La tierra baldía
En ‘Islas del abandono: la vida en los paisajes posthumanos’ (Capitan Swing), Cal Flyn visita los lugares más sombríos y desolados de la Tierra que, debido a la guerra, la catástrofe, la enfermedad o la decadencia económica, han sido abandonados por los humanos. Y encuentra a la naturaleza llenando el vacío más rápido y con mayor profundidad que las proyecciones más optimistas de los científicos.
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Veinticuatro kilómetros al suroeste de Edimburgo, en un apacible paisaje verde, se eleva un puño rojo: cinco picos como cinco nudillos de grava dorada y rosa unidos por la hierba y el musgo, como una cordillera marciana o terraplenes a gran escala. No son más que montones de residuos.
Cada pico se alza en una cresta afilada, y todos arrancan en un mismo punto y se abren hacia fuera con geométrica sencillez, como un abanico. Antiguamente, los vagones que recorrían las vías de estas crestas transportaban toneladas de humeantes rocas trituradas: los desechos de los inicios de la industria petrolera moderna. A lo largo de aproximadamente seis décadas a partir de 1860, Escocia fue el principal productor de petróleo del mundo gracias a un innovador método de destilación que transformaba la lutita bituminosa en combustible.
Estos extraños picos se han convertido en un monumento a aquellos años, cuando ciento veinte instalaciones escupían, rugían y extraían seiscientos mil barriles anuales de petróleo en una zona que poco antes había sido una tranquila región agrícola. El proceso, sin embargo, era costoso y laborioso. Para extraer petróleo era necesario destrozar y sobrecalentar la lutita, lo que generaba grandes cantidades de residuos: por cada diez barriles de petróleo se producían seis toneladas de desechos de lutita; un total de doscientos millones que a alguna parte tenían que ir. De ahí estos enormes montones de escoria; veintisiete, de los cuales sobreviven diecinueve.
Pero decir que son «montones de escoria» resta importancia a su tamaño, su altura, su presencia constante en el paisaje; antinaturales tanto en la forma como en la escala. Reciben el nombre local de bing, que procede del nórdico antiguo bing: un montón, un vertedero, un contenedor. Esta formación en concreto, la pirámide de cinco puntas, se conoce como las Cinco Hermanas. Cada una de las hermanas asciende gradualmente hasta su punto más alto, para luego caer de forma abrupta. Se elevan en un paisaje llano y, por lo demás, poco llamativo –campos embarrados, postes de alta tensión, balas de heno, ganado– para convertirse en los hitos de interés más significativos de la región. Son piramidales o cuadrados, orgánicos y lumpen; otros incluso ascienden con desnudas laderas rojizas en mesetas parecidas a la de Uluru.
Después de que la última mina de lutita cerrara en Escocia, solo quedaron los enormes ‘bings’: residuos estériles que dominaban la línea del horizonte
Las que en un principio fueron meras protuberancias crecieron hasta convertirse en montones cambiantes que adoptaban nuevas formas, a la manera de las dunas. Después fueron lomas. Finalmente se convirtieron en montañas hechas de pequeños trozos de piedra del tamaño de una uña o una moneda y con la frágil textura de un pedazo de terracota. Estas montañas crecían y se extendían a medida que sobre ellas vaciaban una carretilla tras otra. Surgían de la tierra como panes en un horno, tragándose todo lo que encontraban a su paso: cabañas con techo de paja, corrales, árboles. Bajo el brazo más septentrional de las Cinco Hermanas yace una casa de campo victoriana entera (de piedra, imponente, con amplios ventanales y una cúpula central) sepultada bajo la lutita.
La producción de petróleo continuó a escala masiva en este lugar hasta que se impusieron las ingentes reservas de petróleo líquido de Oriente Medio. En Escocia, la última mina de lutita cerró en 1962, lo que puso punto final a una cultura local y a una forma de vida y dejó los pueblos sin las minas que les proporcionaban empleo. Solo quedaron los enormes bings de color rojo ladrillo como recuerdo. Durante mucho tiempo, la gente detestaba estos bings; estos residuos estériles que dominaban la línea del horizonte solo servían para recordar a los habitantes de la región una industria en bancarrota y un entorno saqueado. Nadie quiere ser definido por sus montones de basura, pero ¿qué se podía hacer con ellos? No estaba claro.
Algunos de ellos se nivelaron. Más tarde, otros volvieron a convertirse en canteras, porque las pequeñas lascas de piedra roja –que allí reciben el nombre técnico de blaes– encontraron una segunda vida como material de construcción. Durante un tiempo se las vio por todas partes convertidas en bloques de construcción de color rosado, utilizadas como relleno de autopista y como pavimento de todos los campos de deporte de Escocia para todo tipo de clima, incluido el de mi instituto. Cuando te raspabas la rodilla, la arenilla se te incrustaba, se acumulaba en tus zapatillas de gimnasia, dejaba una estela de polvo en las barras de salto, que también servían como postes de portería; es decir, formaban el telón de fondo de color rojo ladrillo de nuestra mayoría de edad comunitaria. Pero, en su mayoría, los bings permanecían abandonados e ignorados. Con el tiempo, los pueblos que vivían a su sombra fueron acostumbrándose a su callada presencia, incluso disfrutándolos.
Con el tiempo, los pueblos que vivían a su sombra fueron acostumbrándose a su callada presencia, incluso disfrutándolos
Es fácil dar con los bings. Pueden vislumbrarse a kilómetros de distancia. Solo hay que llegar en coche hasta ellos, hasta que es imposible acercarse más, y saltar la valla. No se anuncian a bombo y platillo. Son montones de escombros del tamaño de una catedral, un hangar o un edificio de oficinas, formaciones artificiales que se elevan en el campo.
Mis tíos viven en West Lothian, no muy lejos de las Cinco Hermanas y más cerca todavía de su primo mayor, en Greendykes. La última vez que fui de visita, mi pareja y yo hicimos un desvío para escalar aquel gigante dormido. La luz era tenue y plateada, el cielo estaba gris con nubes que parecían de algodón. Aparcamos en una zona industrial semiderruida, entre cabañas Nissen oxidadas y letreros descoloridos, y nos adentramos en un paisaje de una singularidad casi increíble, como si fuéramos los primeros colonizadores en un planeta nuevo. Esculpidos por el viento y por la lluvia, había salientes y pedruscos compuestos de un compacto conglomerado de blaes, una forma de roca propia de rojo marciano y gris violáceo en la que la capa exterior del blaes descascarillado revelaba piedras más recientes –con ese aspecto liso y casi grasiento del sílex astillado y un matiz verde oliva– que la oxidación aún no había decolorado.
Profundos estanques color verde botella se acumulaban en las oquedades de la base de la ladera, al pie de cada barranco y hondonada formados por los bordes arrugados de la pendiente, cuyos contornos destacaban en el amarillo verdoso de la maleza del estanque y la finísima hierba que se entremezclaban en los bajíos. Los nenúfares se asomaban a la superficie y sobre ellos patinaban diminutos insectos. Abedules delgados como un látigo brotaban con insólito fervor de sus lechos de grava, con una piel sedosa y brillante y pequeños capullos de delicadas hojas nuevas. Recorrimos una senda sumamente estrecha flanqueada por abedules y aparecimos en la base misma del bing, desde donde vimos que sus grandes faldones rojos se alzaban ante nosotros con unos contornos y grietas muy marcados entre la vegetación y estriados con múltiple caminos.
Comenzamos la ascensión, avanzando con dificultad. El blaes se había solidificado en un denso conglomerado hasta formar superficies rocosas en algunos sitios y derrubios en otros. Allí donde la tierra se había deslizado, la capa más externa estaba cubierta de hierba que parecía arrugada, como ropa sucia, y al pisarla nos quedábamos clavados, como si atravesáramos una costra de nieve. La arenilla se acumulaba en nuestros zapatos. Tuvimos que parar para vaciarlos y me asaltó una cierta nostalgia.
Llegamos a la cima a duras penas, una elevación azotada por el viento que ofrecía vistas panorámicas de campos yermos hasta el castillo de Niddry, una torre del siglo XVI tras la que se alzaba un nuevo bing: un acantilado escarpado de blaes desgastados de paredes rojizas con vetas verdes y grises. Detrás, en las llanuras, se elevaban orgullosos otros tantos.
Este es un fragmento de ‘Islas del abandono: la vida en los paisajes posthumanos’ (Capitan Swing).
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