Cultura

La muerte de la muerte

Según esgrimía el filósofo Michel Foucault, el Estado moderno se justifica gracias a que garantiza la supervivencia de la masa humana. ¿Por qué, entonces, la inmortalidad continúa siendo una fantasía? En ‘Cosmismo ruso’ (Caja Negra), Boris Groys selecciona una serie de textos relacionados con el sueño (o la posibilidad) de evitar la muerte natural.

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17
diciembre
2021
Dibujo para ‘El sueño de la Misericordia’ (1857), por Daniel Huntington.

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El cosmismo ruso no se presenta como una filosofía integral. Más bien se trata de un círculo de autores de fines del siglo XIX y principios del siglo XX para los que el cosmos visible era el único lugar para la vida del ser humano después del fracaso del cristianismo histórico con su fe en la realidad de ultratumba, el mundo del más allá. De este descubrimiento o, más bien, de esta pérdida, se podían sacar diferentes conclusiones. Una de las conclusiones difundidas en aquel tiempo era la negación de la idea de la inmortalidad individual y el destino del mundo en general: se le proponía al ser humano limitarse a las fronteras temporales de su vida terrestre finita y al círculo de preocupaciones ligadas a esa vida. Los teóricos del cosmismo ruso llegaron a la conclusión opuesta a la «muerte de Dios». Llamaron a la humanidad a establecer un poder total sobre el cosmos y a asegurar la inmortalidad individual para todos los seres humanos que viven y que han vivido anteriormente. El medio de la realización de esta aspiración debía ser un Estado universal centralizado: el cosmismo ruso no fue solo un discurso teórico, sino un programa político. Michel Foucault tiene una frase conocida que define el  principio del funcionamiento del Estado moderno, en contraste con el funcionamiento del Estado soberano de tipo tradicional. El principio del Estado tradicional «Dejar vivir y hacer morir», en el Estado moderno sería «Hacer vivir y dejar morir».

El Estado moderno se preocupa por los problemas del nacimiento, la salud y la seguridad de la actividad vital de la población. De este modo, según Foucault, el Estado moderno funciona, en primer lugar, como un «biopoder»: la justificación de su existencia radica en que garantiza la supervivencia de la masa humana, del ser humano como especie biológica. Sin embargo, si el objetivo del Estado es la supervivencia de la población, la muerte «natural» de un individuo aislado es aceptada pasivamente por el Estado como un hecho inevitable. Es decir que la muerte natural funciona como límite natural del Estado como biopoder. El Estado moderno acepta ese límite respetando la esfera privada de la muerte natural. A propósito, ni siquiera Foucault pone en duda ese límite.

Pero ¿qué pasaría si un biopoder decidiese radicalizar su programa y reformular su divisa como «Hacer vivir y no dejar morir»? En otras palabras, si se decidiese a luchar contra la muerte «natural». Se puede presuponer que una decisión de este tipo parecería utópica. Pero, precisamente, esta demanda de un biopoder absoluto fue formulada por muchos pensadores rusos antes y después de la Revolución de octubre.

«Según Foucault, el Estado moderno justifica su existencia, en primer lugar, en que garantiza la supervivencia de la masa humana»

Los partidarios de la tesis de que la inmortalidad individual de todo ser humano debe ser el objetivo de toda la sociedad y de toda política estatal no pertenecían, salvando unas pocas excepciones, al círculo de la intelligentsia marxista. A diferencia de las exigencias sociales del marxismo, la exigencia de una biopolítica de la inmortalidad provino de una fuente puramente rusa: las obras de Nikolái Fiódorov. La filosofía de la tarea común, que Fiódorov elaboró a fines del siglo XIX, no atrajo una gran atención en vida del filósofo. Sin embargo, entre sus lectores famosos estuvieron Lev Tolstói, Fiódor Dostoyevski y Vladímir Soloviov. Después de la muerte del filósofo en 1903, la popularidad de su teoría fue creciendo constantemente, aunque se limitó principalmente al público ruso. En su base, el proyecto de la tarea común consistía en la creación de las condiciones tecnológicas, sociales y políticas que permitieran resucitar –por medios tecnológicos– a todos los seres humanos que alguna vez vivieron en la Tierra. Fiódorov no creía en la inmortalidad del alma y no estaba dispuesto a esperar pasivamente una segunda venida de Cristo. A pesar de su lenguaje un poco arcaico, Fiódorov fue un hijo de su tiempo, el fin del siglo XIX. En consecuencia, Fiódorov no creía en el alma, sino en el cuerpo. Para él, la existencia física y material era la única forma posible de existencia. Y Fiódorov creía inquebrantablemente en la técnica: en cuanto todo ser es material, es asequible a toda manipulación con ayuda de la tecnología. Y creía, sobre todo, en la organización social. En su opinión, todo lo que se necesitaba para consagrarse a la tarea de la resurrección artificial era simplemente tomar la decisión correspondiente. Como se dice, si se define el objetivo, los medios se encuentran solos.

De esta manera, el problema de la inmortalidad se trasladaba de las manos de Dios a las manos de la sociedad o, incluso, del Estado. Aquí Fiódorov reacciona a la contradicción interna de las teorías socialistas  del  siglo XIX que discutían otros pensadores de su época, principalmente Dostoyevski. El socialismo prometía una justicia social llevada a la perfección. Pero el socialismo también identificaba esta promesa con la fe en el progreso. Esta fe implicaba que solo las generaciones futuras, que vivirían en la nueva sociedad socialista, gozarían de la justicia social. La generación del presente y las del pasado, por el contrario, desempeñarían el papel de víctimas pasivas del progreso: para ellos no estaba prevista la justicia eterna. Las generaciones del futuro podrían, entonces, gozar de la justicia socialista solo a cuenta de la aceptación cínica de una indignante injusticia histórica: la exclusión de las generaciones pasadas del reino de la justicia.

«Fiódorov creía que en cuanto todo ser es material, es asequible a toda manipulación con ayuda de la tecnología»

Así, el socialismo se presenta como una explotación de los muertos en provecho de los vivos, y como la explotación de los que viven actualmente en provecho de los que vivirán después de ellos. Por consiguiente, una sociedad socialista no puede ser definida como justa, ya que está fundada sobre la discriminación de las generaciones pasadas en provecho de las futuras. El socialismo del futuro puede pretender el título de sociedad justa solo si se fija el objetivo de resucitar por medios artificiales a todas las generaciones que echaron los cimientos de su prosperidad. Entonces esas generaciones resucitadas también podrán disfrutar de las bondades del socialismo futuro, lo que suprimirá la discriminación de los muertos en relación con los vivos. El socialismo debe establecerse no solo en el espacio, sino también en el tiempo, con la ayuda de la tecnología que permita transformar el tiempo en eternidad. Esto permitirá además cumplir la promesa de fraternidad hecha, pero no cumplida, por la revolución burguesa junto con las promesas de libertad e igualdad. Por eso Fiódorov llama «no fraternal» al progreso burgués, y considera que en su lugar debe cumplirse la fraternidad de todos los vivos, pero, antes que nada, la deuda universal para con nuestros ancestros muertos.

Lo más sencillo es calificar ese proyecto como utópico o hasta fantástico. Pero en su proyecto Fiódorov formula lógicamente por primera vez una pregunta que incluso hoy es actual: ¿cómo puede el ser humano concebir la propia inmortalidad individual si no se considera más que un cuerpo perecedero en medio de otros cuerpos perecederos? O, en otras palabras, ¿cómo se puede ser inmortal sin ninguna garantía ontológica de inmortalidad? La respuesta más común y corriente nos hace desistir de la búsqueda de la inmortalidad, a sentirnos satisfechos con la finitud de nuestra existencia y a aceptar nuestra mortalidad. Foucault describe esa respuesta al biopoder realmente existente. Sin embargo, en esa respuesta hay un defecto fundamental: deja sin explicar la mayor parte de nuestra civilización. Uno de los fenómenos que queda sin explicación es el fenómeno del museo.

Como bien lo destaca Fiódorov, la propia existencia del museo contradice el espíritu completamente utilitario y pragmático del siglo XIX. Porque, precisamente, el museo conserva con cuidado las cosas innecesarias y perecederas de los siglos pasados, que ya no tienen aplicación práctica «en la vida real». A diferencia de la «vida real», el museo no acepta la muerte y la destrucción de esas cosas. De este modo, el museo se halla en una fundamental contradicción con las ideas del progreso. El progreso consiste en reemplazar las cosas viejas por cosas nuevas. El museo, por el contrario, es una máquina para extender la vida de las cosas, para su inmortalización. En cuanto el ser humano es también un cuerpo entre otros cuerpos, una cosa entre otras cosas, el principio de la inmortalidad museística puede extenderse también al ser humano. Para Fiódorov la muerte no es un paraíso para las almas, sino un museo para los cuerpos humanos. En lugar de la inmortalidad cristiana del alma obtenemos la inmortalidad de las cosas o de los cuerpos en el museo. En lugar de la gracia divina, las decisiones curatoriales y las tecnologías de la conservación museística.

«A diferencia de la ‘vida real’, el museo no acepta la muerte y la destrucción de las cosas pasadas»

La tecnología de la conservación museística jugaba para Fiódorov un rol fundamental. Fiódorov consideraba la tecnología del siglo XIX como una contradicción interna. Según su opinión, la tecnología contemporánea a él servía principalmente a la moda y a la guerra, es decir, a la vida finita y mortal. Es precisamente en relación con esa tecnología que se puede hablar del progreso, porque cambia constantemente con el tiempo. Simultáneamente, esa tecnología divide a las generaciones de los seres humanos: cada generación tiene su propia tecnología y cada una desprecia la tecnología de sus predecesores. Pero la tecnología existe de la misma forma que el arte.

Fiódorov no concibe el arte como una tarea del gusto o de la estética. En su concepción, ese papel lo desempeña más bien la moda. Para Fiódorov, la tecnología del arte es una tecnología de preservación o de regreso del pasado. En el arte no hay progreso. El arte consiste en otra tecnología o, mejor dicho, en otra utilización de la tecnología que sirve no a la vida finita, sino a la vida infinita e inmortal. Al hacerlo, sin embargo, el arte generalmente no trabaja con las cosas mismas, sino con las imágenes de las cosas. A causa de ello, funciones del arte como la preservación, la salvación y la regeneración quedan radicalmente insatisfechas. Por eso, es necesario comprender y utilizar el arte de otra manera; debe aplicarse a los seres humanos para volverlos inmortales. Todos los seres humanos que vivieron alguna vez deben levantarse de entre los muertos en calidad de obras de arte y ser puestos en museos para su preservación. La tecnología en su totalidad debe convertirse en una tecnología del arte. Y el Estado debe convertirse en el museo de la población. Precisamente, como la administración de un museo se responsabiliza no solo por la colección en su conjunto, sino también por la preservación de cada ejemplar por separado y garantiza su restauración si se ve amenazado por la destrucción, el Estado debe responsabilizarse por la resurrección y la vida eterna de todos los seres humanos. El Estado ya no puede permitir que los seres humanos mueran de muerte natural y que los muertos descansen en paz en sus tumbas. El Estado está obligado a dominar los límites de la muerte. El biopoder debe ser total.

«El Estado ya no puede permitir que los humanos mueran de forma natural y que los muertos descansen en paz en sus tumbas»

Esa totalidad se puede alcanzar solo igualando arte y política, vida y tecnología, Estado y museo. Es significativo que para Foucault el espacio del museo fuera un «espacio otro» (heterotopía). Hablaba del museo como de un lugar donde se acumulaba el tiempo. Eso es, precisamente, lo que para él diferenciaba al museo del espacio de la vida práctica, en la cual esa acumulación no sucede. Fiódorov, por el contrario, aspiraba a unir el espacio de la vida y el espacio del museo, superar su heterogeneidad, que él consideraba más ideológicamente motivada que ontológicamente condicionada. Para esta borradura del límite entre la vida y la muerte no se debe introducir el arte en la vida, sino museificar radicalmente la vida, una vida que puede y debe obtener el privilegio de la inmortalidad en el museo. Gracias a esa fusión del espacio vital y el espacio museístico, el biopoder obtiene una perspectiva infinita: se transforma en una tecnología socialmente organizada de la vida eterna que ya no reconoce la muerte individual y no se detiene frente a la muerte como límite «natural». Este poder, por supuesto, ya no es un poder «democrático»: nadie espera que los ejemplares de un museo elijan para sí mismos al curador que se ocupe de su preservación. Apenas el ser humano se vuelva radicalmente contemporáneo –es decir, apenas se empiece a concebir como un cuerpo entre cuerpos, como una cosa entre cosas– debe aceptar que la tecnología estatal empiece a tratarlo correspondientemente. Sin embargo, para esta aceptación hay un requisito esencial: el objetivo claramente explicitado de este nuevo poder debe ser la vida eterna en la Tierra para todos los seres humanos. Solo en este caso el Estado dejará de ser un biopoder parcial y limitado –como fue descrito por Foucault– y se volverá un biopoder total.

La filosofía de Fiódorov era, como muchos otros discursos filosóficos de la Rusia de fines del siglo XIX, una reacción a la filosofía pesimista de Schopenhauer y la crítica de Nietzsche. Este proclamó que la lucha contra el nihilismo era la principal tarea del pensamiento europeo, y muchos filósofos –desde Heidegger hasta Bataille y Deleuze– lo siguieron. El pensamiento ruso no fue una excepción. Alcanza con mencionar los nombres de Vladímir Soloviov, Alexandr Bogdánov y Mijaíl Bajtín. Todos estos autores, por lo demás tan diferentes, vieron en la victoria sobre el nihilismo el principal objetivo de su programa filosófico. Pero ¿qué era el nihilismo para Nietzsche? Por nihilismo, Nietzsche comprendía la decisión de decir «no» al mundo material, que provocaba al ser humano sufrimiento y muerte; volver la espalda a la realidad en provecho de un mundo imaginario, sea el mundo trascendente de la religión o el mundo utópico del futuro. El pathos nietzscheano de la aceptación del mundo real como trágico, inaccesible a la conciencia racional, está presente en Bataille, Bajtín y Deleuze. El principio dionisíaco que deshace el mundo en caos es para Nietzsche también la fuente de la energía vital, ya que la vida verdadera es comprendida por él como una continua preparación para la muerte. Decirle «sí» al mundo significa también decirle «sí» a la muerte.


Este es un fragmento de ‘Cosmismo ruso‘ (Caja Negra), por Boris Groys.

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