Internacional
Las otras heridas de la guerra
Los conflictos entierran bajo escombros la salud mental de quienes los sufren. En ocasiones, el trauma acompaña durante años a las personas que logran huir de la violencia. Hablamos con dos supervivientes, que nos explican su experiencia y su lucha por sanar esas otras heridas que dejan las guerras: las psicológicas.
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Emile tenía seis años cuando empezó a huir. Era abril de 1994 y Ruanda se sumió en una violenta crisis que terminaría con más de 800.000 víctimas mortales. Acompañado de algunos miembros de su familia, Emile logró llegar hasta la República Democrática del Congo, donde permaneció hasta que en 1996 estalló otro conflicto, esta vez en Zaire. «De los seis a los ocho años lo único que conocí fue la guerra», explica a Ethic. Continuaron el viaje. Estuvieron un año entero atravesando y ocultándose en un bosque para alcanzar República Centroafricana y, desde allí, llegar a Camerún. Ya a salvo de la violencia, Emile tuvo que hacer frente a una nueva guerra. Esta vez contra sus memorias.
«Cuando empiezas a huir, el cuerpo se llena de miedo, se te corta el aire y no puedes moverte. Te bloqueas, despiertas en medio de la noche gritando, no tienes ganas de comer; es como si una parte de ti no funcionara», relata Emile, que prefiere mantener su apellido en el anonimato. «Después esa sensación se va, y vives tan cerca de la muerte que acaba por convertirse en una hermana: ya no te asusta y no te preguntas si vas a sobrevivir o no, sino qué día y a qué hora vas a morir», continúa.
En Camerún, Emile y su familia comenzaron una nueva vida: acabó el colegio, estudió Periodismo y Lenguas Francesas en la universidad y comenzó a trabajar. Antes de todo eso tuvo que convencerse a sí mismo de que estaba en un lugar seguro. Al principio, el sonido de una cuchara al caer al suelo o el ruido de un coche le asustaban y no quería dormir con la luz encendida por si alguien le encontraba. «Estaba siempre tenso, no descansaba y no dejaba de preguntarme por qué yo había logrado escapar con vida y otros no», detalla Emile.
Emile: «Vives tan cerca de la muerte que acaba por convertirse en una hermana: ya no te asusta»
A este estado emocional se le conoce como hiperalerta, uno de los síntomas más comunes del trastorno por estrés postraumático. «Después de estar años en situación de peligro, el cerebro interioriza una señal de alarma, una luz roja que hace que, aunque estés a salvo, cualquier estímulo te produzca las mismas sensaciones de miedo y angustia que viviste durante el conflicto», sostiene María Ángeles Plaza, psicóloga de la Comisión Española de Ayuda al Refugiado (CEAR), que describe cómo esa necesidad de estar vigilante a todas horas se traduce también en dificultad para conciliar el sueño.
De ese estado anímico se deriva, además, la desconfianza hacia quienes te rodean. Según explica la experta, las situaciones traumáticas acaban con nuestro sistema de creencias básico, que es el que nos permite convivir con otros todos los días. «Cuando eso ocurre, se rompe el vínculo humano, porque generalizas ese daño que te han hecho a toda la humanidad», matiza Plaza.
Ese recelo lo experimentó Nadia Ghulam cuando pisó por primera vez España hace 16 años. Nacida en Kabul, Afganistán, vivió en sus propias carnes la guerra civil y las restricciones del régimen talibán. A los ocho años una bomba destruyó la casa familiar, provocándole graves heridas a ella, matando a su hermano y dejando en mal estado de salud a sus padres. Sobrevivió y se hizo pasar por su hermano durante 10 años para burlar el control talibán y poder alimentar a su familia hasta que en 2006 llegó como refugiada a Cataluña a través de una oenegé. «Lo único que pensaba era que estaban fabricando armas y que por eso mi país estaba en guerra; había perdido totalmente la confianza hacia las personas», asevera. Pero esa sensación no duró mucho: en 2007, miles de ciudadanos se manifestaron contra el conflicto y ahí, reconoce, se dio cuenta de que había personas dispuestas a luchar por la paz. «Esa fue una de las razones por las que empecé a creer de nuevo en la humanidad», sentencia.
Ghulam consiguió restablecer la confianza en los demás, pero hoy en día todavía lucha por mantener la esperanza. «Cuando inicié un tratamiento para las heridas que llevo en el cuerpo veía cómo los médicos me curaban solo las cicatrices físicas, las que están por fuera, pero no veían las psicológicas, esas que me hacían no querer seguir viviendo», revela. El impulso para seguir adelante fue su ilusión –«obsesión», dice– por estudiar. Sin embargo, actualmente, esta activista por los derechos de las mujeres afganas y autora de libros como El secreto de mi turbante sigue aprendiendo a vivir con un trauma que, asegura, «no se cura». «Cada bomba que cae en mi país, cada muerto en Ucrania o cada vez que me llaman refugiada o inmigrante me hace revivirlo todo. Es una lucha constante entre vivir y morir; me digo: «Vale, Nadia, quieres acabar con todo, pero ya lo harás mañana». Y así resisto cada día». Ella sabe que nunca conseguirá enterrar los recuerdos: da conferencias contando su historia para que «la gente sepa las barbaridades que hacemos los seres humanos y sea consciente de que podemos trabajar por un mundo mejor».
La indefensión aprendida hace referencia a la desesperación de no tener el control sobre la propia vida, un síntoma que se cronifica en el país de acogida
La experta de CEAR pone nombre a este estado de ánimo: indefensión aprendida, un tecnicismo que hace referencia a la condición de desesperación que siente una persona cuando no tiene el control sobre su propia vida. Un síntoma que se cronifica cuando se llega al país de acogida. «A pesar de ser personas que han luchado tanto por sobrevivir, pueden llegar a agotarse cuando ven que se les deniega el asilo, no les consideran refugiados, no conocen el idioma o no pueden trabajar», enumera Plaza. Y continúa: «La guerra para esas personas no termina cuando llegan a un lugar seguro, sino que empiezan otra con sus memorias y una batalla por una inclusión que, actualmente, es prácticamente imposible de conseguir por cuestiones burocráticas».
Denuncia esta situación Ghulam, que todavía no tiene la nacionalidad española. «Nadie sale de su país por gusto y parece que tenemos que justificar nuestras heridas para que nos comprendan. Venimos con mucho agotamiento emocional, huimos de la opresión, de la falta de libertad y es muy doloroso llegar a un lugar donde también nos ponen límites», manifiesta la activista, que está trabajando en un libro sobre el trauma de la guerra, Soñando con la paz, que se publicará este junio.
Emile también sintió esta desazón cuando en 2012 le concedieron una beca de la Unión Europea para ir a estudiar a la Universidad Complutense de Madrid. «Salía de fiesta y, cuando volvía a casa, notaba que algo no iba bien, me sentía diferente. Tenía miedo, mi cuerpo estaba bloqueado y había archivado todos los placeres, como el de disfrutar en un restaurante o, simplemente, ligar», confiesa Emile. Tampoco se sentía capaz de hablar sobre su experiencia, así que decidió pedir ayuda. Tres veces por semana durante 10 años ha hecho terapia con María Ángeles Plaza. Ahora, ya está estabilizado –«curado entre comillas», remarca–, trabaja como profesor de francés, salió del armario, lleva cinco años casado, ha iniciado un proceso de adopción y espera volver a ejercer, poco a poco, como periodista. Si ahora ha decidido hablar sobre su experiencia, es porque lo ve como un deber moral ante la guerra en Ucrania. «Esas personas también arrastrarán el trauma toda la vida, y quiero decirles que se puede seguir adelante y que pidan ayuda si tienen la oportunidad», concluye.
El tiempo de cura
La violencia afecta a la salud mental de todos aquellos que la sufren, pero no de la misma manera. Según explica Ana Marques, asesora de salud mental de Médicos Sin Fronteras, el trauma varía con el tiempo: «Cuando el conflicto es reciente, lo normal es que las personas lleguen con altos niveles de estrés y de agitación que les empujen a seguir adelante para protegerse a sí mismas y a sus familias». Este es el caso de las personas que huyen de Ucrania, que han salido directamente hacia un país de acogida. Sin embargo, cuando las personas llevan mucho tiempo huyendo de un conflicto –como Emile o Nadia Ghulam– o pasan a vivir en campos de refugiados, los problemas de salud mental tienden a acentuarse.
Marques: «Viviendo un año en una situación de emergencia, las secuelas psicológicas no se van en el 12% de los casos»
«Si el contexto de violencia o de dificultad continúa, las enfermedades mentales prevalecerán. Concretamente, viviendo un año en una situación de emergencia, las secuelas psicológicas no se van en el 12% de los casos y, después de más de un año, el porcentaje se sitúa en torno al 19 y el 24%», detalla la experta. De hecho, según un estudio de Naciones Unidas, una de cada cinco personas que han vivido en áreas de conflicto desarrollará algún tipo de enfermedad mental, como depresión, ansiedad, estrés post traumático, trastorno bipolar o esquizofrenia.
Otra de las consecuencias del trauma que tiende a cronificarse con el tiempo es el duelo. Marques lo define como la reacción emocional ante la pérdida de algo, que puede ser un ser querido o una casa, el salario o el tipo de vida al que se estaba acostumbrado. «Aunque hay quien lo supera rápido, otras veces el duelo se alarga en el tiempo e impide llevar una vida normal, hacer la comida o ir a trabajar», sostiene. Por su parte, Plaza añade que el duelo también está relacionado con el futuro, los sueños o los proyectos perdidos. «Quienes huyen de Ucrania todavía no han experimentado este pesar porque aún sufren el síndrome de la maleta hecha: esperan a ver cuándo acaba la guerra para poder regresar a sus casas. El problema llegará cuando se den cuenta de que puede que al volver no quede nada. Va a ser un proceso emocional muy duro que solo está empezando», concluye.
El dolor de los soldados
Sagrario Ramírez, profesora de Psicología Social de la Universidad Complutense de Madrid, asegura que todavía es pronto para saber el impacto psicológico que el conflicto tendrá sobre los más de 6,5 millones de refugiados ucranianos que en el momento de escribir este reportaje han abandonado el país, según datos de Acnur. La académica señala que todo dependerá del tipo de experiencia traumática sufrida –si han perdido a seres queridos, han sido víctimas o testigos de situaciones de violencia directa, han perdido su casa…–, de si han huido acompañados por personas cercanas o si, al contrario, han dejado a familiares y amigos en Ucrania.
Ramírez: «Una guerra tiene como principal efecto la deshumanización tanto de los victimarios como de las víctimas»
Sin embargo, sostiene Ramírez, «una guerra es un estado de excepción que, además de los efectos materiales que conlleva, tiene como principal efecto la deshumanización tanto de los victimarios como de las víctimas». Se refiere a un proceso en el que se despoja a las personas de unos atributos propiamente humanos y por el que se cuestiona el principio de igualdad básica entre seres humanos. Es, en pocas palabras, una falta total de empatía que refrendaría tesis como la de la banalización del mal de la filósofa Hannah Arendt.
También funciona como un mecanismo que bloquea la resistencia natural de los seres humanos a matar a otros y que podría explicar, en parte, cómo ciudadanos de a pie pueden convertirse en combatientes de la noche a la mañana. Y esto también provoca profundas heridas psicológicas. «Hay evidencia empírica sobrada de que los enfrentamientos armados producen un tipo de neurosis específica en los soldados, sean o no profesionales», afirma Ramírez, que describe la neurosis de guerra como un tipo de estrés postraumático de carácter crónico, con síntomas como la amnesia, el nerviosismo, la parálisis o la confusión, entre muchos otros.
Ahora bien, a lo largo de la historia ha variado el impacto que la guerra tiene sobre la salud mental de los combatientes. O, al menos, ha cambiado nuestra percepción. Ricardo Campos, investigador científico en el Departamento de Historia de la Ciencia del Instituto de Historia del CSIC, explica que, a pesar de existir testimonios de la Edad Media que hablan de las afecciones de los reclutas, el desarrollo de las armas de fuego fue lo que hizo aumentar las descripciones de trauma en las tropas.
El experto describe cómo durante las guerras napoleónicas se denominaba le vent du boulet al estado de estupor y locura en el que caían algunos soldados tras una explosión. Posteriormente, el uso de nuevas tácticas y armamento provocó un ramillete de comportamientos anómalos en los militares, pero fue la larga duración y la novedad de las trincheras de la Primera Guerra Mundial lo que multiplicó exponencialmente los trastornos psíquicos e hizo que se comenzasen a tener en cuenta los aspectos psicológicos, ya no solo del ejército, sino también de la población.
«Desde la neurosis de guerra de inicios del siglo pasado hasta el trastorno por estrés postraumático descrito en la década de 1980 hay una línea de continuidad que muestra, con diferentes palabras, que algo se rompe en los soldados sometidos a estados de elevada tensión», detalla Campos, que recuerda que este último trastorno también se aplica a la población civil. Y concluye: «Más allá del frente, los ciudadanos sufren situaciones de miedo e incertidumbre extremas que les llevan, inevitablemente, a desconfiar de los valores éticos y morales que habían antes de la guerra».
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