Cultura

Los otros Salman Rushdie

La fetua que condenó al escritor, por desgracia, no ha sido la única expedida desde el aumento del yihadismo en los años ochenta: muchos intelectuales han muerto en distintas partes del planeta por la simple publicación de palabras o dibujos capaces de disgustar a los más radicales.

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19
agosto
2022
El escritor Salman Rushdie en 2014.

Corría el año 1989 y el ayatolá Khomeini llevaba ya una década en el poder. Durante ese tiempo, había logrado deshacerse tanto de sus rivales como de sus aliados iniciales, había proclamado un Estado teocrático de partido único, convertido el consumo de alcohol y la homosexualidad en pecados mortales –literalmente, por medio de un pelotón de fusilamiento– y había cubierto todos y cada uno de los aspectos de la vida femenina con toscos velos religiosos. Un año antes, además, se había visto obligado a firmar la paz con el Irak de Saddam Hussein tras una guerra de ocho años que resultó extremadamente mortal. El ayatolá resintió enormemente aquel gesto que él entendía como debilidad: «Felices son aquellos que han perdido sus vidas en ese convoy de luz. Infeliz soy yo, que todavía sobrevivo y he bebido del cáliz envenenado». Khomeini, de hecho, iba a morir de viejo aquel mismo año, pero no lo hizo sin antes pronunciar unas palabras que iban a envenenar la vida de otro hombre durante el resto de sus días. Señaló públicamente a Salman Rushdie, un autor indio que vivía en Reino Unido y que había escrito una novela en 1988 llamada Los versos satánicos.

La novela relataba la historia de quien claramente era un alter ego del profeta Mahoma, lo que se desviaba evidentemente de la versión idealizada que habitualmente presentaban los clérigos islámicos. Las acusaciones de blasfemia hicieron que el libro fuera prohibido en 13 países, y el 14 de febrero de 1989, el ayatolá Khomeini, que no había leído la obra, expidió una fetua ordenando la muerte del escritor.

Una fetua es una interpretación de la ley islámica que solo puede expedir un clérigo cualificado. No se refiere necesariamente a algo violento y, cosa importante, puede ser cuestionada si la parte interesada busca una segunda opinión con otro clérigo. En este caso, sin embargo, solo hacía falta que un yihadista decidido la aceptara para que la vida de Rushdie se hallara en peligro. Khomeini, además, era venerado en todo el mundo fundamentalista.

Vidas condenadas

Salman Rushdie logró dar esquinazo a la muerte a base de esconderse durante 10 años –gracias, también, a que el terrorista Moustafa Mahmoud Mazeh fue lo bastante torpe como para volarse a sí mismo por los aires en su intentona–, pero no todos tuvieron esa suerte. En 1991, Hitoshi Igarashi, un profesor de cultura islámica que tradujo Los versos satánicos al japonés, fue apuñalado en medio de la Universidad de Tsukuba mientras trataba en vano de protegerse con su maletín.

La del ayatolá no iba a ser la única fetua que entrara en el terreno del yihadismo, como demostrarían los terroristas del GIE

La de Khomeini no iba a ser la única fetua que entrara en el terreno del yihadismo, aunque quizás fuera la más sonada. Otras empezaban a abrirse camino en Egipto, un país que, de hecho, era la cuna del yihadismo moderno. Los responsables pertenecían al llamado Grupo Islámico Egipcio (GIE), un grupo terrorista cuyo fin era purgar a la sociedad egipcia de la impureza.

Uno de sus principales objetivos era Faraj Foda, un intelectual que se había atrevido a opinar sobre una discusión entre clérigos cairotas en la que se debatía si las erecciones en el Paraíso eran perpetuas o no, así como si el sexo con muchachos estaba permitido. Foda se quejaba de que los doctores islámicos, en el siglo de los avances científicos, se entretuvieran discutiendo qué tipo de sexo les aguardaba en el Cielo. Señalado y vilipendiado por muchos, acabaría siendo acribillado a tiros por el GIE en 1992.

Otro personaje marcado fue Naguib Mahfouz. Este octogenario había escrito en 1959 un libro llamado Hijos de nuestro barrio, donde los personajes eran metáforas de las principales religiones. Hacía ya 30 años de aquello, pero el líder del GIE, Omar Abd al-Rahmán –apodado el «jeque ciego»–, quiso imitar a Khomeini y declaró que Mahfouz merecía morir. El autor fue apuñalado en el cuello en 1994. Irónicamente, había sido cercano en tiempos a Sayyid Qutb, el profesor egipcio que inauguró la teoría del yihadismo moderno en 1966. Mahfouz sobreviviría, exorcizando el fantasma de la yihad afirmando que «el islam y la democracia son compatibles, y yo diría que mucho».

La furia homicida del GIE fue tal que, para 1997, había acabado con la vida de 1200 personas. A esas alturas, la banda boqueaba moribunda. A pesar de haberse arrimado a Bin Laden (con el objetivo evidente de parasitar el dinero de Al Qaeda, como ya hacían otros grupos egipcios), este les escamoteaba el dinero, irritado ante sus juegos políticos. Finalmente, la dirección de la banda, que se hallaba entre rejas, dio orden de negociar y, una vez el gobierno egipcio liberó a 2000 fundamentalistas, declaró un alto el fuego.

En 1997, el GIE había acabado ya con la vida de 1200 personas

Sin embargo, la pequeña facción que aún defendía la continuación de la violencia trató de abortar el pacto: lo hizo cometiendo el peor atentado de la historia de Egipto. El 17 de noviembre de 1997, seis militantes con bandas rojas en la cabeza se presentaron en el Templo de Hatshepshut, en Luxor, abatiendo a los policías que custodiaban el recinto y masacrando en una salvaje cacería a los casi 60 turistas que lo visitaban en esos momentos, incluyendo a una niña de cinco años. La valentía de un conductor de autobús egipcio logró evitar que los terroristas alcanzaran un segundo objetivo: perseguidos por el desierto por las fuerzas de seguridad y por un caótico tropel de aldeanos en motos y burras, el comando acabó suicidándose en una cueva del lugar.

Pero ni siquiera todos los atentados del Grupo Islámico Egipcio podían compararse con lo que acababa de desatarse en Argelia durante esa misma década. Allí combatían las guerrillas del Grupo Islámico Armado –una de las bandas más salvajes de la historia– contra los militares argelinos, que a su vez torturaban y ejecutaban masivamente a los detenidos de forma extrajudicial.

Los intelectuales y artistas pecaminosos pronto se convirtieron en blancos más que obvios. El célebre escritor progresista Tahar Djaout entraba en su coche el 26 de mayo de 1993 cuando escuchó cómo alguien llamaba a la ventanilla. Alzó la cabeza y recibió dos disparos en el acto. A esas alturas, el régimen también hacía desaparecer a los periodistas críticos, y resultaba difícil determinar exactamente quién cometía cada asesinato. Otra de las víctimas fue el cantante Cheb Hasni, que un año después cayó muerto al confundir a su asesino con un fan que buscaba un autógrafo. Aquel conflicto causó entre 50.000 y 200.000 muertos: para entonces, el Grupo Islámico Armado había expedido fetuas no sólo contra el gobierno, sino también contra sus rivales islamistas y contra todo civil que no acatara sus normas de pureza.

La sangría argelina acabó por diluirse a comienzos de la década de los 2000, pero el nuevo siglo no iba a tardar mucho en estrenar su propia ristra de episodios macabros. En 2004, el cineasta holandés Theo Van Gogh, que había dirigido un corto escrito por una activista somalí en el que se criticaba con dureza el trato a la mujer en los países musulmanes, murió de un balazo. El asesino, además, dejó clavadas a su cuerpo varias notas con un cuchillo.

El cineasta Theo Van Gogh, que había dirigido un corto en el que se criticaba el trato a la mujer en los países musulmanes, fue asesinado de un balazo

Un año después, el diario Jyllands Posten publicó una serie de caricaturas sobre Mahoma, buscando abrir el debate de los límites del humor religioso en el mundo islámico. Los fundamentalistas dejaron clara su postura: se desataron disturbios en países musulmanes que dejaron más de 100 muertos, convirtiendo al diario rápidamente en objetivo yihadista. En Noruega, cinco años después, fue arrestada una célula conectada con Al Qaeda que buscaba atentar contra el periódico. Los servicios secretos noruegos, sin embargo, la infiltraron a tiempo y sustituyeron los explosivos por materiales inocuos: la célula acabó arrestada antes de poder mover ficha.

En 2006, varias publicaciones europeas imprimieron aquellas caricaturas como forma de apoyo al Jyllands Posten y a la libertad de expresión de los dibujantes. Entre ellas estaba la irreverente revista francesa Charlie Hebdo. Otra revista muy diferente, Inspire, publicada por Al Qaeda, señaló al director de Charlie Hebdo como uno de sus «más buscados». En enero de 2015, dos hermanos enviados por el grupo islamista irrumpieron en la redacción con Kaláshnikovs y masacraron a casi todo el personal a sangre fría.

Al contrario que en otro tipo de atentados, muchas de estas víctimas eran denostadas no solo por los yihadistas y por todo tipo de fundamentalistas, sino también en ocasiones por musulmanes del común, quienes veían en estos discursos una provocación que les había llevado a la muerte. En Occidente, no faltaba tampoco quien responsabilizara a estas personas parcialmente de lo ocurrido: a Salman Rushdie, en los ochenta, fueron las derechas conservadoras las que aprovecharon para criticarle, dado su pensamiento izquierdista; en la actualidad, las críticas contra Charlie Hebdo llegarían desde el extremo opuesto: el rapero Pablo Hassel, por ejemplo, afirmó públicamente que la revista «apestaba a racismo y colonialismo» sentenciando que «hay que informarse antes de dejarlos como santos».

No obstante, el fervor inicial que recorrió el mundo fundamentalista en los tiempos de Khomeini se había disipado, y el propio Salman Rushdie había relajado las medidas de seguridad de las que se rodeaba entonces. Esto le costó caro. Ya en 2017, el Ayatolá Ali Khamenei, sucesor de Khomeini, había afirmado que el edicto seguía en pie. El 12 de agosto de 2022, un joven de 24 años saltó al estrado desde el que hablaba Rushdie en medio de una conferencia celebrada en Nueva York, acuchillándole salvajemente. Demostraba así lo que habían dejado claro tantos homicidas fanatizados antes que él; es decir, que los intelectuales señalados por el dedo de la yihad debían atenerse a la vieja máxima que enunciaran en su día los terroristas irlandeses: «Nosotros sólo tenemos que tener suerte una vez. Usted deberá tener suerte siempre».

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