Sociedad

Progreso: ¿Vamos hacia atrás?

La idea de progreso vertebra nuestras vidas: queremos lo mejor o, en el peor de los casos, más de todo. Sin embargo, desde la crisis de 2008, y en especial desde el azote de la pandemia de coronavirus, la percepción de que quizá no avancemos se ha hecho cada vez más patente.

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31
agosto
2022

Se hace el silencio. Un joven está a punto de dirigirse a la audiencia. Haciendo alarde de su retórica poética, exclama: «Los brotes floridos de las bellas artes, ¿crecen regados de sangre? Vendrá un día –que no está muy lejano– en que ellas embellecerán todas las regiones de Europa. Tiempo, ¡despliega tus rápidas alas! Siglo de Luis, siglo de los grandes hombres, siglo de la razón, ¡apresúrate!».

Aquel diciembre de 1750, el economista y escritor francés Turgot sembró una nueva perspectiva de la Historia con un discurso que agitó la memoria de los asistentes. Un acontecimiento que, desde entonces, y aupado por las aportaciones de filósofos como Auguste Comte casi un siglo después, quedaría impreso como la verdad indiscutible de un nuevo tiempo: el periodo de la ciencia, la época en la que el ser humano se emancipó de la cíclica y redundante naturaleza.

El progreso, entendido como razón del estudio y de la sociedad, lleva acompañándonos desde el estallido de la Revolución Francesa como un continuo avance que empaña el contexto de etapas pretéritas. Sin embargo, esta idea reformulada en el poder casi omnipotente de la razón que enarbolaron los ilustrados parece hoy desvanecerse. La crisis económica de 2008, la pandemia de coronavirus, la emergencia climática, las crisis de abastecimiento y una paz en Europa que amenaza con desaparecer han terminado por crear un clima de pesimismo ante el futuro. El dilema sobre el genuino avance de la humanidad ha regresado a la opinión pública. ¿Cualquier tiempo pasado fue peor?

Progreso, una cuestión delicada

El significado de progreso no siempre ha sido sinónimo de un mayor desarrollo técnico o científico, tal y como entendemos hoy en día a las ciencias. Ni mucho menos se ha desplegado de la misma forma en todo el mundo. Las culturas ancestrales, por ejemplo, se servían de su conexión con los fenómenos naturales para trazar su propio relato de la creación. Así, lo divino, lo humano y lo existente convivían en la observación palpable: el día, la noche, las estaciones del año, los fenómenos climáticos y los del cielo.

A su alrededor se situaron las peripecias de las principales civilizaciones del mundo, algunas de las cuales todavía colmadas de misterio, como sucede con el desarrollo de las matemáticas en Egipto, el de la astronomía en Mesopotamia, los mayas o los aztecas, los saberes de la India y la meticulosa capacidad de observación de las culturas que ocupan la China continental de hoy. Para ellos, el progreso era cíclico, como la naturaleza: las etapas de abundancia daban paso a las de carencia; las naciones aparecen y desaparecen; los seres humanos nacen, viven y mueren para repetir este proceso de perfeccionamiento donde la técnica convive serena con la dócil aceptación de que no siempre se puede mejorar.

El modelo actual del progreso padece múltiples dolencias, especialmente una: ha desterrado a la filosofía como reina de los saberes

Fue la idea de prosperidad –más que la de progreso– la que eclosionó en dos áreas muy concretas: Grecia y China. Si bien ambas aceptaron como pilar que la naturaleza de las cosas rige el cosmos, esa «ley natural», en manos humanas, estaba dominada por la razón. Y la razón, como demostraba con creces el ingenio humano, podía desafiar la condena sisífica a repetir el pasado, o al menos a no seguir prosperando.

A esta idea se sumó la influencia judaica a través de la aceptación del cristianismo como religión oficial del Imperio Romano. Para ellos, la historia natural y la humana se diferencian en el carácter lineal de la segunda. Mientras los animales están condenados a la suerte del entorno natural, el ser humano, dotado de entendimiento y ayudado por la divinidad, es capaz de construir su propio paraíso. Eso sí, en Occidente, la influencia del cristianismo del momento no veía con buenos ojos que la discusión filosófica sobre la naturaleza pudiera oponerse al dictado recogido en el Antiguo Testamento, por lo que bloqueó en gran medida el aval político al desarrollo de los saberes. 

Sin discutir sobre quiénes somos, qué es el mundo, cuáles son los límites del conocimiento vamos a ciegas

La idea de un progreso acumulativo se popularizó en el siglo XIX. Un poco antes, los filósofos europeos –en concreto Voltaire, Rousseau, Adam Smith y otros– defendieron el poder de la razón y del método científico como mecanismo para alcanzar crecientes avances. El siglo XVIII fue una época de descubrimientos espoleados por los deslumbrantes conocimientos técnicos venidos de China, como la brújula o la pólvora, entre otros tantos que empezaron a popularizarse. La Ilustración aportó discusión filosófica, dilucidaciones en derechos y un nuevo modelo de Estado, ideas literalmente revolucionarias y un desarrollo en física, matemáticas y biología sin precedentes.

La aportación definitiva que conduce hasta nuestros días se la debemos a Auguste Comte y a los pensadores positivistas. Junto con las aportaciones de Stuart Mill, Hegel y la concepción marxista de la Historia, el método científico se convirtió en el motor del progreso humano. Una prosperidad basada en el estudio de la materia y en la finalidad productiva del nuevo modelo imperante de Estado, el burgués, que había desplazado con un baño de sangre a un Antiguo Régimen de aires medievales. Sin embargo, mientras la organización humana se mantiene imperfecta, la filosofía y la ciencia debían protegerse al margen de los caprichos del poder. Solo así, bajo las libertades de cátedra, las de expresión, pensamiento y publicación era posible que planteamientos novedosos permearan en todas las capas de la sociedad. El trabajo de Louis Pasteur y el desarrollo posterior de la industria farmacéutica terminaron por asentar al positivismo como la doctrina dominante. Aunque fuese en la sombra, como una verdad incuestionable. Siempre el presente es mejor que el pasado. ¿O no?

¿Vamos, entonces, hacia atrás?

Lo cierto es que este modelo de progreso padece múltiples dolencias. Más allá del esplendor del desarrollo tecnológico, que aporta avances necesarios, bajo la perspectiva positivista actual, el progreso ha desterrado a la propia filosofía de su trono como reina de los saberes. Por decirlo de otra manera: ya no se apuesta por atender a una mirada más allá de lo meramente útil. Y si bien la utilidad es un principio fundamental para la construcción solvente de cualquier tipo de sociedad, también es cierto que una civilización que aspire a una genuina riqueza debe garantizarse, primero, la que ofrece el pensamiento en toda su diversidad.

En este punto, la discusión ha arreciado desde el final de las dos guerras mundiales, percibidas como un fracaso tras un siglo y medio de exponencial progreso científico. Herbert Marcuse, Hannah Arendt y Martin Heidegger fueron algunas de las principales voces críticas ante la carencia de una perspectiva metafísica.

El aviso que hizo Rousseau sobre que el progreso civilizatorio desmedido traía riqueza a cambio de inmoralidad agita nuestro presente

En libros como Ser y tiempo y ¿Qué es la metafísica? se reintroduce el concepto de «intuición» para establecerlo más allá del pensamiento racional y lineal. En este sentido, toma como punto de referencia el orientalismo. De forma paralela, y ya desde antes de la rendición nipona en 1945, la Escuela de Kioto amalgamó las doctrinas tradicionales budista y zen con el pensamiento fenomenológico venido, ante todo, de Alemania. La conclusión a ambos lados del planeta es la misma: sin discutir sobre quiénes somos, qué es el mundo, cuáles son los límites del conocimiento o cuál es nuestro lugar y rol en el cosmos, vamos a ciegas. 

El aviso que hizo Rousseau sobre que el progreso civilizatorio desmedido traía riqueza a cambio de inmoralidad agita nuestro presente. Las crisis de estos últimos años no avalan en absoluto cuestionamiento alguno de la importancia del método científico, pero sí subrayan la carencia de algo que las trasciende. El ocio, además, no acaba de llenar a multitudes de las nuevas generaciones y las promesas truncadas de una vida en paz y abundancia como la de las generaciones anteriores han producido un malestar que zigzaguea entre la desconfianza política, la precariedad laboral y la necesidad de terapia. Una mayor sensación de soledad, la conciencia de la importancia de frenar el cambio climático y el ritmo frenético de los tiempos modernos siguen angustiando a la juventud en el mundo desarrollado.

¿Vamos a peor? ¿Estamos mejor que nunca? ¿O el tiempo se repite, en eterno retorno? Más que retroceder o avanzar, el problema apunta a progresar únicamente en un plano material. Fruto de este fenómeno es, sin ir más lejos, el arrinconamiento que han sufrido los estudios de letras estas últimas décadas y que ahora, de nuevo, comienzan a recuperar interés social. Para descubrirlo tenemos que analizar antes la realidad con la suficiente profundidad y utilizar la imaginación para desarrollar el ingenio y aplicar los conocimientos que ofrece la razón. La prosperidad será también filosófica, espiritual y metafísica o no será. Y no parece que sin ellas vayamos a vivir en ese mundo que reclamaba, ya en 1750, un soñador en la Sorbonne.

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