Sociedad

Confesión

«Mi vida es una broma estúpida y cruel que alguien me ha gastado», escribía el Tolstói en ‘Guerra y paz’ en el cenit de su vida, cuando había alcanzado con sus libros riqueza y celebridad mundial. En ‘Confesión’ (Acantilado), el autor emprende una búsqueda existencial que culmina en la conversión espiritual que transformó para su siempre su vida y pensamiento.

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08
septiembre
2022

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Hay una vieja fábula oriental que cuenta la historia de un viajero sorprendido en la estepa por una bestia furiosa. Para escapar de la bestia, el viajero salta al interior de un pozo sin agua, pero en el fondo del pozo ve un dragón con las fauces abiertas, dispuesto a devorarle. Y el infeliz, sin atreverse a salir por temor a convertirse en presa de la bestia feroz, ni a saltar al fondo del pozo para no ser devorado por el dragón, se agarra a las ramas de un arbusto salvaje que crece en las grietas del pozo, y así queda colgado. Los brazos se le debilitan y siente que pronto tendrá que abandonarse a la muerte, que le espera a ambos lados, pero sigue aferrándose, y, mientras se aferra, mira alrededor y ve que dos ratones, negro uno y blanco el otro, giran regularmente en torno al tronco del arbusto del cual está colgado, y lo roen. De un momento a otro el arbusto se quebrará, y él caerá en las fauces del dragón.

El viajero lo ve y sabe que su muerte es inevitable; pero, mientras continúa suspendido, busca a su alrededor, y halla sobre las hojas del arbusto algunas gotas de miel; las alcanza con la lengua y las lame. Así me aferro a las ramas de la vida, sabiendo que el dragón de la muerte me espera inevitablemente, preparado para despedazarme, y no puedo comprender por qué soy sometido a este tormento. E intento chupar esa miel que antes me consolaba; pero esa miel ahora no me da placer, y, entretanto, el ratón blanco y el negro roen noche y día la rama de la que cuelgo. Veo claramente el dragón, y la miel ya no me parece dulce. No veo más que una cosa: el ineludible dragón y los ratones, y no puedo apartar la vista de ellos. Y esto no es una fábula, sino la auténtica, la incontestable, la inteligible verdad para todos.

La antigua ilusión de la felicidad de la vida, que había ahogado mi miedo al dragón, ya no me engañaba. Por mucho que me dijeran: «Tú no puedes comprender el sentido de la vida, no pienses, vive», yo no podía hacerlo, porque ya lo había hecho durante mucho tiempo. Ahora no puedo dejar de ver los días y las noches que pasan volando y me conducen a la muerte. Sólo veo eso porque es la única verdad. Todo el resto es mentira. Esas dos gotas de miel que más que ninguna otra cosa me hicieron desviar la mirada de la cruel verdad—el amor a mi familia y el amor a la escritura, que yo llamaba arte—ya no me parecían dulces.

«Ahora no puedo dejar de ver los días y las noches que pasan volando y me conducen a la muerte»

«La familia…», me decía yo, pero mi familia, esposa e hijos, también son seres humanos. Se encuentran en las mismas condiciones que yo: tienen que vivir en la mentira o ver la terrible verdad. ¿Para qué viven? ¿De qué me sirve amarlos, protegerlos, educarlos y velar por ellos? ¿Para que se suman en la misma desesperación que yo o para que caigan en la estupidez? Amándolos, no puedo ocultarles la verdad. Cada paso dado hacia el conocimiento los conduce a la verdad. Y esa verdad es la muerte.

«¿El arte, la poesía…?» Bajo la influencia del éxito y de los elogios de los hombres, me convencí durante mucho tiempo de que eso era algo que se podía hacer, a pesar de que la muerte vendría a aniquilarlo todo: a mí, a mis hechos, y hasta el recuerdo de esos hechos; pero pronto comprendí que aquello también era un engaño. Veía claro que el arte era un adorno de la vida, una atracción. Pero habiendo perdido la vida su atractivo para mí, ¿cómo podía atraer a los demás hacia ella? Mientras no viviera la mía propia, mientras viviera una vida ajena que me transportaba sobre sus olas, mientras creyera que la existencia tenía un significado aunque yo no pudiera expresarlo, el reflejo de cualquier tipo de vida en la poesía y las artes me proporcionaba placer; me divertía mirar la existencia en el espejito del arte.

Pero cuando comencé a buscar el sentido de la vida, cuando sentí la necesidad de vivir mi propia existencia, ese espejito se volvió inútil, superfluo, ridículo, penoso. Me era imposible consolarme viendo en el espejito que mi situación era estúpida y desesperada. Había podido regocijarme cuando creía en el fondo del alma que mi existencia tenía sentido. Entonces ese juego de luces y sombras, el juego de elementos cómicos, trágicos, conmovedores, bellos, terribles de la vida me consolaba. Pero cuando supe que ésta era absurda y terrible, ya no podía divertirme el juego del espejito. El dulzor de la miel ya no me parecía dulce, porque veía el dragón, así como los ratones que roían mi sostén.

«Había podido regocijarme cuando creía en el fondo del alma que mi existencia tenía sentido»

Pero no acabó ahí. Si hubiera comprendido simplemente que la vida no tenía sentido, habría podido aceptarlo con tranquilidad, habría podido saber que aquél era mi destino. Pero no conseguía contentarme con eso. Si hubiera sido como un hombre que habita en un bosque del que sabe que no hay salida, habría podido vivir; pero era como un hombre perdido en un bosque, presa del terror por haberse extraviado, que corre en todas direcciones en busca de salida, y que, aun sabiendo que con cada paso que da se pierde más, no puede dejar de correr.

Eso era lo terrible. Y, para liberarme de ese espanto, quería matarme. Sentía horror por lo que me aguardaba; sabía que ese horror era aún más terrible que la misma situación, pero no podía ahuyentarlo ni esperar el fin con paciencia. No importa cuán convincente fuera el argumento de que, de todas maneras, un vaso sanguíneo del corazón se rompería, o de que estallaría alguna cosa, y todo acabaría, yo no podía esperar el fin con paciencia. El terror de las tinieblas era demasiado grande, y yo quería librarme de él pronto, lo más pronto posible, con ayuda de una cuerda o de una bala. Ése era el sentimiento que me empujaba, cada vez con más fuerza, hacia el suicidio.


Este es un fragmento de ‘Confesión’ (Acantilado), por Lev Tolstói.

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