Sociedad

«Mi generación está instalada en la resignación, la nostalgia y el catastrofismo»

Fotografía

Salomé Sagüillo
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10
junio
2022

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Salomé Sagüillo

Dicen que el optimista siempre tiene un proyecto y que el pesimista siempre tiene una excusa. El periodista Hector G. Barnés (Madrid, 1983) reivindica una tercera opción: la esperanza de creer que se pueden cambiar las cosas si nos alejamos de los discursos derrotistas y de la cómoda posición que ofrece el cinismo. En una época atravesada por las crisis climáticas, sanitarias y económicas, resulta cada vez más difícil mirar al futuro sin sentir una frustración paralizante. Es acerca de ese desencanto de lo que habla Barnés en su nuevo libro, ‘Futurofobia‘ (Plaza y Janés, 2022), donde desgrana cómo varias generaciones se hallan atrapadas «entre la nostalgia y el apocalipsis», resignándose a un porvenir catastrófico sin la perspectiva de ningún horizonte vital. Una gran pregunta sobrevuela su obra: ¿qué consecuencias tiene vivir en el alambre y cómo podemos imaginar otras formas más atractivas de concebir un futuro esperanzador?


¿Cuál es la génesis de Futurofobia?

Fue en uno de los primeros días de mayo de 2020, en esa época donde podías salir a pasear un kilómetro alrededor de tu casa. Después de estar casi dos meses encerrados, me sorprendió la facilidad con la que todos habíamos aceptado una situación tan atípica como la de llevar mascarilla o mantener un metro y medio de separación con los demás. La pandemia ha reforzado esa sensación de que algo terrible va a ocurrir en cualquier momento: es como si estuviéramos todo el rato preparándonos psicológicamente para futuros desastres, como una crisis sanitaria, económica o climática. Me parecía interesante preguntarme cómo esa visión negativa condiciona nuestras relaciones personales, nuestro empleo y, en general, nuestras vidas. Nuestra visión acerca del futuro es que va a ser una sucesión de tragedias y que debemos asumirlo porque no podemos hacer nada para cambiar ese rumbo.

Mencionas la resignación como un elemento propio de las generaciones posteriores a la transición. ¿Las crisis que vivimos –climática, demográfica, sanitaria y económica– favorecen esa impotencia? 

Intento hacer una crítica a mi generación: creo que se ha instalado en la nostalgia, el catastrofismo y la resignación. Nos hemos refugiado demasiado en el discurso que nos sitúa entre dos crisis. Ese planteamiento es conformista y muy cómodo, porque es una manera de lavarnos las manos y no hacer nada por cambiar la situación. Siempre ha habido tragedias y, de hecho, siempre seguirán ocurriendo, por eso creo que hay que actuar para cambiar las cosas y no caer en el derrotismo. En los noventa, mis padres estuvieron en paro, vivieron la guerra del golfo y el terrorismo de ETA. El clima era muy oscuro, pero tenían una visión más clara de su futuro y de las posibilidades que se les ofrecían. La diferencia con el momento actual es que nosotros nos hemos conformado con aceptar que nuestro futuro va a ser cada vez peor, pero encima lo empeoramos cada vez que bajamos los brazos. También es cierto que no es lo mismo afrontar una crisis siendo gente acomodada que pobre. Hay que tener cuidado con esa homogeneidad del discurso generacional, porque las brechas sociales existen.

Dices que somos una generación atrapada entre la nostalgia y el apocalipsis. ¿Qué otras opciones hay en medio? 

Leí hace poco un libro donde el autor decía que estaba en contra del optimismo, ya que eso le parecía limitarse a esperar que las cosas se arreglen solas, pero estaba a favor de la esperanza. Creo que lo que está entre ambas es esa sensación de que las cosas se pueden mejorar y de que puedes tener una influencia en el mundo, algo que no existe ahora. El principal problema que sufrimos hoy es la impotencia de sentir que no está en nuestras manos cambiar nada. Y no me refiero solo a nivel político o en relación a las condiciones materiales, sino también en nuestras relaciones personales: nos hemos vuelto cínicos, creemos que no vale la pena ayudar al de al lado porque somos individualistas y, además, estamos convencidos de que todo es un problema macro estructural que no puede corregirse. Hemos entrado en un bucle donde todos pensamos lo mismo, pero nadie actúa y el entorno se convierte en un lugar cada vez peor. 

«Hemos crecido en un mundo capitalista extremadamente competitivo, donde cada uno va a lo suyo y vive con miedo constante a que todo salga mal»

Afirmas que el estrés generalizado nos puede hacer peores personas. ¿Estamos creando una sociedad desquiciada? ¿Hasta qué punto la ansiedad por el futuro empeora nuestra forma de relacionarnos?

Me parece que esta es la clave principal para entender el malestar contemporáneo. En el libro digo que no es tan difícil no ser un capullo (sic), pero que todos lo somos en algún momento. La época actual puede sacar lo peor de nosotros mismos: hemos crecido en un mundo capitalista extremadamente competitivo, donde cada uno va a lo suyo y vive con miedo constante a que todo salga mal. Con este panorama, es normal que haya tanta gente deprimida y ansiosa. Una cosa que me sorprendió es que muchos amigos me decían que les resultaba muy difícil quedar con gente, como si siempre pusiéramos excusas para retrasarlo y no sacáramos tiempo porque tenemos cosas más importantes que hacer. Estamos ahogados en un ritmo acelerado de ultraproductividad que muchas veces nos impide cuidar las relaciones de una forma sana. El afán por destacar sobre el resto es lo que hace que nos convirtamos en personas egoístas mucho peores de lo que podríamos ser.

¿Cómo influyen las redes sociales en ese afán por competir y en el estrés generalizado?

Mi vida va por ciclos de estar más conectado o menos. Me gusta observar, pero tengo una relación complicada con ello, porque al final los periodistas tenemos que figurar casi de manera obligada [en las redes sociales]. Es algo muy estresante y agotador: si no estás presente en las redes parece que no existes. Diría que lo importante es superar ese bloqueo de inseguridad que te hace compararte con otros o alimentar tu ego con algo tan superficial como los likes, pero mucha gente necesita reforzar su autoestima con el subidón de dopamina que da la aprobación externa. Intentamos pasarnos la vida de subidón en subidón, y eso también agota. 

Entonces, ¿vivir en una sociedad con estímulos constantes favorece también esa desidia de la que hablas? 

En el libro hablo del filósofo alemán Hartmut Rosa, que escribe sobre cómo desacelerar el ritmo vital. Él cuenta que va a la ópera y le da igual, pero que se va de viaje y también se aburre, y es interesante porque menciona esa apatía en la que por muchos estímulos que recibas no sientes ninguna satisfacción. La filosofía del carpe diem nos impone obligaciones de ocio y de entretenimiento que tampoco nos termina llenando. Este filósofo reivindica lo inesperado, como conocer a alguien que te gusta por casualidad o encontrar una canción increíble cuando no la estabas buscando. No se trata de perseguir las cosas que crees que te harán feliz, sino dejar que ocurra algo que te rompa los esquemas.

¿Crees que esa voluntad por recibir estímulos se aplica también a las relaciones sentimentales? Es más, ¿crees que se están mercantilizando conceptos como el amor? 

Todo está conectado con una época vital tan acelerada en la que apenas hay tiempo para nada; todos vamos con la lengua fuera. Yo nunca he usado aplicaciones para ligar, pero lo más llamativo de mis amigos –que sí recurren a ellas– es la sensación de decepción a la que se llega tarde o temprano. Lo suelo comparar a estar en un supermercado donde tienes una gran variedad de comida a disposición, pero donde siempre terminas consumiendo lo mismo, que suele ser lo más grasiento, lo más rápido y lo menos sano. En estas apps terminas encontrándote siempre con los mismos arquetipos de persona, interpretando constantemente un mismo papel ante esas figuras desconocidas. Te conviertes en un producto más. Gran parte de nuestras relaciones más valiosas, las que más nos marcan, suelen ser contextuales; no pueden planearse como en Tinder. Pienso, por ejemplo, en las relaciones que se crean con los compañeros de trabajo, que surgen al compartir una rutina y un contexto determinado. 

«La filosofía del ‘carpe diem’ nos impone obligaciones de ocio y de entretenimiento que tampoco nos termina llenando»

¿Fomentan las redes cierto espectáculo donde uno se vende como marca personal?

Claro, lo quieras o no interpretas un personaje, aunque eso es algo que ya hacíamos antes de utilizar redes sociales. Una persona en el trabajo no es la misma que en una cita. A mí mezclar entornos me agobia precisamente porque me doy cuenta de que no sé muy bien cómo comportarme con personas de entornos diferentes. Esto también sucede en los distintos perfiles de las redes: en Twitter soy el periodista serio, en Facebook el tío más viejuno y en Instagram intento hacerme el guay. Las redes no son la realidad; a veces, alguien te parece insoportable en internet y cuando le conoces en persona te cae genial. 

Hay una crítica al empleo y al bucle de la productividad donde el trabajador se autoexplota, pero representas lo mismo que denuncias. ¿Es una crisis puntual o más bien un problema estructural? 

Hablo mucho del empleo porque es el centro –y cada vez más– de nuestras vidas. En el entorno laboral se generan ansiedades de todo tipo, desde el miedo a que te despidan hasta la angustia de no evolucionar y sentir que te estancas. Soy consciente de que soy el máximo exponente de todo lo que critico, pero siempre intento hacer un autoanálisis. A menudo se favorece, y más en trabajos intelectuales, que nos volvamos nuestra propia marca y nos promocionemos a toda costa, y eso es algo agotador. Hay una gran competición por la visibilidad que antes no estaba tan presente. Al globalizarse todo, de repente se vuelve mucho más necesario promocionarse para destacar en el mercado. La tesis del libro es que cuando una crisis es eterna, deja de ser una crisis y se vuelve algo estructural. Yo terminé la carrera en el 2008 y tengo la sensación de que me he pasado gran parte de mi vida esperando que llegue algo mejor. Creo que esa sensación de espera continua es algo generacional. 

¿Depositamos en el empleo una forma de autoreconocimiento que nos agota? 

El problema que tenemos es que todo es trabajo, parece que solo existimos en función de él. Keynes llegó a decir que íbamos a trabajar en 2030 unas cuatro horas al día, pero ahora trabajamos más porque el empleo es el centro de todo: de tus horarios, de tu identidad, de tus relaciones personales. Cuando te preguntan quién eres, lo primero que te sale es hablar de tu profesión. Podrías definirte por uno de tus hobbies o por cualquier rasgo personal, pero eliges hacerlo a través del empleo porque es lo que te significa en el mundo. Remedios Zafra, en su libro Frágiles, explica que cuando te empiezan a encargar cosas, es como si te tendiesen una primera sábana que te da calorcito y te hace sentir bien, encantado de que te pidan cosas. La segunda te sigue haciendo sentir arropado, pero en la tercera empiezas a tener calor y te agobias. Esas sábanas te dan apoyo porque te sientes reconocido, porque compruebas que los demás se interesan por tu trabajo y te valoran, pero empiezan a aplastarte. Lo que en un principio te reconfortaba porque era una manera de sentirte realizado termina aplastándote. La visibilidad y la autorealización es una trampa. 

Pienso en la canción de Biznaga cuando cantan «lo que no es éxito, es fracaso». ¿Por qué se ha asentado la idea del éxito como imperativo social? 

Ese verso me gusta mucho porque parece que hay unos pocos privilegiados que van a tener éxito y el resto se quedará con las minucias. La gente me pregunta qué tal va el libro, y no está siendo un éxito, pero un fracaso tampoco. Hay una idea cultural de que tienes que reventarlo porque sino formas parte de la masa, de lo mediocre.

«La nostalgia surge justamente al añorar un pasado en el que podíamos imaginar el futuro»

¿Hay quien saca rédito de este miedo constante al futuro?

Todos sacamos rédito de un modo u otro, y los periodistas somos los primeros. Una noticia de que el futuro va a ser brillante no le interesa a nadie, pero si le cuentas al lector que se avecinan peligros terribles suscitas interés. Hay muchas empresas que juegan con el miedo del empleado a perder su puesto, y los partidos políticos también usan la amenaza continua para poner en marcha sus programas. Uno de los argumentos que se repiten cuando se plantean propuestas como la subida del salario mínimo es alertar de que se perderán puestos de trabajo y se contratará menos, y sucede lo mismo con la semana laboral de cuatro días o las políticas feministas. Tiene mucho que ver con ese discurso de «habéis vivido por encima de vuestras posibilidades», que era una manera de decir a las clases trabajadoras que aceptasen su lugar en el mundo sin soñar con algo mejor. La futurofobia viene a decirte que nunca es el momento para hacer nada, y eso es funcional para mucha gente que pretende que nada cambie.

Mencionas a menudo la nostalgia. ¿Hay un auge de lo reaccionario en la sociedad actual?

Diría que hay un conservadurismo general, y no solo en la derecha, sino también en la izquierda. La nostalgia va justamente de añorar un pasado en el que podíamos imaginar el futuro, y cuando caemos en ella no pensamos en la posibilidad de nuevos horizontes. Nos limitamos a echar de menos el pasado porque es lo más cómodo, lo que ha funcionado. La idea de la izquierda como freno de mano del capitalismo es muy conservadora, porque después de la época neoliberal su máxima ambición ha sido conservar lo que tenemos, como los servicios públicos. La izquierda ha perdido la capacidad de suscitar esa visión de futuro y todos nos hemos vuelto más conservadores. El deseo de querer un trabajo estable que tenemos muchos lo demuestra. 

¿Dirías que hay una brecha con respecto a la Transición? ¿Estamos entrando en una etapa más descreída, donde primamos lo individual a lo colectivo? 

Cuando entrevisto a gente activa políticamente en los setenta, que luchaban en sindicatos, percibo que tienen una visión del mundo muy distinta a la nuestra. Mientras yo digo que esto solo va a ir a peor, ellos responden que siempre se puede hacer algo; tenían la confianza de que podían influir en su entorno. Las asociaciones vecinales eran un buen ejemplo, porque se preocupaban por lo que sucedía en la calle a sus vecinos. Se movilizaban y veían resultados. Ahora parece que estamos muy paralizados con muchas de nuestras actitudes derrotistas, y es algo que creo que tiene que ver con ciertos períodos de decepción post-15M. En un mundo tan digital e individualista cuesta mucho más ver el impacto de la acción individual, lo que dificulta la capacidad de actuación. Yo soy una persona esperanzada, pero no optimista.

«La ausencia de futuro, el no tener horizonte vital o la precariedad afecta directamente a la salud mental»

Mencionas la salud mental y cómo se ha normalizado. ¿Hay un peligro en cuanto a creer que todo se soluciona con terapia?

Escribí un artículo que titulé: «Ir al psicólogo está bien, pero no vivir rodeado de imbéciles es aún mejor». No me quise meter en temas de salud mental porque no soy psicólogo, pero sí me interesaba plantear si realmente estás deprimido o más bien tu vida es un asco. Los jóvenes dicen que tienen muchos más problemas de salud mental que sus mayores, pero una de las razones es que están mucho más dispuestos a contarlo. Es evidente que los recursos públicos son ridículos: conozco casos de gente que pide cita con el psicólogo, que está amenazando con suicidarse y que debe esperar cuatro meses, pero no se puede tener un país entero en terapia o medicado. El riesgo que se corre delegando todo en ir al psicólogo es olvidar los actores estructurales que causan todos esos problemas. La ausencia de futuro, el no tener horizonte vital o la precariedad afecta directamente a la salud mental. 

¿La precariedad y el no poder desarrollar un proyecto infantiliza y alarga una juventud infinita? 

Yo tengo la impresión de que comienzo a ser viejo sin haber sido adulto. Sigo teniendo un ocio muy parecido al que tenía hace 20 años y no tengo hijos ni hipoteca. Somos una generación continuamente infantilizada y, además, tengo la impresión de que hemos pasado de una época en la que no se hablaba tanto del concepto de ser joven a otra en la que le da mucho más protagonismo. Quizá estoy equivocado, pero creo que hay una apreciación de cierto culto a la juventud que no existía antes. 

¿Cómo salir de esa futurofobia?

Lo que propongo es que nos demos cuenta de dónde salen nuestras ideas negativas: por qué de repente la gente tiene envidia de la vida de sus padres o a quién le interesa que se piense así. A mí no me parece tan importante saber si vivimos peor o mejor que nuestros padres, sino por qué pensamos eso. La respuesta que doy es la ausencia de horizonte vital. Mis padres se criaron con una sensación muy positiva, que era la de saber que su hijo viviría mejor que ellos, mientras que yo no sé ni si tendré un hijo, y tampoco puedo asegurar que viviría mejor que yo. No tengo un proyecto político para cambiar las cosas, pero creo que darse cuenta de lo que pensamos es clave. Hay que intentar entender por qué nos interesa un poco a todos vivir en un apocalipsis continuo.  

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