Sociedad

Desigualdad frente a desigualdad

«Si hay alguien a quien la gente detesta –o debería detestar– es a la persona que está en la cima y no se ha jugado la piel porque, como no asume el riesgo que le toca, no puede caerse nunca de su pedestal», escribe el investigador financiero Nassim Nicholas Taleb en ‘Jugarse la piel: asimetrías ocultas en la vida cotidiana’ (Paidós).

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26
marzo
2019

No todas las desigualdades son iguales. Por un lado está la desigualdad que la gente tolera, como la que existe entre nuestra propia comprensión y la de figuras como Einstein, Miguel Ángel o el matemático Grisha Perelman, cuya primacía en términos comparativos no tenemos ningún reparo en admitir. Esto se aplica a emprendedores, artistas, soldados y héroes, al cantante Bob Dylan, a Sócrates, al cocinero más famoso de nuestra ciudad, a algún emperador romano de buena reputación, como Marco Aurelio; en otras palabras, a todas las personas de las que podemos declararnos fans. Podemos imitarlas y aspirar a ser como ellas, pero no nos inspiran resentimiento.

Por otro lado, tenemos la desigualdad que nos resulta intolerable porque el tipo ese al que estamos observando parece alguien como nosotros, pero resulta que ha jugado con el sistema y ha tratado de enriquecerse ilícitamente, adquiriendo privilegios que no vienen dados por ley; y aunque tiene algo que no nos importaría tener (su novia rusa, por ejemplo), nunca nos convertiremos en fan suyo. Dentro de esta segunda categoría de personas desiguales figuran banqueros, burócratas enriquecidos, exsenadores que trabajan para la pérfida Monsanto, ejecutivos de traje y corbata y presentadores de televisión a los que se concede unas primas desorbitadas. No los envidias; simplemente, su fama te resulta ofensiva, y la visión de sus coches de lujo o semilujo despierta en ti un sentimiento de amargura. Te hacen sentirte insignificante.

«Una encuesta entre obreros estadounidenses demostró que sentían resentimiento ante profesionales bien remunerados, no hacia los ricos»

Hay algo que no cuadra en los esclavos enriquecidos. Joan C. Williams explica en un perspicaz artículo que en Estados Unidos la clase trabajadora ha quedado impresionada por los ricos, a los que toma como modelos, algo que sin embargo no han advertido los profesionales de los medios de comunicación, pues están tan absortos en su propio mundo, que no se dan cuenta de que son ellos quienes imponen ideas normativas a la gente («así es como debe ser usted»). Michèle Lamont, autora de The dignity of working men, uno de los libros citados por Williams, realizó una exhaustiva encuesta entre obreros de Estados Unidos; así fue como descubrió que estos sentían resentimiento hacia los profesionales bien remunerados pero, curiosamente, no hacia los ricos.

No es arriesgado afirmar que la población estadounidense –en realidad, todas las poblaciones del mundo– desprecia a quienes se han enriquecido gracias a su salario o, mejor dicho, a quienes reciben sueldos muy altos. Es algo que sucede en otros muchos países: en Suiza, por ejemplo, se celebró hace unos años un referéndum para aprobar una ley que limitara los salarios de los altos directivos. La mayoría de los suizos votaron en contra, pero el hecho de que piensen en esos términos es ya muy significativo, pues demuestra que prefieren apoyar a los emprendedores ricos y a las personas que se hayan hecho famosas de cualquier otra forma.

Además, en los países donde la riqueza se obtiene a través de la manipulación o explotación del entorno político o económico, sea por la vía del patrocinio o por la de la imposición de regulaciones (recuerdo al lector que los poderosos y los que forman parte del sistema se sirven de las regulaciones para engañar a la gente y del papeleo para ralentizar la competencia), la riqueza, decíamos, se plantea como una suma cero. Lo que una persona obtiene se le ha quitado a otra. El que se enriquece lo hace a costa de los demás. En cambio, en los países donde la riqueza puede proceder de la destrucción del contrario, como por ejemplo Estados Unidos, es fácil comprobar que alguien puede enriquecerse sin necesidad de habernos sacado un solo dólar de la cartera; incluso es probable que introduzca en ella unos cuantos dólares más. A fin de cuentas, la desigualdad es, por definición, la suma cero.

«No tiene nada de malo perder mil millones de dólares, siempre y cuando sea tu propio dinero»

Si hay alguien a quien la gente detesta –o debería detestar– es a la persona que está en la cima y no se ha jugado la piel; porque, como no asume el riesgo que le toca, no puede caerse nunca de su pedestal y no tendrá que verse privada de sus elevados ingresos o fuera de la horquilla de su riqueza y haciendo cola en algún comedor social. Aquí los detractores de Donald Trump volvieron a errar el tiro cuando no era más que un candidato a la presidencia, pues no entendieron el valor que las cicatrices y heridas del pasado tienen como señal de riesgo, pero es que además no lograron comprender que, al airear que había caído en bancarrota y perdido casi mil millones de dólares, estaban haciendo desaparecer el resentimiento (el segundo tipo de desigualdad) que la gente podía haber sentido hacia él. A fin de cuentas, no tiene nada de malo perder mil millones de dólares, siempre y cuando sea tu propio dinero.

Además, alguien que no se juega la piel –por ejemplo, un ejecutivo corporativo que solo recibe los beneficios y no acusa las pérdidas de la empresa (ese que habla claro en las reuniones)– recibe una remuneración que no necesariamente refleja la riqueza de su empresa; él siempre puede manipular a los demás, ocultar riesgos, quedarse con las primas y luego retirarse sin más (o hacer lo mismo en otra empresa) y culpar a su sucesor de los malos resultados.

Desigualdad, riqueza y socialización vertical

(…) Si los intelectuales están tan preocupados por la desigualdad es porque tienden a considerarse a sí mismos en términos jerárquicos y creen que los demás también se conciben de este modo. Es más, hasta los debates en las universidades competitivas tienen que ver con la jerarquía, algo que ya parece una enfermedad. La mayoría de los habitantes del mundo no están obsesionados con eso.

En las antiguas sociedades rurales, la envidia estaba más controlada; los ricos no estaban tan expuestos a otras personas de su clase. No tenían que mantener el tipo ante otros ricos ni competir con ellos. Se quedaban en su región y vivían allí toda la vida, rodeados de personas que dependían de ellos, como un señor feudal en su castillo. Salvo la temporada que pasaban a veces en la ciudad, la socialización era en su caso vertical: sus hijos jugaban con los hijos de los criados. La socialización de las clases sociales tuvo lugar en entornos urbanos de raíz mercantil. Pero con la llegada de la industrialización, los ricos empezaron a desplazarse al centro de las ciudades o a la periferia, y aquí vivirán rodeados de personas de condición similar, aunque no en todos los casos. Tenían pues que estar a la misma altura unos de otros, como si corrieran por una cinta.

Para un rico ajeno a la socialización vertical con los pobres, estos no son más que una entidad teórica, una referencia de los libros de texto. Todavía no he visto a ningún bien pensant de Cambridge pasando el rato con un taxista paquistaní o levantando pesas con alguien de los suburbios. Por lo tanto, la intelligentsia se siente facultada para tratar a los pobres como una abstracción, como una abstracción que ella misma ha creado. Y por eso está convencida de que sabe lo que le conviene a esa gente.

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