Educación

Colegios rurales agrupados, o el futuro de una educación inclusiva

Los Colegios Rurales Agrupados (CRA) nacieron en los ochenta con el compromiso manifiesto de mantener viva una enseñanza de calidad en un medio rural con cada vez menor población infantil. Cuarenta años después analizamos el recorrido de este proyecto educativo que busca desde sus inicios vertebrar el territorio y acercar servicios básicos a las distintas poblaciones del país, un objetivo fundamental para afrontar los retos de hoy.

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29
agosto
2022

Apenas destaca entre el resto de edificios. Las paredes, pintadas de blanco y decoradas con unas antiguas puertas azules de madera maciza. Un patio de recreo se expande con canastas, porterías y un huerto repartido en hileras donde no se distingue de los carteles qué clase de plantas se han cultivado. A la hora convenida, un puñado de niños de edades comprendidas entre los cuatro y los doce años desfilan por el pueblo, aún adormilados, hasta el interior del recinto. Aquel sitio es el sentido de la civilización. El colegio acaba de abrir sus puertas.

La figura de los Colegios Rurales Agrupados (CRA) surgió en 1986 como respuesta a la creciente falta de población infantil en el medio rural. Desde entonces, muchas cosas son las que han cambiado: el mundo se ha globalizado y, en sus consecuencias, los CRA han ido perdiendo, poco a poco, al igual que los pueblos, sus habitantes. Y es que paradójicamente, mientras cualquier rincón del planeta parece al alcance de un vuelo de bajo coste, los municipios que rodean nuestras ciudades se nos antojan cada vez más invisibles.

En la actualidad hay aproximadamente 73.000 alumnos matriculados en las escuelas rurales españolas, una proporción que no alcanza ni el 1% al total del alumnado. Sin embargo, debido en gran parte a la pandemia y a la huida de muchos a los pueblos, algunos colegios rurales han tenido la suerte de poder reabrir sus aulas después de varias décadas. Los casos más recientes: el Frago y Botorrita, dos localidades zaragozanas que contarán en este próximo curso con cuatro alumnos cada una. ¿Y si los colegios rurales no solo son una pieza necesaria para el próspero desarrollo de la sociedad rural sino, además, un espacio donde encontrar las respuestas a los retos que nos rodean?

Campo y ciudad: la gran fuga

A lo largo de las últimas décadas se han escrito sesudos análisis académicos sobre el éxodo que modificó el status quo entre la ciudad y el medio rural en las sociedades industrializadas. También en España, uno de los países actualmente más afectados por la despoblación donde trabajos como el de Sergio del Molino, La España vacía, han devuelto al debate público y a las agendas políticas el problema de la pérdida de habitantes rurales. Hemos conseguido mirar tímidamente al campo, mientras que los habitantes de pequeños municipios han reconquistado cierta voz, como sucede con la creación de movimientos y partidos políticos como Soria Ya! o Teruel Existe, muy representativos de las dos provincias con menor densidad de habitantes del país.

Pero en medio del duelo entre el modelo de grandes ciudades y el de una sociedad más descentralizada se ha encontrado, desde siempre, la escuela. Como es bien sabido, la educación lleva manifestándose como el mecanismo más eficiente para conseguir una sociedad homogénea en el acceso a unos conocimientos básicos desde su apuesta ilustrada tras la Revolución Francesa. En toda Europa y hasta la implantación del Estado burgués inspirado en el legado napoleónico, la educación era un privilegio, además, urbanita. No obstante, y a partir de la influencia de la Constitución de 1812 y las revoluciones de mitad del siglo XIX a lo largo y ancho del viejo continente, los diferentes gobiernos fueron asumiendo la educación como un derecho universal.

En 1986, aprovechando la renovación de la ley educativa, el Real Decreto de los CRA permitió constituir estos colegios donde los niños de todas las edades se reunían en pocas aulas

Así, la planificación de escuelas en cualquier población fue sencilla gracias a la abundancia de población joven en edad de formarse. El siglo XIX y los primeros albores del XX fue una etapa en la que los pueblos rebosaban en habitantes, e incluso a las actividades económicas tradicionales, como la ganadería, la agricultura de mercado y de subsistencia o la pesca, se le sumaron otras como un creciente interés por la minería o inversiones locales en cultivos más selectos. A los preceptos que en España fueron actualizando la Ley de Instrucción General del ministro Moyano en 1857, la primera reconocida en el país ibérico como integral, vino a sumarse la expansión de la red ferroviaria y la mejora paulatina de las carreteras. Y según las generaciones que habían acudido al menos a la escuela habían tomado alguna conciencia de su importancia, la presencia de las instituciones públicas comenzó a hacerse imprescindible.

Este idilio con el progreso intelectual comenzó a agotarse en pocas décadas. Los avances técnicos y la acelerada industrialización, situada casi siempre en las capitales y grandes poblaciones, contrastaron con una economía rural que parecía estancada y sometida a la ruleta rusa de las plagas, enfermedades recurrentes como el cólera y a los caprichosos designios de la meteorología. Multitudes de jóvenes comenzaron a instalarse en la ciudad en busca de un medio de vida más cómodo y en la proximidad de unos lujos que, como reconoció León Tolstói en su crítica a la despoblación rural, solo podían ser soñados teniendo en cuenta la precariedad de las condiciones laborales de los recién llegados y la abundancia de los adinerados burgueses. En España, las grandes migraciones hacia las urbes fueron muy pronunciadas desde 1950.

En los CRA, el profesorado es una pieza angular: la educación es más selecta y se adapta mejor a cada estudiante

La escuela rural mantuvo cierto esplendor alrededor de las familias numerosas, además de la proliferación de los poblados de colonización del Instituto creado para tal fin, como son algunos de ellos Ontinar del Salz y Santa Engracia en Aragón, Guma y Fuentes Nuevas en Castilla y León o Valdebotóa y El Batán en Extremadura. La vertebración del territorio que escuchamos en la actualidad nace de una necesidad de respuesta ante la despoblación rural por la industrialización y los estragos de la Guerra Civil.

Sin embargo, poco a poco los niños fueron desapareciendo de las plazas de los pueblos, abarrotándose, en cambio, en las de los barrios periféricos de las capitales. Con el regreso de la democracia al país, la estructura educativa estaba desequilibrada. Por un lado, existían edificios y mecanismos para mantener un legado, una profusa red de escuelas que facilitaban la enseñanza básica en los propios municipios, sin necesidad de que los niños tuviesen que ser internados en las ciudades o desplazados hasta ellas para estudiar, con el perjuicio evidente para el bienestar de las familias y la salud del propio compromiso con la universalidad de la enseñanza. Pero por el otro, algunos de esos edificios habían sido abandonados por la falta de alumnos o se mantenían las clases en condiciones paupérrimas.

El resultado: en 1986, aprovechando la renovación de la ley educativa, se constituyeron por Real Decreto de los Colegios Rurales Agrupados. Pequeños edificios donde niños de educación infantil y primaria son reunidos para recibir sus clases en apenas un puñado de aulas. Unos centros que hoy en día siguen desapareciendo lentamente del paisaje, al ritmo que continúa la despoblación.

Colegios rurales, más necesarios que nunca

Un solo profesor o profesora, muchas veces. En idéntica multitud, diez, veinte alumnos. Las más copiosas aglutinan dos o tres centenares de miembros. A diferencia de cualquier colegio o instituto de una ciudad promedio de España, que puede contar en cientos o incluso en miles a su alumnado, la principal característica del colegio rural es que es una pequeña comunidad donde niños de edades e intereses muy diversos deben convivir.

Por supuesto, allí el profesorado es la pieza angular: la educación es más selecta y se adapta mejor a cada estudiante por el imperativo de que todos ellos forman una pequeña comunidad. Mientras los mayores aprenden a resolver ecuaciones en un lado de la clase, en el otro sus compañeros aprenden las formas y los colores, y más allá están escribiendo una redacción. No, no es un caos: con delicadeza y una dedicación apasionada por la enseñanza, los profesores al frente de las escuelas rurales consiguen formar a todos sus alumnos con excelencia. Lo hacen en su ambiente natural, en el lugar en el que han nacido y que conocen, donde viven con sus familias.

Los colegios rurales siguen siendo un necesario mecanismo de convivencia, de apuesta por una sociedad ilustrada

Si bien es cierto que los recortes aplicados a la educación desde el año 2012 afectaron especialmente al medio rural, los CRA siguen siendo a día de hoy un necesario mecanismo de convivencia, de apuesta por una sociedad ilustrada en tiempos donde estamos olvidando los principios científicos que nos han conducido hasta nuestro presente. No solo ayudan a vertebrar el territorio y a fijar población en áreas donde preocupa su escasez, también sostienen derechos como los de la infancia.

¿Debemos permitir que, de seguir disminuyendo la población infantil en el medio rural, los niños tengan que viajar decenas de kilómetros al día hasta su colegio más cercano? Es una situación real que alarma a la comunidad docente. Si bien la necesidad de trasladarse a estudiar a una población más grande a partir de los doce años al acceder a la Educación Secundaria, no es idéntica a la que amenaza con seguir extendiéndose en niños de menor edad, que necesitan un vínculo más estrecho con su entorno de confianza.

Los niños requieren una escuela de proximidad y vivir en los pueblos en los que se están criando. Y en estos momentos, son los colegios rurales quienes mejor representan el sueño de tantas generaciones de filósofos, de educadores, de eruditos y de políticos comprometidos con sus semejantes. A veces es necesario mirar más al campo para entrever las estrellas.

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