pensar a lo largo del tiempo. Quien de joven sostuvo que un libro le parecía extravagante unos años más tarde, tras una relectura, puede llegar a afirmar incluso lo contrario. ¿Cómo fijamos entonces el pensamiento? La filosofía, desde su nacimiento en Grecia, lleva intentando encontrar principios trascendentes que a todos nos pongan de acuerdo, no por resultar embelesados por astutos cantos de sirena, sino por ser capaces de vislumbrar que aquello que es cierto realmente se corresponde con una realidad determinada. El gran adversario de la búsqueda del conocimiento no fue (ni es) la religión, sino quienes creen saber, es decir, los sofistas. Aquellos que usan la oratoria y la dialéctica en su propio beneficio, para nublar el juicio de sus semejantes y motivar las pasiones. La filosofía es la pugna del silencio contra la palabra. La ciencia, como su descendiente, sigue el mismo camino.

La filosofía, desde su nacimiento en Grecia, lleva intentando encontrar principios trascendentes que a todos nos pongan de acuerdo

Sin embargo, la diferencia legítima entre la opinión como impresión que cada uno tenemos de algo en un momento dado y la verdad, que es universal y accesible por igual a todo ser reflexivo, queda quebrada en el ámbito político. Las pasiones –otra de las cuestiones que más han atormentado a los eruditos a lo largo de la historia y de los continentes– son la gran preocupación medular. Porque desde el punto de vista de la mayoría de los que se dedican al conocimiento, que unas personas estén dispuestas a corromper su intelecto, su espíritu, enfrentándose con vehemencia a otras, llegando con frecuencia incluso a la guerra, no es asumible. Algo falla en la práctica humana y es la pérdida de control de las pulsiones del deseo por parte de la razón.

Imagine que hay un atropello. Diez personas son testigos confirmados. Si impidiésemos que hablasen entre ellas y las aislásemos hasta interrogarlas por separado, las diez nos darían una versión muy parecida del mismo suceso pero no igual, nunca exacta una de la otra. La reconstrucción de los rasgos comunes de cada mirada permitiría a un buen investigador extraer conclusiones presumiblemente veraces sobre lo que ha sucedido. Este ejemplo sería lo que propuso el ilustrado Rousseau con su concepto de voluntad general: la «voluntad» no es, a efectos prácticos, más que aritmética, una suma de opiniones que, según el suizo, constituyen un acervo volitivo.

Y este capital de opiniones, dispar de una a otra persona, por mucho que lleguen a parecerse y a poseer rasgos comunes, solo puede establecerse mediante la interpretación estadística e imparcial. Bien mirado, el planteamiento de Rousseau es la legitimidad recubierta de populismo de una tiranía absoluta: ningún discurso debe permitirse, ninguna opinión debe sugestionar a las otras. De una tacada, el filósofo puso en duda la posibilidad de que exista un pensamiento al margen de la opinión, la posibilidad de comunicar ideas a los demás y, en consecuencia, de hacer política.

El modelo de Estado democrático que ha llegado hasta nuestros días aún defiende la libertad de pensamiento y de expresión. Podemos equivocarnos y acertar en público, si deseamos dirigirnos a nuestros iguales. También es posible y saludable, simplemente, decir, sin buscar trascendencia. O sea, opinar sin querer sentar ninguna cátedra. Pero las circunstancias han cambiado desde los siglos XVIII y XIX: las revoluciones industriales y la sociedad de consumo han tomado la explotación del deseo como un mecanismo totalitario. Importa seducir a la masa, y que las gentes hagan el resto del trabajo por inercia.

Ya lo dijo Jean Cocteau: «No se debe confundir la verdad con la opinión de la mayoría»

Hoy en día, en plena inmediatez de la era digital, el pensamiento está perdiendo la batalla. Importa llamar la atención, hacer viral y producto y dejar que se propague a la velocidad de un tuit. La «voluntad general» de Rousseau es hoy patrimonio casi exclusivo del big data. ¿Qué solemos querer? Lo que creemos que quiere la mayoría. Por el mismo mecanismo que, con sorna, atribuimos a las cansinas moscas: si 100.000 personas encuentran esto o aquello preferible, ¿por qué iban a estar equivocadas?

Siempre nos hemos sentido apresados por las cadenas de la opinión, ya sea la nuestra o la influencia que nos causa el pensamiento ajeno. Aunque si bien no es nuevo este fenómeno, la nueva mecánica de las redes sociales amenazan con elevar estas ataduras del intelecto a una de los mayores estados de agresión jamás vividos. ¿Por qué lo que digan unos pocos ha de cuestionar la expresión individual? Mientras lo expresado no sea lesivo con objetividad, que es la aspiración de toda ley justa, el resto de pareceres son irrelevantes.

Es la llamada regla de la mayoría, que cuando se viste de argumento es bien conocida como una falacia, el argumentum ad populum. Como la realidad se basta a sí misma para definirse, una consecuencia del hecho de existir, aquello que se dice que resulta verdadero se asumen como un juicio coincidente con una determinada realidad en un cierto grado de certeza. El hecho de que miles o millones de personas afirmen algo, sean cuales sean sus justificaciones a la hora de defender su postura, no quiere decir que tengan razón. Para tenerla habrá que evaluar si aquello que defienden se corresponde con la realidad que invocan.

Ya lo dijo Jean Cocteau: «No se debe confundir la verdad con la opinión de la mayoría». Querer hacer pasar una opinión generalizada por verdad inapelable es doblemente inmoral. En su plano más analítico, porque que multitudes piensen algo no quiere decir que ese algo sea deseable ni bueno ni adecuado ni mucho menos cierto. Pero se suma, yendo más lejos, el hecho de que esa supuesta mayoría, incluso cuando las estadísticas parecen afirmarla, raramente lo es. Que sepamos a ciencia cierta, jamás lo ha sido hasta el momento. Una moda determinada, una marca preferida, una inclinación política o una concepción del mundo parte de una persona se prolifera entre una pequeña porción de la humanidad, aunque se cuente en millones. El resto, la inmensa y aplastante mayoría, no piensa eso. La popularidad y lo popular son siempre un espejismo.

La buena noticia es que no nos encontramos necesariamente bajo la tiranía de la opinión. Podemos elegir, desbrozando nuestro pensar mediante la reflexión, qué opinar, qué sentir, cómo miramos el mundo. No solo en la inmediatez, sino a largo plazo. A nivel colectivo, poner a la opinión en su sitio requiere de la firmeza de esta labor personal. Para salir del laberinto de la sinrazón basta saber en qué apoyarse.

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